LA VIDA HELADA

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Antonio de Benito nos regala un relato incluído en su libro 'Cuando menos te lo esperas'. Inspirado en hechos reales, o "casi reales", como el escritor nos dice, cualquier habitante de Arcos de Jalón reconocerá al protagonista y el resto de lectores, disfrutará de una historia de vida.


Portada Cuando menos te lo esperas


LA VIDA HELADA


Jamás se había bañado en el mar. En realidad se había bañado contadas ve­ces en su vida. Luismi se había permi­tido escasísimos momentos para sí mismo. Una infancia durísima había condicionado toda su vida y su personalidad. Desde muy pequeño, cuando se portaba mal, su ma­dre le untaba la espalda con miel y lo ataba en la puerta de casa. Las hormigas, mos­quitos y avispas picoteaban a su antojo. Se acostumbró.


A los ocho años ya mordía las orejas de sus amigos en las peleas. Y entre todos lo conducían al río y le amarraban con cuerdas a un chopo que atravesaba el cauce. Se des­ataba como podía y, a menudo, caía a las gé­lidas aguas el río en pleno invierno. Cuando llegaba a casa, se metía a la cama y mordía manzanas y tocino. A los doce años todo su cuerpo mostraba marcas de heridas; el mé­dico le había cosido medio pellejo, como su madre remendaba los calcetines.


A los dieciocho se incorporó al ejército. A los dos meses, desertó. Le dieron más gol­pes que a una sucia estera. La policía le en­contraba y él volvía a escaparse. Le dieron por loco, pasó tribunal con cara de perro. Era lo más parecido a un perro. Un perro loco y vagabundo en aquella época.

Se fue de su casa, pero quería a su madre. Ya no le pegaba y Luismi robaba en las huer­tas y le llevaba tomates, cebollas y lechugas. Se fue a vivir a las faldas de la derruida muralla del pueblo. Como robaba y tenía una lengua viva, tuvo más de un incidente con los veci­nos. Uno le atropelló con su coche y salvó la vida de milagro. Casi cien puntos en su pierna izquierda, moratones y una clavícula rota.


Un mes de calma y vuelta a las andadas.


Una noche, cruzando las vías del tren en plena borrachera, le rozó el expreso que acababa de salir de la estación. Nunca se supo si quería suicidarse. El tren no se de­tuvo. Ni Luismi.

Fue haciendo su vida, entre tabaco y vino barato. Sin ocupación conocida, solo sub­sistir. Adoptó dos perros y un borrico viejo, que le regalaron porque estaba ya enfermo. Se daban calor y compañía.


Pero su cuerpo fuerte se fue deteriorando. Anquilosado, viejo a los cincuenta. El hedor de sus ropas se hacía insoportable. Era el olor de una vida devorada y casi gastada.

Una noche, las llamas de la lumbre baja se adueñaron de varias sillas y la cortina de la estancia. En la pelea contra el fuego que­dó chamuscado medio cuerpo. No acudió al centro de salud, pero el centro de salud acudió a él.


«Solo voy a curarte». «Y apaga el cigarro, aquí no se fuma».

Era la voz de Jara, la nueva enfermera re­cién llegada al pueblo. Otra vida gastada.

«Pero cuéntame, ¿cómo puedes vivir así, hombre?».


Y Jara se enamoró de esa mala vida. Y quiso ejercer de enfermera. Lo consiguió. Durante dos meses lo curó a diario. Las am­pollas dieron paso a una nueva piel. Luismi no estaba hecho para amar ni ser amado, pero se dejó. No le quedó más remedio que ceder ante el brutal ímpetu de Jara.

«Los animales fuera, al campo».


Y cuando las ampollas ya eran solo piel sonrosada, le dio un baño en su casa, le proporcionó ropa nueva y encendió una gran hoguera que duró toda la noche. Luis no sabía amar, pero al menos su cuerpo respondía a los estímulos. «Te ataron de pe­queño y yo te ataré para amarte. Te abando­naron amarrado a un tronco en el río y fo­llaremos en ese río. Y cerca de las vías, viendo pasar el tren, te atropellaré en mi coche. Y nos iremos al mar un día y hare­mos el amor en la arena toda la noche…».


Dos meses. Jara fue trasladada. «Debo se­guir ejerciendo de enfermera».


Luismi se emborrachó aquella tarde, se cayó en la puerta de su casa, a escasos diez metros del hogar. Una noche gélida de San Blas. Los dos perros aulla­ron y le lamieron las heridas y el burro se acurrucó junto al cuerpo helado. Murió congelado, con un cigarro en la boca y oliendo a vino barato y con una mueca sonriente en su rostro, quizá soñando con el mar que jamás pudo ver.


Helado.

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