LOS INSOBORNABLES DE SOMANANGA

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Joe Martinesse, Ric Mazas y Chuck Carpena, formaban la primera brigada antivicio de la ciudad de Barranquilla. Para situarnos, era algo así como pertenecer a los motorizados “Ángeles del Infierno” en la ciudad del Vaticano.

   Eran tres supervivientes, tres veteranos que habían realizado en los Estados Unidos de Norteamérica, el duro curso de entrenamiento, a la vez que mejoraban su macarrónico inglés y confiaban en doblar, por lo menos, sus famélicos sueldos. Lo malo de todo aquello, es que se suponía debían cumplir con du difícil cometido, y los objetivos prefijados por la CIA, cuando se discutían en las confortables salas de reunión parecían logros factibles, ahora, sobre el campo de operaciones en la peligrosa realidad, todo era distinto y ninguno parecía seguro de como respondería ante la inminente acción.

   Chuck era el detective jefe, así que debía tomar la iniciativa. Con resuelto ademan, invito a sus compañeros a seguirle y dirigieron sus pasos hacia su primera misión especial. El punto de encuentro era un enorme edificio que se iluminaba y se apagaba a tramos, formando insinuantes siluetas de mujeres y sugerentes llamadas a la diversión.

   El antro era conocido como “El Conejo Asustado “. En la ciudad de Barranquilla, en lo único que se había alcanzado el máximo refinamiento y el reconocimiento extranjero, era en locales de esta catadura.

   Traspasaron por separado el umbral y ocuparon posiciones estratégicas en el repleto tugurio. Ahora solo tocaba esperar.

   Joe sudaba copiosamente y frotaba sus manos con nerviosismo. La despampanante y desvestida rubia que se había sentado a su lado, le miraba sin ningún recato, mientras posaba una de sus manos en uno de sus muslos y le mascullaba insinuantemente al oído, si quería un poco de diversión. Estaba de servicio, pero no era su estilo resultar antipático, así que acomodo su voz tratando de ser ocurrente en su contestación, sonrió estúpidamente y concluyó con una esperanzadora proposición: Tal vez en otra ocasión. Mientras respondía, sus ojos se perdían en el generoso escote de la sugerente dama.

   Ric, sentado en un taburete frente a la larga barra, bebía con placer indisimulado un enorme combinado repleto de hielos. Chasqueaba sus labios tras cada sorbo, intercalando caladas de su inagotable rubio americano. Disfrutaba y aguardaba.

   En un segundo plano, en un oscuro y privilegiado rincón, el único que parecía expectante y listo para la acción era el jefe de la brigada, Chuck Carpena. Permanecía sentado, inmóvil y con sus inteligentes ojos fijos en todas las partes a la vez. Esperaba se sucedieran los acontecimientos que les había delatado, un inesperado chivatazo policial.

   Transcurrió casi una hora y, cuando su paciencia empezaba a flaquear, ocurrió lo esperado.

   Se apagaron las luces principales y un tableteo de arma automática apago los demás sonidos. Al momento, sucedió un denso silencio, solo interrumpido por la gente que, atropelladamente, se echaba al suelo y por la melodiosa canción de Julio Iglesias, que en esos momentos brotaba de los altavoces.

   Una vos segura y zumbona tranquilizó   a los caídos: ¡¡Que nadie se alborote!! Esto ocupa solo a los interesados, permanezcan quietitos y no les pasara nada.

  Joe, en su apresurado viaje al pavimento, arrastró a la despampanante rubia que había permanecido junto a él, distante y aislada, durante el tiempo de espera. Eso no fue impedimento para que, por la cabeza del intrépido agente, hubieran pasado las más tórridas escenas de desenfrenada pasión, lo que motivó un ligero y molesto repunte en los holgados pantalones del imperturbable defensor de la ley. Una vez en el suelo, caballerosamente la cubrió con su cuerpo de cualquier peligrosa contingencia e inconscientemente agradeció, que su improvisado colchón fuera tan acogedor y mullido. Solo lamentaba que, pese a los esfuerzos mentales que hacia para mantenerse frio, notaba con vergüenza que la incipiente virilidad se tornaba lenta, pero irremisiblemente en, desaforada y comprometedora realidad.

   Ric, cay o junto a la barra y había interpuesto su taburete como si de una barricada se tratara. Su mano reposaba en la culata de su “star”, que no había desenfundado esperando acontecimientos. Mientras, hacia un mental y minucioso estudio de su situación; retaguardia cubierta por un enorme gordo que permanecía inmóvil y actuaba como si se tratara de un protector saco terrero; al frente, el taburete, a un lado, la barra, y al otro, una mesa que le hubiera gustado ajustar mas a su posición, pero que no se atrevía a mover por no llamar la atención sobre su pertrechada persona.

   El único que no se movió y permanecía, frio y oculto, en la penumbra de su estratégico rincón, era Carpena. Con su habitual sangre fría y cerebro calculador, había sintetizado la situación casi en el mismo momento que se producía: eran seis hombres armados con armas automáticas, y un séptimo, sin duda el jefe, que se movía entre los cuerpos caídos buscando a alguien concreto y que, presumiblemente, corría un grave peligro.

   Transcurrieron unos tensos instantes hasta que, el que parecía el jefe, volteo con su pie uno de los cuerpos y dijo con satisfacción: Aquí está el pendejo.

Ahora estaban seguros, la información del soplón era exacta y, allí mismo, ante sus ojos, se iba a perpetrar un ajuste de cuentas entre dos de los más importantes carteles de la droga colombiana.

   Joe estrechó con más fuerza a la rubia, Ric engarzó su dedo corazón alrededor del frío gatillo y Chuck, tensó sus músculos de acero, presto a saltar sobre sus presas.

   Se acercaba el desenlace. El descubierto suplicaba en el suelo, mientras trataba de cubrirse infructuosamente todo el cuerpo con brazos y manos. Las miradas que no estaban fijas en el suelo, se habían vuelto hacia el y esperaban, no sin cierto consuelo al saber que no eran ellos los elegidos y, que se diera fin a tan embarazosa situación.

   Lo que no imaginaban los brutales asaltantes es que, en la escena del presunto crimen, se encontraban los insobornables de Somananga (ciudad donde habían nacido los tres y conocido semillero de héroes americanos).

   Fue visto y no visto, el presunto jefe desenfundó un enorme pistolón de su sobaquera y sin mediar palabra, descerrajó un tiro, que mas bien pareció un cañonazo, a un palmo de la cabeza del infortunado. Pareció un aviso. Al unísono, desde la posición vigilante que ocupaban los otros tres sicarios, se volvieron y comenzaron a disparar ininterrumpidamente, sobre el descabezado cuerpo, convirtiéndolo en un amasijo de carne sangrante.

   La confusión que produjo tal exceso de disparos en el abarrotado local, fue grande y, casi todos los presentes creyeron llegado el fin de sus días.

   Joe, instintivamente, volteó a la aplastada rubia y la puso sobre si. Ric apretó su cara contra el asiento del taburete y rezo para que el resto de su cuerpo, tuviera suficiente cobertura. El gélido Chuck, con su proverbial estoicismo, contemplaba la cruenta escena sin mover un solo musculo de su cuerpo y con la completa seguridad de que la penumbra en su rincón era total. Nada le podía delatar, la ropa que llevaba era oscura. De repente, una señal de alarma se disparó en su preclaro cerebro…. ¡¡ El blanco de sus ojos!! Fue como un destello, una rápida orden partió de sus neuronas y al instante cerró los ojos. Su fantástica capacidad de reacción le había salvado otra vez la vida.

   Tras el estruendo y el miedo, el silencio. Poco a poco, los asustados asaltados fueron recobrando la compostura al comprobar que estaban otra vez solos y comenzaron a incorporarse lentamente, recuperando su posición de orgullosos primates, a la vez que se tocaban el cuerpo para asegurarse que permanecían ilesos.

   Joe aflojó su presa y se la quitó de encima con dulzura. Ric se levantó y viendo el resto de su copa en la barra, la vacío de un trago. Chuck abrió los ojos con inusitada violencia y, al instante, con su privilegiada inteligencia diseccionó la situación; todo había terminado. Se levantó con felina agilidad y dirigió una imperativa mirada a sus subordinados. Con un leve gesto, solo apreciado por sus compañeros, les indicó que le siguieran.

   Joe se aparto definitivamente de la esplendida rubia, con una mirada que parecía esconder perdones y agradecimientos. Ric salto por encima de su trinchera y, desde el otro lado comprobó con satisfacción el resultado del trabajo bien hecho. Chuck, con ligereza, se encaminó hacia la salida y, casi sin darse cuenta, caminaban los tres juntos, en silencio, hombro con hombro, por el ancho y concurrido bulevar.

   Carpena en el centro, con su perspicaz mirada, entretenida entre la multitud de paseantes, se dirigió a sus hombres con una lapidaria frase: No hemos podido hacer más. Caso cerrado. Ambos asintieron con sus cabezas mientras Martinesse observaba disimuladamente y con embarazosa preocupación, la indiscreta mancha que adornaba la entrepierna de su antes impecable pantalón y Mazas, con recuperado entusiasmo y como saliendo de un sueño, proponía tomar la ultima copa en casa de “La Collaritos”.

   Les pareció bien la idea y dirigieron sus pasos hacia el nuevo destino.

   Mientras, el crepúsculo se apoderaba lentamente del largo día. Viéndolos de espaldas, caminando con sus seguros e implacables pasos, un mensaje quedaba flotando en el aire….

                              “La ciudad de Barranquilla, al fin, podía dormir tranquila”

  Cualquier noche, en cualquier lugar, como si de una brigada fantasma se tratara, pueden aparecer los insobornables de Somananga. Si es así, no pierdan los nervios, relájense y dejen que se sucedan los acontecimientos.

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