LA PLACITA

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La oscuridad inunda todas y cada una de las calles por las que las desgastadas suelas de mis zapatillas y yo vagamos. Hace ya unos años que vivo en este lugar y, aún así, todas las noches, a lo largo de mis expediciones nocturnas, acabo descubriendo un lugar cuya existencia desconocía. Hoy, por supuesto, no es la excepción.

En el cruce de las calles Linares y Corrionero he encontrado un pequeño edificio que parece llevar varios años abandonado. En la puerta un cartel de “se vende” oscila silenciosamente por el viento. Debajo de este, el número de teléfono del que supongo que será el dueño, está escrito en negro.

Podrías llamar y preguntar por el precio, dice esa voz que siempre llevo dentro de mí y a la que me gusta llamar ‘miniyo’.

Asiento para mis adentros y continúo hasta llegar al final de la calle. Aprovecho entonces para mirar hacia arriba: les pido a las estrellas que me deseen suerte con la idea que tengo en mente.

Al otro lado del teléfono una agradable voz femenina me pregunta por mi nombre. Se lo digo y le explico que me gustaría hacer de su antigua residencia una pequeña galería de arte urbano pues, en nuestro pueblo, son varias las personas que se dedican al arte de forma no profesional. Le explico que esto se debe a la falta de alcance mediático que poseen y al desconocimiento del lugar en el que nos encontramos.

Para mi sorpresa, la dueña, Evelyn, parece estar entusiasmada con la idea. Las lágrimas humedecen mis ojos… por fin, tras un largo tiempo queriendo empezar algún proyecto relacionado con el mundo artístico, he encontrado algo que poder hacer.

Quedamos para vernos al día siguiente y, una vez en el sitio, me doy cuenta de por qué el precio del antiguo apartamento es tan bajo: este se encuentra prácticamente en ruinas.

Las paredes, desconchadas, tienen pequeños agujeros y del techo cuelgan varias lámparas que parecen estar a punto de caerse. Asimismo, los pocos muebles que hay están en un pésimo estado.

Evelyn, con la mirada fija en sus pies, me explica que los últimos inquilinos que vivieron aquí montaron una fiesta que destrozó más de la mitad del apartamento. Ella, al ser ya algo mayor y no tener demasiado dinero, no había sido capaz de reformar la casa de nuevo. Esa era la razón por la que había decidido venderlo por una pequeña cantidad de dinero.

Me maldije por haber pensado que sería tan sencillo, pero aún así, acepté la llave que me tendía la mujer con una sonrisa en el rostro.

Los meses siguientes los pasé entre botes de pintura, pinceles, paredes derruidas, yeso, baldosas, tabiques y mobiliario de segunda mano. Le dediqué horas y horas y más horas al que quería que fuese el primer local dedicado al arte de todo el pueblo y, cuando todo estuvo acabado, no pude sino llorar de la emoción.

Aunque tenía los bolsillos vacíos debido al alto coste que me había supuesto la reforma, mi cabeza estaba llena de ideas que no quería desaprovechar.

Poco a poco se fue expandiendo la noticia de que un extranjero había comprado la antigua casa de doña Evelyn para transformarla en un lugar dedicado a la expansión cultural. Curiosos y curiosas se acercaban a preguntarme diariamente, pero nadie se atrevía a traerme nada que poder exponer. Los jóvenes no parecían estar interesados en la posibilidad de asistir (o protagonizar) eventos artísticos: decían que no estaba de moda; que no era lo que se llevaba. La gente mayor, por su lado, me miraba como quien observa a un perro perseguirse el rabo. Solían decir que mi iniciativa no era sino una pérdida de tiempo que acabaría convirtiéndose en una anécdota más del pueblo.

Impulsado por mis ganas de comenzar con el proyecto y por el enorme esfuerzo que me estaba suponiendo que la gente se interesase por lo que estaba haciendo, "miniyo" me propuso algo que no pude rechazar. Su idea consistía en buscar alguno de los poemarios que escribí cuando vivía en Menorca para poder organizar un evento poético.

Hice carteles y los pegué por toda la villa. Rápidamente, se corrió la voz. No había una sola persona que no supiese que aquella misma noche, en el cruce de las calles Linares y Corrionero, se inauguraba el nuevo local artístico.

A eso de las ocho de la tarde, las palmas de las manos me empezaron a sudar y, por las piernas, me subían temblores que no sabría decir si eran debido a los nervios o a la ansiedad que me daba el pensar que nadie fuese a presentarse al evento.

Mi ansiedad no fue en vano pues, a las nueve menos cuarto, aún no había llegado nadie al espacio que había despejado en frente del pseudo escenario que había preparado. Aún así, una leve sensación de alivio me inundó el pecho al ver que, a las nueve, ya eran siete personas las que se encontraban en la sala. Decidí esperar un poco más, por si alguien llegaba tarde.

Finalmente, aparecieron doce personas.

Fui el primero en recitar. La voz me temblaba al leer los primeros poemas, pero fue algo mejor de lo que esperaba: la gente aplaudía y parecía más contenta a medida que iba avanzando el acto. Eso me tranquilizó.

Al acabar, me bajé del escenario diciendo que toda aquella persona que quisiera recitar, podía hacerlo.

Me angustié al ver que nadie se movía de su sitio pero, por suerte, un chico de unos dieciséis años se levantó y me preguntó si podía leer uno de sus textos en prosa. Por supuesto, no dudé en decirle que sí. ¿Qué más daba que fuese prosa o poesía? Estábamos reunidos para escuchar arte, daba igual en qué forma.

El texto que leyó el chico fue abrumadoramente triste. Por lo visto, su hermano pequeño había muerto ahogado en un río hacía alrededor de dos años porque él había dejado de vigilarlo.

Fueron varias las personas que, al finalizar la lectura, encontraron sus mejillas encharcadas.

Tras el chico leyeron cinco personas más y, tras ellas, un par más. La noche fue, sin lugar a dudas, un éxito personal.

Por primera vez en mucho tiempo me sentí realizado; me sentí parte de algo que no quería que acabase.

Todo iba demasiado bien como para ser verdad pues… tras ocho meses de arduo trabajo, el ayuntamiento del pueblo pensó que sería una buena idea construir una cancha de baloncesto en el cruce de las dos calles en las que se encontraba el espacio que, entre todas, habíamos bautizado “La Placita”.

Luché -junto con las pocas personas que me habían estado apoyando a lo largo del proceso de creación del espacio creativo “culrural” de Ambridge- porque esa propuesta no se llevase a cabo… pero no sirvió para nada.

Ahora, sentado sobre el sofá de la casa de mamá, no puedo sino preguntarme lo siguiente: ¿pueden, de verdad, cuatro gatos amantes del arte y de la diversidad cultural luchar contra la incompetencia burocrática que rige el mundo prosaico en el que vivimos?

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   EL ATARDECER DE LA MEMORIA

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