OÍR NÓLAJ. CAP. 1 - EL PRIMER VIAJE DE ZAINO

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Foto tejar (1)


Como todas las tardes, la pandilla de amigos había cumplido con el guion vespertino a la perfección. Salieron de la escuela, habían dado un beso a sus mamás, abuelos, tías, chachas y demás especies que, puntualmente, se daban cita en los alrededores del patio de la vieja escuela.

Ya saboreaban el momento más importante del día. El momento en el que quién no terminara rápidamente su bocadillo contribuiría generosamente a alimentar a los gorriones, que en gran número y enseñados por su experiencia, poblaban la Plaza de la Estación.


Zaíno era un niño de pelo muy negro a quien un jefe de estación venido del sur comenzó a llamar en clara comparación taurina, “Zaíno” y, claro, con el paso del tiempo sus amigos, como buenos niños, para ahorrar dificultades de pronunciación  y un golpe más de voz le quitaron la tilde, y para siempre fue Zaino.


El partido de fútbol estaba a punto de comenzar. Los gorriones, agradecidos y satisfechos, ya posaban en las resquebrajadas toperas; topes formados por bloques de hormigón del que sobresalen dos piezas metálicas para detener al tren; sufridos y pacientes con todo tipo de embestidas; topes amigos del vagón de pasajeros, de la máquina de fuel y la de carbón; topes comprensivos con el vagón maloliente que transportaba corderos o el vagón destartalado y ya inútil... El fiel tope siempre estaba ahí.


El informal campo de fútbol tenía un suelo duro, resbaladizo, debido a las infinitas gravillas que al clavarse en rodillas y manos dejaban un recuerdo de varios días. Se situaba entre una vía muerta, con su correspondiente tope, “¡cuántos pantalones remendados por causa de aquel improvisado “esbarizaculos”! y un almacén que nunca vio nadie abierto. Zaino pensaba qué sería una vía muerta. Cuando supo que era por la que no circulaba ningún tren, que por eso no tenía  vida, el chaval le daba vueltas a que, curiosamente, en  las  vías muertas es donde más vida se observa: hierbajos de todo tipo, lagartijas, hormigas… No se creyó nunca lo de las vías muertas.


Le llamaban el campo de fútbol del vagón, pues allí, en aquella “vía no muerta” y durante dos días al mes, muchos ferroviarios, cuñados de ferroviarios, amigos y amigas de los cuñados de ferroviarios podían llenar sus despensas a precios más bajos que en las tiendas del pueblo. Un par de vagones por los que pasear discutiendo sobre los precios del azúcar o el aceite casi suponía una obligación.


El campo del vagón registraba esa tarde media entrada: un grupo de señoras de mediana edad, “¿qué es eso para unos niños de nueve años?”, paseaban conversando de sus cosas o, mejor dicho, hablaban caminando de cosas del vecino. En el viejo tope algunos niños más pequeños no prestaban atención al espectáculo, al fin y al cabo no era su espectáculo. Sobre la pared del desvencijado almacén, una cuadrilla de ancianos liaban sus cigarros comentando que si no llovía en las próximas semanas, mal asunto para los agricultores. En el andén, unos pocos viajeros entretenidos en mirar sus billetes o, continuamente, el reloj verde de números romanos. Sobre el último banco del andén, un mendigo daba cabezadas sin que ello supusiera un problema para que de la botella que agarraba con las manos no derramase ni una sola gota.


El comienzo del partido coincidió con el pitido lejano de la máquina Mikado que, muy lentamente, asomaba por la recta de la estación.


Transcurría el juego sin sobresaltos: sólo un ojo morado, alguna rodilla maltrecha y ciertos empellones por culpa de un fuera de banda que debía sacar quien había cogido la pelota primero, como debe ser.


El balón del Tanis era muy bueno, el mejor de los pocos que había. Botaba  lo suficiente como para que cada vez que subía fuera disputado por cinco o seis chicos. Lo importante de un balón, a esa edad, es que bote bien alto, nada más.


¡Qué jugada llevaba Pascual Cejudo, “El Cejas”! Había dejado atrás a casi todos, pero Pita no estaba dispuesto a encajar el primer gol de la tarde. Golpeó el balón con toda su alma y la puntera, por supuesto. Botó en el primer andén y tras rebotar en la parte superior de la ventanilla, se coló en aquel departamento del segundo vagón.


Habían ocurrido muchas anécdotas jugando al fútbol y el caprichoso balón terminaba en cualquier insospechado lugar. Cuando caían al río, cuyas aguas transcurrían en paralelo a las vías del tren, los amigos lo pasaban mejor buscando el balón que jugando con él. Otros balones habían sido reventados por los trenes, pero nunca se había colado en un vagón de pasajeros.


Tenían que hacer algo y rápido. Zaino, velozmente, fue el primero en subir al vagón. Le siguieron Pita y Tanis. Ya dentro del departamento buscaron arriba y debajo de los asientos. Allí no estaba el balón. Pita salió al pasillo, observó cómo charlaba animadamente una pareja de jóvenes junto a una señora que portaba una gran caja de galletas adecuadamente atada con cuerdas. Anduvo varios pasos, ni rastro del balón.


El martilleteo de los visitadores, que eran los encargados de visitar en cada estación las ruedas de los trenes y revisarlas, hace algún tiempo que había cesado y ahora lo que se oía era el silbato del jefe de estación, anunciando que el tren partía y, efectivamente, comenzó a moverse.

Cuando vemos el tren desde fuera, qué lentamente avanza, pero si estás subido en él, cada instante de duda se multiplica la velocidad.


Vieron pasar desde la puerta, la sala de espera de viajeros, el despacho del factor, la sala de equipajes, el reloj verde, los cuartos dormitorio, el jardincillo, las casas de los ferroviarios… Demasiado rápido como para intentar bajar y lo suficientemente lento como para que pudieran ver los tres al resto de compañeros levantar las manos y abrir los ojos, tanto como cuando veías sacar la vara de roble al maestro.


El  viaje  había  empezado, aunque no estaban solos. El pobre de la estación se acomodaba en un lugar cerca de la ventanilla. Fue casi más impresionante que ver la amenazante vara de roble del maestro. La mirada tranquila y sus gestos pausados hicieron que pronto supiera lo acontecido y surgiera una charla entre ellos. “Era necesario mantener la calma”, dijo. Sin duda, el tren pararía en la próxima estación y podrían tomar un tren de regreso que los devolviera a su pueblo antes de anochecer.


Le preguntó Pita que adónde se dirigía y la respuesta fue sorprendente:

-Yo soy como vuestro balón: voy, vengo, me paro, vuelo y también desaparezco.


El tren viajaba a su máxima velocidad, mientras el río parecía descansar sobre la llanura, después de serpentear por el valle en el que se asentaba el pueblo de los amigos.

- Nunca pensé que el río fuese tan grande –comentó Pita con cierto asombro.

- Oír Nólaj, Oír Nólaj, inmenso Nólaj...

- ¿Cómo dices, pequeño? –preguntó el pobre.

-Son... es... es una contraseña nuestra sobre el río, nada, nada –se apresuró a decir Zaino.


El misterio del balón seguía sin resolverse y nadie se explicaba dónde podría estar.

Tanis estaba nervioso pensando en la bronca que le soltarían sus padres si se enteraran del lío en el que se encontraba.


El señor pobre nos sugirió que lo mejor sería ir en busca del revisor para que interviniera en el caso, quizá por eso le llamaban interventor. Ni hablar del asunto. No estaba ninguno de los tres de acuerdo con ver al revisor. El jefe de la próxima estación llamaría probablemente a sus padres, y ahí comenzaría el problema. Más inquietantes varas de roble pasaban por sus mentes.


La ley de Murphy se cumplía inexorablemente: un señor vestido de azul, con gorra y un aparato extraño en la mano acababa de hacer su presencia en el vagón. Zaino lo vio entrar al primer departamento y escondió rápidamente su cabeza azabache para comunicar la desagradable noticia a sus amigos.


“¿Qué podemos hacer?” –pensaron.

Ojos abiertos, sudor frío, vara de roble…


La puerta del compartimento se abrió.

-¿Su billete, por favor? –pidió con naturalidad el de la gorra.


En los oídos de Zaino la frase resonó como algunas otras:

-¿No has hecho los deberes? –su maestro.

-¿Qué hora es esta de llegar a casa? –su padre.


El señor de azul “invitó” al señor pobre a apearse en la próxima estación. Quedaban sólo unos minutos para llegar. Cuando se hubo cerrado la puerta,  bajaron de aquel hueco protector situado justo encima de la puerta corredera de la entrada. Pudo haber mirado... pero no lo hizo. ¿Quién iba a viajar con un mendigo?


El tren perdía velocidad, casi estaba parado cuando se dirigieron rápidamente en sentido contrario de donde se encontraba el revisor con el señor pobre. Descendieron despacio, como les había indicado. Se encaminaron hacia el último banco de aquella desconocida estación. Poco después, el señor pobre        se reunió con los tres. Le agradecieron sus consejos y que no les delatara.


Él debía continuar su camino hacia alguna parte, “porque todos los caminos llevan a algún lugar”, según les comentó.


Al rato, se despidieron de señor pobre y se apresuraron a subir al tren de regreso. Aquel hombre pobre se despidió alzando la voz:

- ¡Nunca dejéis de buscar ese balón!


Y, lentamente, el hombre se fue haciendo cada vez más pequeño. En el viaje de vuelta, Murphy no se salió con la suya y ni tan siquiera vieron al señor de azul.


Pisaron el andén de la estación de su pueblo y Zaino sintió que era ya muy mayor, muy grande. No por viajar sin la compañía de mayores en tren, sino porque sentía su tierra, su lugar, sus amigos, el Oír Nólaj, aquella estación… Por primera vez se sentía dueño de algo: dueño de sus sentimientos. Pensó que ya no abriría tanto los ojos cuando viera la vara de roble del maestro. Sólo era un trozo de madera.


Allí, apiñados en un banco de la estación, se encontraban el resto de la panda: Azu, la chica de los floristeros, el “Cejas” y Cati, que era la mejor jugadora de fútbol que podáis imaginar. Ya no quedaban niños pequeños, ni ancianos, ni apenas señoras de mediana edad. ¡Qué alegría, qué abrazos se dieron toda la cuadrilla! Ahí, en manos del “Cejas”, como un resplandeciente trofeo, quieto, el balón, el que va y viene, se para, vuela y... desaparece.


Les explicaron que apenas el tren había arrancado, un señor en la tercera vía apareció con el balón en sus manos. Se había colado por la ventanilla del pasillo que también estaba abierta y fue a parar a los pies del desconocido. Así de sencillo.


Según comentaron  los de la panda, a lo lejos, en el último banco del andén, llevaba sentado un buen rato ese señor.


Zaino se aproximó despacio, mirándolo atentamente. Aquella vieja y raída gabardina, esa poblada barba tan descuidada como blanca, unos ojos tranquilos que reflejaban no tener nada que perder ni que ganar... Zaino se dio cuenta que aquel no era un pobre hombre sino, un señor pobre y, con voz decidida, le dijo: ¡Gracias, señor!


Sin duda, Zaino y su pandilla, aquella tarde primaveral iniciaron el viaje de sus vidas. ¡Oír Nólaj!

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