Y NO ESTOY SOLA

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Cuando era pequeña y mi padre aún vivía, solíamos ir juntos a pasear. No importaba que fuese verano o invierno; otoño o primavera. Siempre encontrábamos un momento en el que poder salir y gozar del aire fresco. A ambos nos gustaba poder disfrutar de pasar un rato en compañía de la naturaleza.

Una de las incontables veces que salimos a la montaña, mi padre me llevó a un salto de agua cerca del nacimiento del río Jalón. Allí aprendí a pescar. Papá me enseñó todo lo que necesitaba saber para poder llevar algún que otro pececillo a casa: cortaúñas, anzuelos, contrapesos, señuelos, hilos… ¿quién hubiese podido imaginar que hacían falta tantas cosas?

Aquel día no conseguí pescar absolutamente nada. Recuerdo sentirme algo triste y decepcionada, pues mi padre había conseguido atrapar varios peces. Al verme decaída, empezó a contarme una historia.

Por lo visto, cuando era joven y aún vivía con sus padres, estos tuvieron que mudarse debido al trabajo de la abuela. El cambio de ambiente de una gran ciudad a un pequeño pueblo no agradó demasiado a Carlitos, por lo que el abuelo empezó a llevarlo a las montañas. Al principio mi padre detestaba aquellos paseos: dolor en los pies, calores, fatiga… ¿Por qué querría un niños de catorce años pararse a escuchar el río o el piar de los pájaros?

Debo reconocer que me sorprendió saber que mi padre no había amado siempre la naturaleza. Era un pensamiento que jamás se me había pasado por la cabeza.

El abuelo, al ver la falta de interés que mostraba papá por los paseos al aire libre, decidió llevarle a una cueva llamada la cueva del aire. Al parecer los mineros solían cruzarla, puesto que atravesaba toda la montaña. Esto pareció despertar la curiosidad de papá, que hizo de un palo y una piedra su pico de expediciones.

Cruzar la cueva se convirtió en una rutina para ambos. Disfrutaban aprendiendo juntos sobre rocas, piedras y minerales. De hecho, más de una vez expresó mi padre su deseo de convertirse en minero. Esto no fue posible pues, a medida que el tiempo pasaba y que las noticias de accidentes relacionados con la minería llegaban al pueblo, el abuelo se fue preocupando cada vez más por el ferviente deseo de su hijo de convertirse en minero. Siendo una de las profesiones con más peligrosidad de la época, el abuelo tomó la decisión de no volver a llevar a Carlitos a las minas. En cambio, le llevó al río.

Papá volvía a sentirse desmotivado: no entendía por qué su padre no le dejaba recorrer el camino de los mineros si los accidentes sucedían en otros lugares. El abuelo no cedió.

Tras varias semanas de descontento y frustración por parte de mi padre, el abuelo Rafael llegó a la siguiente conclusión: si Carlitos desarrollaba una nueva pasión, le sería más sencillo olvidar lo que tanto añoraba. Por esa misma razón, construyó un par de cañas de pescar. Y ese fue el inicio de un entusiasmo desbordante.

Papá aprendió enseguida: parecía estar hecho para la pesca. Poco a poco y a medida que Rafael se fue haciendo mayor, Carlitos empezó a ir solo hasta el río. Allí pasaba horas y horas. Escuchaba la corriente, el crujir de las ramas, los grillos cantar… disfrutaba de todas y cada una de las cosas que antaño tan aburridas le habían parecido. Desarrolló un inmenso amor por los caminos, los árboles, el agua y los seres vivos del campo. Encontró refugio y paz en las montañas.

Por ello, cuando nací, lo primero que hizo fue pasear conmigo, día sí y día también, por los senderos por los que acostumbraba a caminar. Y, una vez fui lo suficientemente mayor como para aprender a pescar, me llevó al río que tantas veces le había acompañado cuando era joven. Y me enseñó, igual que un día le enseñó a él su padre, a cómo hacer uso de una caña de pescar. Y fui feliz. La niña más feliz.

Hoy descanso a orillas del río Jalón. Recuerdo todas las risas que mi padre y yo echamos en compañía de nuestras cañas y de nuestra pequeña botella de limonada casera. Y vuelvo a ser feliz en compañía del río porque, aunque mi padre no esté conmigo, no estoy sola. Y nunca lo estaré.

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