VACUNACIONES EN VACACIONES

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El viaje había resultado de lo más incómodo. El viejo avión fletado por la ONG para transportarlos hasta Sagisdan (pequeña república del África Central) tenía lo imprescindible para mantenerse en el aire. Él ya sabia a que se exponía, por eso había escogido esa modalidad de vacaciones, no iba a hacer turismo, no tendría comodidades, pero no pudo impedir las inevitables comparaciones. Había recorrido el mundo en los mejores aviones de las mejores compañías y siempre en primera clase. El cuatrimotor con el que pasaron de Europa a África, no tenía nada que ver con la aviación actual.

     Ahora que ya se sentía seguro, no le importaba confesarse a sí mismo que había hecho una mala travesía y pasado un poco de miedo, mejor, algo más que añadir a su altruista experiencia.

     Después de un aterrizaje sin incidentes, les habían conducido hasta un destartalado camión en el que llevaban hechos varios cientos de kilómetros por las mas infectas carreteras que hubieran maltratado nunca sus huesos.

     El conductor, un nativo, en cada una de las paradas que hacía, lanzaba un grito gutural indicando un nuevo destino. A continuación, el acompañante veterano de la ONG leía de su tablilla el nombre o los nombres de los que descendían en aquel punto.

     Por lo que había entendido, él bajaría en Montuenbai a casi seiscientos kilómetros de la capital y según parecía era el único en ese lugar.

     Mientras iba en el camión, había pensado en la cara que pondría su familia y sus amigos cuando abrieran el sobre que dejó explicando donde estaba; lo llevó en secreto para evitar que trataran de disuadirle. Las veces que hizo comentarios al respecto, siempre recibía una sonrisa llena de incredulidad por respuesta. ¿Qué dirían ahora sus amigos? No se atreverían a emplear ese tono peyorativo que usaban cuando se referían a él con el término “yupi”.

     No tenía la culpa de ser un triunfador. Ahora demostraría que, además de un hombre con bemoles, poseía inquebrantables valores sociales. Para sus hijos se convertiría en un héroe y a su mujer, se le borraría la estúpida risita de la cara. Cada vez que dijera que iba a emprender una arriesgada empresa, le creerían y en consecuencia, se alarmarían. De hecho, le gustaba pensar que todos estarían un poco preocupados por su valiente e inesperada decisión.

     Estaba seguro de poder ser útil. Aquellos muchachos de la ONG eran gente con espíritu, pero con poco sentido de la realidad. Ya tenía varias ideas y en cuanto se asentara y cogiera confianza, pensaba desarrollarlas. Sólo iba a estar un mes, todo su periodo vacacional, pero aprovechando bien el tiempo, sería tiempo suficiente.

     Allí hacía falta organización y él, de eso, sabía bastante. Tenían suerte de contar con un hombre con su preparación, graduado con honores por Yale, en economía, varios másteres de dirección, tres idiomas y uno de los futuros mas prometedores de la banca nacional.

     Una de las cosas que mas le preocupaban era como hacerse entender; su alemán y su inglés probablemente no le servirían de mucho allí, pero confiaba en su intuición y en su don de gentes y sí aquellos entusiastas muchachos se hacían comprender, él también lo haría.

     El camión se detuvo bruscamente, escuchó de la voz del nativo su destino y descendió atléticamente, de un salto, sin bajar la trampilla quitamiedos, se despidió con un gesto militar, de los voluntarios que aun quedaban en el camión y esperó las órdenes del veterano organizador.

Éste dejó una pequeña nevera en el suelo y una mochila con sus enseres. Sin más explicaciones, le dijo: Haz lo que puedas. En la nevera hay dosis contra el paludismo, procura que las tomen, cuantos más mejor. Dentro de una semana volveremos por ti. Suerte.

El vehículo arrancó y se quedó allí solo, flanqueado por los dos silenciosos bultos. Sintió cierto desamparo, pero a él le habían enseñado a ser agresivo, superó el momento de debilidad, levantó el equipaje y echó a andar.

     Cerca había una aldea y, en ella alrededor de una humeante hoguera yacían los que parecían los únicos habitantes de aquel lugar. No serían más de cincuenta, la mayoría mujeres y niños. Según se acercaba, observó que apenas se movían y adivinó que era por la debilidad. La extrema delgadez de todos le recordó las imágenes impactantes, tantas veces vistas en su televisor.

     Del grupo, se levantaron dos nativos. Uno, el mas alto, avanzaba con paso firme a su encuentro. Su mirada interrogante y a la vez esperanzada. Al llegar delante de él, hizo con la mano el gesto universal con que todo hambriento representa gráficamente su necesidad.

     El voluntario altruista, con ademán decidido y ánimo confundido, se agachó y descorrió la cremallera de la nevera. Con las dos manos, extrajo la mayor cantidad de ampollas que pudo, y así, arrodillado como estaba, se las mostraba y ofrecía esperando estar dando alguna solución a su angustiosa petición.

     El nativo que había quedado en segundo plano, dejó caer pesadamente su cabeza con desconsuelo. Pero el que permanecía ante él, a la vez que lanzaba un inquietante y prolongado alarido, descargaba con una fuerza impropia de aquel depauperado cuerpo, la maza de guerra que llevaba en la mano sobre la cabeza del eminente y caritativo economista.

     Un brusco “craaack”, como cuando se desgaja una rama seca de un árbol, acompañó el final del golpe. Seguramente no sintió nada. Nadie supo nunca que fue de él. No se encontró ningún rastro.

     A la semana siguiente cuando pasaron a buscarle, el jefe indígena explicó que un extraño hombre blanco se había presentado allí y, después de dejar los cristales mágicos, marchó nuevamente hacia la carretera. No le vieron más.

     Si el voluntario que mandaron en su busca hubiera sabido algo de anatomía, sin duda, se habría extrañado de las finas y largas tibias que adornaban el peinado del jefe, así como de las oscuras tiras de carne seca que masticaban con enérgica fruición los juguetones y extrañamente vitales, niños del poblado.

     Como dijo su esposa a sus hijos en el funeral que le oficiaron en su pueblo natal:

     “ Para alcanzar la verdadera generosidad, hay que entregarse en cuerpo y alma.”

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