JUGANDO DIVINAMENTE

|

        La invitación a cenar resultó sorprendente, pero ya conocíamos todos “Al Altísimo”, le encantaba intrigarnos y llenarnos de incertidumbre. Decidí no profundizar en sus razones y aprovechar el fin de semana que prometía ser intenso. Si, además, los gastos corrían de su cuenta, miel sobre hojuelas, atravesaba una mala racha y mi bolsa languidecía falta de piezas que le dieran peso y forma.


        Había avisado a los más allegados, a los que Él llamaba sus acólitos. Sus misivas viajaron desde el Jordán al Ebro y todos nosotros obedientes, acudimos a su cita.

         El lugar de encuentro, la taberna de los hermanos Shimenostein en Chalón y Chatila, aledaños de Jerusalén.


         A mí me conocían como “El Pesaote”, unos decían que por mis kilos de más y otros, que por mi talante poco resumido. Llegué el primero, me senté en la terraza, pedí vino frio de Argel con queso de cabra y esperé.


       Al poco, fueron llegando mis compañeros “Santiago el Mayor” con su hermano “EL Menor”, “El Pequeño de Tomas” y “El Benjamín de Pedro”. Nos saludamos efusiva y atropelladamente, nos contamos las últimas novedades y los futuros proyectos; uno emprendería un largo viaje, otro ultimaba los preparativos de sus próximas nupcias, otros planeaban abrir un nuevo negocio y, entre noticia y noticia, bebíamos y reíamos. Departíamos animosamente cuando aparecieron los evangelistas del norte, “El Mimos”, “El Príncipe y “El Pelucones”. Los acompañaba el único de nosotros que trabajaba allende los mares, “El Peñitas”. Era el que tenía más difícil su labor pastoral, pues las islas donde ejercía estaban habitadas por salvajes infieles difíciles de encauzar; cuentan los que le vieron adoctrinar, lo poco ortodoxo de sus métodos, y lo agresivo y vehemente que resultaba al impartir santidad, se decía que convertía a tantos como enterraba.


          Se repitieron las escenas de bienvenida con redoblado entusiasmo. La tarde fue cayendo al mismo tiempo que nuestras jarras de vino. Los del sur no acababan de llegar. Dábamos por hecho que se habrían entretenido en Jerusalén, llevaban tantos días alejados de la civilización, se les echaba de menos y “EL Altísimo”, sabíamos que no aparecería hasta que no estuviéramos todos reunidos.


         Cuando empezábamos a cuestionarnos si esperarles o no para cenar, irrumpieron con gran algarabía “El Relojero”, “El Mítines” y “El Aguililla”. Los síntomas de embriaguez eran ostensibles, no debían de haberse saltado una sola fonda hebrea en su viaje hasta nosotros.


       Sin que atravesaran el umbral les entonamos un vociferante himno a forma de saludo y alguno de nosotros les ayudamos a entrar y acomodarse. El incipiente apetito y la larga espera habían ido mellando los prometedores comienzos. Su llegada reavivó los decaídos ánimos.


        Aprovechando los efluvios alcohólicos del bullicioso apostolado  sureño, inicié uno de mis conocidos salmos, esperando contestaran todos como si de una sola voz se tratara, pero justo en el momento en que tenía que entrar la coral, apareció el “ Tiraduros” ante nosotros, “ El Altísimo”, con su larga túnica blanca y su angelical sonrisa, se dirigía con los brazos abiertos hacia nuestra desordenada reunión, traía consigo ese halo de santidad que tanto me molestaba y, desde su considerable altura, nos contemplaba al igual que el pastor de rebaños hace con sus desperdigadas ovejas. Nada más darnos cuenta de su presencia, todos o casi todos fueron a su encuentro, le abrazaban y besaban. Él, displicente, se dejaba querer. Sin detenerse pasó hacia el interior, donde ya los Shimenostein preparaban una alargada mesa para trece comensales.


         Nos invitó a sentarnos mientras pedía pan y vino para todos. Yo propuse ocupar una gran mesa redonda que presidía el otro extremo del amplio local, me pareció más acogedora y podríamos vernos todas las caras mientras charlábamos, pero cuando me quise dar cuenta, mi petición había sido desestimada y estaba sentado en una de las esquinas del tablero, y el más alto de los nacidos en Arimatea, en el lugar principal de la incómoda mesa.


        La cena la pagaba Él, pero desde luego se la cobraba con creces, hablaba y hablaba y no paraba de preguntar, lo único que agradecía de mi descolocado sitio, era que desde allí apenas entraba en la molesta conversación.


        Como si escuchara mis pensamientos alzó la voz y con tono solemne anunció: “En verdad os digo, que, aunque yo pague esta suculenta cena, alguno de vosotros no lo agradecerá”.

        ----Coño con el pedante, si quiere, le hacemos una falla---pensé para mis adentros.

        “El Pelucones”, al que no le gustaba se cuestionara al grupo preguntó: ¿Por qué dices eso                                                          Maestro? Sabes que todos te queremos y agradecemos tu gesto.

          Si, pero hoy, antes de los cafés, uno de vosotros me la jugara.


          Al oír esto, “El Peñitas” que se sentaba a mi lado me susurró con desencanto: “¿Los cafés ya? Es verdad que este pan de Caldea y el vino de Gaza son excelentes, pero para seguir convirtiendo almas convenientemente yo necesitaría algo más sustancial para nuestros terrenales cuerpos”.


       Para alivio del apóstol isleño y de algún otro que empezaba a fruncir el ceño, nos sirvieron un torrado y empalado cordero lechal que repartimos lo mejor que pudimos entre todos; aún sin ser intencionado, en estos repartos, ya es sabido que cuanto más te alejas del epicentro del evento más exigua es la ración.


      Definitivamente estaba cargante y siguió con sus monsergas durante toda la comida. Yo le tenía cogido el aire y, cuando se ponía trascendente, lo mejor ere seguirle la corriente y no contradecirle.


         Desde mi camuflada esquina, escuché sin prestar demasiada atención, como cada uno de nosotros le íbamos dando el balance y como Él anotaba en un pequeño pergamino, sus propias conclusiones.


       Pausadamente, como recreándonos en la suerte, fuimos dando cuenta de nuestras raciones y, cuando estaba a punto de tocarme el examen oral y mi mente trabajaba ideando fantásticas y difíciles conversiones, se le oyó en un tono quejumbroso: “Disculpar un momento, pero el aderezo del asado ha aflojado mis intestinos, en seguida vuelvo. Pedid el café”. A toda velocidad traspuso hacia las cercanas letrinas, con un inconfundible y sonoro jolgorio de tripas descompuestas.


       En ese momento entró el mozo de la fonda papiro en ristre y sonrisa invitadora, como solía ser costumbre por aquel tiempo en aquella parte de Judea: “¿Tomaran postre los profetas?


       Salté como si accionaran un resorte bajo mis pies, se hizo la luz en mi cabeza, no reflexioné:” Rápido, el material y café para todos, antes de que vuelva. Sin Él somos doce. ¡¡ Tres mesas!!”




Continuará…

El desenlace el próximo viernes                                


Comentarios