DE LAS MISERIAS DE LAS GUERRAS Y UNA TRAGEDIA PARA UNA FAMILIA DE ALHAMA EN FILIPINAS

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¡Guerra! Pocas palabras hay en cualquier idioma que causen tanto impacto a sus hablantes. Siempre, en cualquier época y sociedad, se le ha querido imbuir un componente positivo ¡gestas! ¡épica! ¡valor! ¡compañerismo! ¡patriotismo! Desde los versos de Homero hasta cualquier película actual de Hollywood. Sin embargo, pocas mentiras han sido tan grandes: las guerras solo han traído miseria, dolor y desgracia a la población ...y algún beneficio a los pocos malnacidos que han sabido –o incluso buscado – aprovecharse de ellas.


En nuestros días –y esto resulta un tanto inquietante– parece haberse instalado entre nosotros la sensación de que estamos protegidos de la misma: “¡Eso de la guerra es cosa del pasado! Nuestros tiempos son ajenos a ella”. Nos cobijamos en una (¿falsa?) sensación de seguridad, cuando una de las pocas constantes de la historia humana ha sido y es la existencia de conflictos violentos. De hecho, este es un asunto cuyas consecuencias hemos podido constatar de primera mano los últimos meses con la llegada a estas nuestras tierras del Alto Jalón de inmigrantes –por no decir refugiados– llegados de Ucrania huyendo justamente de la barbarie de la guerra. Insisto, nuestra armadura es de cristal.


Y es que la historia de hoy va de eso: de como una guerra truncó de la forma más injusta, cruel e inhumana las vidas de los integrantes de una familia de alhameños.


A priori, podría pensarse que no es sin una de las muchas tragedias acontecidas por toda España durante la guerra civil. O incluso retrotraernos unas décadas antes cuando la guerra de Cuba forzó a buena parte de la juventud del momento a desplazarse hasta allí, donde muchos encontraron la muerte a un océano de distancia de sus hogares en un conflicto que ni les iba ni les venía. Pero ni lo uno, ni lo otro. Este relato de triste final se enmarca en la II guerra mundial.


CARMELO ARCOS

Carmelo Arcos en México en 1928.


Y aquí viene la segunda sorpresa. Desconozco si existen casos de personas de nuestra zona que participasen en la misma, bien republicanos exiliados bien voluntarios de la División Azul, y que podrían haber vivido en sus propias carnes la brutalidad de la contienda e incluso morir en la misma. Sin embargo, el escenario del relato de hoy no se sitúa en Europa, sino al otro lado del mundo, en el frente del Pacífico.


Pero presentemos ya a nuestro principal protagonista: Carmelo Arcos Beyguez. Carmelo era el mayor de ocho hermanos, hijo de Antonio y Nicolasa.


Hace años mi amigo Luis Moros –más conocido como Luis “el Cañón”– me pasó una fotografía que Carmelo había mandado dedicada a sus abuelos, fechada el 9 de mayo de 1928 en México, que reproduzco ahora. Recuerdo que me dijo que Carmelo, por lo que tenía de oídas, debía de ser un tipo con mucha clase y de gran valía. Luis falleció en octubre del año pasado (¡allá donde estés un abrazo amigo!). Sirva esto pues también de modesto homenaje y recordatorio a su persona.


FIRMA CARMELO ARCOS

Carmelo Arcos en México en 1928.


Y, como decía Luis, desde luego el tipo valía. Un hijo mayor de una familia numerosa que tuvo que buscarse la vida fuera del pueblo. ¡Y vaya si lo hizo! Así, Carmelo se incorporó a la firma de perfumería Dana con sede en Barcelona, aunque la empresa en los años 20 del pasado siglo lo envió a trabajar, como se ha mencionado antes, a México. Allí conocería a la mujer que acabaría convirtiéndose en su esposa, Ana María Hernández, joyera de profesión. De este matrimonio nacieron tres hijos: Antonio, Carmen y Fernando.


En algún momento dado, la compañía Dana reclamó a Carmelo para que se instalase en Barcelona, hasta dónde se desplazó con su familia. No obstante, el estallido de la guerra civil provocó que regresaran a México en 1937 huyendo del conflicto. A pesar de que, finalizada la contienda, intentaron volver a España, en 1941 la marca de perfumes envío a Carmelo a Filipinas. Nadie podía imaginar que este traslado acabaría sellando su destino y el de su familia.

Una vez en el archipiélago del Pacífico, la posición de los Arcos-Hernández era francamente buena, podría decirse incluso que privilegiada. Instalados en su capital, Manila, su desempeño como representante de una importante firma le permitía tener automóvil y un pequeño servicio doméstico. Todo parecía ir muy bien para ellos.


DANA COLONIAS


Realmente, hasta aquí este hubiese sido un artículo alegre que pondría de relieve la vida de un “pionero”. Un vecino de Alhama que recorrió mundo y trabajó en tres continentes distintos en la primera mitad del s. XX, cuando la mayoría de la población nacía en su pueblo y moría en su pueblo o, como mucho, en el de al lado. Sin embargo, la guerra puso fin a esta historia de forma cruenta.


Sin querer entrar en demasiados detalles sobre el desarrollo del conflicto en el Pacífico, es necesario presentar a otro personaje que, de alguna manera, participa también en nuestro relato: Douglas MacArthur.


Hablar del general MacArthur no es hablar de un cualquiera. Su nombre está ligado a un buen número de episodios históricos muy interesantes. Basta decir que, a fecha de hoy, sigue siendo el militar más condecorado en la historia de EE.UU. A modo de resumen, y dado que puede encontrarse más información sobre su persona fácilmente, puede decirse que fue el general norteamericano “especialista” en el Pacífico y Asia antes, durante y después de la segunda guerra mundial. Hijo asimismo de un general, que había sido gobernador militar de Filipinas cuando tales islas pasaron de ser dominio español a estadounidense, MacArthur combatió en la I guerra mundial en Francia, aunque siempre estuvo muy ligado al archipiélago filipino. Así, sirvió allí de 1922 a 1930 y, cuando las islas alcanzaron su plena independencia en 1935, se estableció allí a petición de su presidente –y con el beneplácito de EE.UU– para ayudar a crear un ejército nacional.


MCARTHUR

MacArthur en Manila pocas semanas después de la masacre.


En este último cometido se encontraba MacArthur cuando estalló la II guerra mundial. Sin embargo, en marzo de 1942, en las primeras fases de la guerra en el Pacífico, se vio forzado –muy a su pesar– por una orden directa del presidente Roosevelt a retirarse a Australia ante la inminente e inevitable invasión japonesa de las Filipinas. No obstante, dejó una frase para el recuerdo en la que se expresaba sus intenciones y probablemente su pesar por la retirada: “Me voy, pero volveré” (I came through and I shall return). MacArthur “cumplió su palabra” y volvió a Filipinas en 1945, cuando las tornas de la guerra habían cambiado y eran los americanos quienes avanzaban y los japoneses los que retrocedían. Fue entonces cuando la tragedia alcanzó a Carmelo y su familia.


Así pues, lo que en principio parecía que iba a ser la entrada triunfal de MacArthur en Manila se convirtió en una lucha encarnizada con los japoneses por la toma de la ciudad que se prolongó durante prácticamente todo el mes de febrero de 1945. La cuestión es que, además de ser una dura y larga batalla, el ejército japonés no dudó en masacrar a la población civil. En total, se calcula que al menos 50.000 civiles, si no más, murieron por las armas niponas. En cuanto a la cifra de españoles asesinados, se conocen 238 víctimas seguras. Entre ellos se encuentran Carmelo, Ana María y sus hijos Antonio, de doce años, Carmen, de once, y Fernando, de siete años de edad.


RECORTE


Las circunstancias exactas de sus muertes no están claras, si es que realmente eso importa. En una entrevista en Heraldo de Aragón publicada con motivo del 50 aniversario de la matanza, las hermanas de Ana María comentaban desde México que la familia se había refugiado en casa de un amigo filipino muy cercano a la población española de la ciudad. Allí habrían entrado los japoneses y aniquilado sin piedad alguna a todos los españoles refugiados en la vivienda.


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Sin embargo, a los familiares de Alhama un superviviente les contó que murieron cuando los japoneses tomaron el consulado español en Manila. Sí, por escandaloso, horrible y censurable que parezca, los japoneses asaltaron tal edificio diplomático, mataron a todo el que encontraron en él y lo incendiaron. Un buen número de miembros de la población española en Manila habían acudido allí confiando en que, en aquel caótico momento de violencia, los japoneses respetasen, al menos, la inmunidad que, en principio y por derecho, tenía el lugar.  Salvo una niña, todos ellos, unas cincuenta personas, murieron allí.


Ambas versiones se basan en testimonios de personas que lograron salvarse y es difícil dilucidar cuál es la correcta, si es que alguna lo es. Las dos comparten algunos puntos en común, como fechar los terribles acontecimientos el 12 de febrero de 1945 y, especialmente, retratan la crueldad, violencia e inhumanidad del ejército japonés. Pero, insisto, no creo que los detalles exactos verdaderamente importen demasiado.


SNAJI

Sanji Iwabuchi, responsable directo de que los japoneses resistieran en Manila.


De hecho, la matanza indiscriminada perpetrada en Manila es uno de los mayores crímenes de guerra cometidos por los japoneses en la II guerra mundial. Sus sangrientas e injustificables acciones se han tratado de explicar por un contexto de desesperación de unos soldados exhaustos y enloquecidos que, conscientes de que esta era su última batalla, se arrojaron a sus más bajos instintos y trataron de “llevarse con ellos” al mayor número de personas posible. Tampoco están claros los motivos de su comandante, el almirante, Sanji Iwabuchi, quien desobedeció la orden de sus superiores de evacuar la ciudad y permitir que los americanos entrasen en ella. Iwabuchi, en cambio, decidió presentar una feroz (y suicida) resistencia.


Mientras, en el otro bando, MacArthur optó por una eficiente estrategia militar. Eficiente para los intereses estadounidenses, por supuesto. Así, tras comprobar que la toma de Manila no iba a ser tan sencilla como parecía, decidió bombardearla indiscriminadamente. La táctica era sencilla: desgastar a los japoneses en lugar de trabar un arriesgado combate calle por calle y edificio por edificio que hubiera dejado un alto número de bajas en su ejército.


Las consecuencias de esta manera de conducir la batalla fueron varias. Por un lado, se avivó la desesperación de los soldados japoneses, lo que, sin eximir ni un ápice de responsabilidad a los nipones, pudo ser un factor más que les incitase al empleo de la violencia más salvaje. Por otra parte, Manila se convirtió en la segunda ciudad más bombardeada de esos años, solo por detrás de Varsovia. Finalmente, no se puede dejar de hablar de un devastador efecto cultural. Los soldados japoneses preferentemente se situaron en la parte más antigua de la ciudad, el barrio de Intramuros, llamado precisamente así por ser la zona ubicada dentro de la antigua muralla española. Ese emplazamiento les procuraba el refugio de sólidos muros de piedra y calles estrechas idóneas para tratar de emboscar al enemigo, si este trataba de entrar allí. Por tanto, la vieja ciudad colonial fue el principal objetivo de los bombardeos de MacArthur.


PUERTA SANTIAGO

Foto1: Tanque entrando en el fuerte Santiago de Manila. Puede observarse sobre la puerta el escudo de los reinos de Castilla y de León. Foto2: Entrada del fuerte Santiago en la actualidad.


Así pues, entre los japoneses masacrando a la colonia española y los americanos bombardeando y destruyendo antiguos edificios de la época imperial, prácticamente se finiquitó el legado hispánico en Manila y casi se podría decir que en todas las Filipinas. Téngase en cuenta que, en el momento de estos sucesos, no habían pasado ni cincuenta años de la pérdida de tales islas y la presencia española tanto en habitantes como en la cultura del país era todavía considerable.


En cuanto a lo que ocurrió después, Iwabuchi se suicidó –una actitud que se ajusta a la mentalidad japonesa– poco antes de que el ejército estadounidense completase la toma de la ciudad, privándonos así de la oportunidad de conocer el porqué de su decisión de defender Manila. En cambio, MacArthur siguió con su espectacular carrera militar y, siempre controvertido, hay que reconocer que fue un personaje capital en los siguientes años. Él fue quien firmó, como representante del bando aliado, la rendición de Japón en el acorazado Missouri el 2 de septiembre de 1945 con la que se ponía el punto y final definitivo a la II guerra mundial. Luego sería gobernador militar de aquel país hasta 1951, periodo en el que se dedicó a supervisar su reconstrucción y democratización. Seguidamente, se le requirió para dirigir la guerra de Corea, aunque fue relevado del mando por sus desavenencias con el presidente de EE.UU Harry Truman. Tras esto abandonó la vida militar activa y falleció en 1964.


Por otra parte, dejando los acontecimientos del Pacífico y volviendo a España, la masacre de Manila causó una gran conmoción en los despachos del aún incipiente régimen franquista. En principio, podría pensarse que, ya que tenían “amigos en común”, España y Japón serían países cercanos entre sí o que, al menos, se respetarían mutuamente. Nada más lejos de la realidad, como pudo comprobarse.


Japón siempre fue un “ente extraño” al que había que tolerar o al que tender lazos por ser aliado de los verdaderos amigos: la Alemania nazi y la Italia fascista. Sin embargo, esta proximidad forzosa –y falsa– iba a durar muy poco, apenas los primeros años de la segunda guerra mundial.

De esta forma, cuando empezó a percibirse la más que previsible derrota de las fuerzas del Eje, la línea diplomática española varió su discurso sobre Japón. Resultaba sin duda mucho más fácil y creíble marcar una distancia con el remoto –en más de un sentido– país nipón, que hacerlo con unos aliados –Alemania e Italia– mucho más cercanos, antiguos y auténticos. Asimismo, había una clara intención de acercarse al bando aliado, especialmente a EE.UU, y una manera efectiva de conseguirlo era mostrar una cierto recelo, o incluso animadversión, hacia el enemigo de la potencia americana en el Pacífico.


Tanto es así que, en una reunión con el embajador estadounidense Carlton Hayes celebrada en junio 1943, Franco confió al diplomático su visión sobre el conflicto mundial y la posición de España en él. Así, para el dictador coexistían tres guerras a la vez: una entre los aliados occidentales y las potencias del eje, en la que España se mantenía neutral; otra entre Alemania y la U.R.S.S., en la que España asumía una vigilante posición “anticomunista”; y, finalmente, una tercera en el Pacífico entre EE.UU y Japón, en la que las simpatías de España estaban con los americanos.


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ABC 23 de marzo de 1945.


No obstante, hay que decir que el alejamiento del gobierno español de la causa japonesa no tuvo necesariamente que influir en la violenta actitud de los soldados de este país en Manila. De hecho, parece que le mayor estrago causado por los japoneses en la ciudad fueron los ochocientos muertos del edificio del Club Alemán …y los alemanes sí que seguían siendo un fiel aliado del Imperio del Japón. Por tanto, da la impresión de que los soldados japoneses, imbuidos de ira y desesperación ante la inminente derrota en esta batalla y en la guerra en general, cayeron en una especie de histeria o locura colectiva y mataban a todos los occidentales que podían sin hacer distinciones.


Tras conocer las noticias sobre lo sucedido en Filipinas, cundieron indignación y furia en las altas esferas del régimen franquista. Además, el asesinato de un considerable número de religiosos españoles, cuyas congregaciones no habían abandonado el país tras su pérdida en 1898, no fue sino un importante agravante para un gobierno que había hecho del catolicismo una de sus causas y enarbolaba su bandera como un elemento intrínseco a la patria.


La ruptura de las relaciones con Japón fue una consecuencia casi automática e inmediata. Más allá de eso, incluso, se filtró a la diplomacia estadounidense la posibilidad de que España le declarase la guerra a Japón. No está claro si había una intención real de hacerlo, si fue un intento más de aproximación a los aliados, principalmente a EE.UU, si se trataba de un arrebato un tanto pasional movido por el comprensible enojo ante la matanza, o si se mezclaban un poco todos estos elementos.


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ABC 15 de mayo de 1945.


Por otro lado, en lo respectivo a la reacción en Alhama, las trágicas muertes de Carmelo y su familia causaron un fuerte impacto, primero entre sus allegados más cercanos, pero también entre el resto de convecinos. Todavía nos quedan algunas anécdotas que han llegado hasta hoy trasmitidas en el seno de la familia Arcos. Así, aún se habla de las reticencias que existieron para que Evaristo Arcos, sobrino de Carmelo, tomase la comunión aquel año –cosas de la manera de pensar de la época–. O de la valentía de Nicolasa, la madre de Carmelo, que no dudó en escribir al propio Franco para pedir una indemnización en plena época de la posguerra. Una indemnización, pagada por Japón, que acabaría llegando, aunque curiosamente no la gestionó el gobierno español sino Dana, la firma de colonias para la que trabajaba Carmelo. Con estos ingresos adicionales, la familia pudo construir la vivienda en la que se encuentra el bar llamado ahora El laurel –que durante muchos años fue Chicote y que es todavía así conocido por mucha gente– en la calle Manuel Cortel.


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ABC 21 de abril de 1945. Con el listado de los españoles asesinados en Manila en el que aparecen los miembros de la familia Arcos-Hernández.


Pero ningún dinero ha compensado nunca la pérdida de seres queridos ni ninguna vida humana en general. Esta es una historia triste que todavía hoy llena de indignación estupor y rabia a quien se acerque a ella. Indignación, estupor y rabia por la brutalidad desmedida, indignación, estupor y rabia por las víctimas inocentes, incluidos niños. Indignación, estupor y rabia, en definitiva, por lo injusto y degradante para el género humano de las guerras.


“A Anita le perseguían las guerras, hasta que al final la agarraron” decía hace años desde México una de las hermanas de Ana Hernández, la esposa de Carmelo Arcos, en Heraldo de Aragón. La verdad es que fue así, la familia pudo escapar de la barbarie de la guerra civil, pero no pudo hacer lo mismo con la barbarie de la II guerra mundial. En realidad, su relato es el de mucha más gente. Los años 30 40 del pasado siglo vieron –por desgracia– muchas más historias parecidas a la de los Arcos-Hernández, aunque esta tiene como elemento distintivo para nosotros lo exótico de su emplazamiento y su contexto. Su tragedia es un triste reflejo de su tiempo. A ellos les pilló casi a punto de acabar, lo cual es más frustrante aun si cabe. Pero no debemos olvidar que incluso hoy en día se dan situaciones similares: familias rotas, destrucción y muerte. Lo que pasa es que nos parece algo lejano y preferimos apartar la mirada.


Lo dicho, malditas sean las siempre todas las guerras que solo traen dolor y muerte a quienes no las provocan, pero las sufren.


Este artículo se ha realizado con todo el cariño del mundo hacia los miembros de la familia Arcos tanto los que viven en Alhama como los que están fuera. Igualmente quiero acordarme de los Hernández de México, que son igual de víctimas en estos sucesos.


Asimismo, quiero citar a Florentino Rodao, historiador, profesor de la Universidad Complutense y especialista en el Japón contemporáneo. Mucha de la información reflejada aquí se ha obtenido de sus trabajos, en especial de su obra Franco y el Imperio Japonés.



Finalmente, espero que este texto sirva para dar a conocer esta terrible historia y a sus protagonistas, así como un sencillo recordatorio y homenaje a los mismos: Carmelo Arcos, Ana María Hernández, y sus hijos Antonio, Carmen y Fernando. 

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