CANTAR DE LOS CANTARES (Parte 2)

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Anthon pareció que aguardara una ocasión así. Transigió durante años con las pequeñas faltas del melodioso cantor, pero no estaba dispuesto a consentir una actitud disipada y lujuriosa en su abadía.

        Se erigió en acusador, defensor, juez y verdugo; reunió a todos los frailes en la inmensa biblioteca y, tras un juicio duro, limpio y cruel expulsó al hermano Joselim de la orden y, con ello, de la abadía. De nada valieron todas las voces que se alzaron en su favor. Para el recto prior, el pecado cometido contra el voto de castidad era inadmisible e imperdonable, pese a intuirse por la postura adoptada por los otros hermanos que no era la primera vez que sucedía un hecho semejante, además de no ser el único que recibía visitas nocturnas en sus celdas. En los corros parlantes, se criticaba más que el pecado en si mismo, la falta de prudencia del descuidado cantor.

       Un día cualquiera, con las primeras luces del amanecer, le hizo traspasar la puerta de la abadía. El desterrado frailón infundía piedad vestido con su viejo y ajado hábito. Llevaba sus pocas pertenencias en un pequeño zurrón y las sandalias eclesiales que calzaba, tan cómodas y prácticas entre las viejas paredes, se adivinaban como una rémora para aquellos pies tan poco acostumbrados al sufrimiento.

       Fray Joselim se arrodilló ante su abad intentando, por última vez, ablandar su duro corazón; pidió perdón por todos los pecados pasados prometiendo propósito de enmienda, rogó que al menos le dejaran cantar en su querido coro los días en que se permitía entrar a los fieles. Todo fue inútil.

       El recto abad denegó con la cabeza todas sus suplicas, dibujó una cruz con su largo dedo corazón en el aire, profirió un corto latinajo y, sin mas dilación, giró sobre sus talones, entró en la abadía y cerró la puerta tras él.

       En los pícaros ojos del desterrado se agolparon las lágrimas, pero éstas, como amparando una contenida vergüenza no cayeron, quedaron balanceándose en sus párpados. Se incorporo pesadamente e inició su camino hacia ninguna parte. Tras el santo portón, el celoso abad, observaba como la triste y oronda figura se perdía por el sinuoso sendero.

       Nunca más se supo del irreverente monje, pero desde su marcha, el coro no volvió a ser el mismo, ni la vida monástica igual. La abadía perdió, poco a poco, su bien ganada fama y con insospechable rapidez, su prosperidad.

       Como todo relato santo, el punto final lo puso el Sumo Hacedor, que, en una de sus caprichosas e indescifrables decisiones, hizo llamar ante su presencia, una vez cumplida su etapa terrenal, a los dos monjes al mismo tiempo.

        El rígido abad, austero, pero impoluto en su hábito, contrastaba con la tosca y desaliñada figura del fraile cantor.

       Ambos esperaban expectantes, pero, mientras uno irradiaba tranquilidad y sosiego augurando el premio divino, el otro se movía nerviosamente, presintiendo que en breve comenzarían sus males eternos.

      El Padre que estaba con el Hijo, se dirigió al más santo con su potente y timbrada voz: “Agradezco cómo me has servido, cómo interpretaste la letra de mis escritos y por ello, desde ahora, te encargarás del registro celestial, controlarás las entradas y lo actualizarás regularmente, sé que cumplirás con solvencia este cometido”.

       El abad con un inicio de reverencia, agradeció su nueva responsabilidad, mientras su mente empezaba a imaginar el ingente trabajo que le deparaba la eternidad.

       Fray Joselim entendió que ahora le tocaba a él y se dispuso, cabizbajo, a escuchar la reprimenda celestial.

       El más grande entre los grandes le habló con la misma voz, pero ahora, además, trasmitía ternura: “Fray Joselim, tú no entendiste la letra de mis escritos, pero les pusiste música, y ésta traspasó muros y fronteras aliviando las penas de los más infelices entre los mortales y ensalzando mis olvidadas enseñanzas terrenales. Por ello, desde ahora, permanecerás entre mi hijo y yo, inmortalizándote por los siglos de los siglos como ave canora y tus cantos resonaran eternamente en la bóveda celestial, para gozo y deleite de los que aquí vivimos.”


      CONSIDERACIONES DERIVADAS DE ESTAS DECISIONES:

       Desde entonces, en la religión judeocristiana, se han tenido en cuenta estas disposiciones protocolarias divinas y se intercaló, en muchas representaciones gráficas de los libros sacros, el ave en cuestión, causando graves confusiones de índole ornitológica y de sucesión, presentes aún hoy en día. Téngase en cuenta que, en el siglo XIV, todas las aves menores se pintaban parecidas, no distinguiendo ilustradores y hagiógrafos a la hora de su representación entre canoros canarios o pacíficas palomas.

      Tras estas puntualizaciones, parece demostrarse que el ave interpuesta entre ellos no es esa virginal paloma que ha creado tanta controversia entre los ginecólogos de todos los tiempos. Así como parece definirse con claridad, el origen de los coros celestiales y sembrarse en las leyes divinas, una razonable duda sobre la conveniencia de la literal aplicación de las reglas y que las posibles consecuencias que se deriven de ellas, estén siempre sujetas a “cristiana justicia”.

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