ASESINATO EN EL SUD EXPRESS

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Renfe


Candela regresaba como cada viernes por la noche a su pueblo, Arcos de Jalón. Cada vez soportaba menos Madrid. Y eso que vivía en Ciempozuelos, pero pasaba demasiadas horas en la gran ciudad. “Con las ganas que tenía de marcharme del pueblo y lo que anhelo el regreso”, pensaba mientras miraba pasar las estaciones, con sus relojes, sus jefes de estación con la bandera roja y el ajetreo propio del inicio del fin de semana de inicios de los ochenta. Ya se había acostumbrado al olor a Sud Express, esa mezcla entre metal desgastado y feromonas de todas las razas humanas descalzas en un mismo vagón. Llevaba un mes tomando barbitúricos para poder dormir y un antidepresivo que aún no debía haberle causado el efecto deseado, porque siempre pensaba lo sencillo que sería sacar medio cuerpo por la ventanilla, un poco más, un poco más… y ya está, terminar con el tedioso trabajo, el acoso del jefe de personal, la mediocridad de sus amistades… ¿Acaso no podría viajar en la cabina del maquinista y decirle que desenganchara los vagones y ella sola se estampara a trescientos por hora contra cualquier tope o descarrilar en alguna vía muerta? Muerta Desde hacía un mes llevaba siempre hilo de bala en su bolsillo, un extraordinario, sutil y contundente hilo de cáñamo que le servía de amuleto,  a medio camino entre el cielo y el infierno, como una vía muerta, dos sentidos de la marcha opuestos….


Asun nació en Asunción, Paraguay. Pero su vida tampoco era nada guay. Qué insensatez haber matado a su marido delante de medio barrio de la Chacarita. Pero aquel cabrón se merecía más de los dos tiros que le descerrajó la paraguaya. Seis años de cárcel atenuados por la mala vida que le daba el marido bien merecieron la pena. Buena conducta en la cárcel y a mal vivir de casa en casa. Ahora limpiaba los trenes y le hacían descuento. Viajaba a Barcelona cada viernes con el único propósito de olvidar la celda de los últimos seis años. Tampoco era tan mala vida. Y total, por pegarle dos tiros a alguien que se lo merecía. Y cuánto hijo de puta habrá por ahí que los merece. Removió en el bolso, sacó su pitillera plateada y miró en el bolsillo interior el revolver Derringer con el silenciador perfectamente encajado. Sonrió mientras exhalaba complacida la primera bocanada de humo.


Pio Lenta era natural de Korea, de ascendencia filipina. Se hacía llamar Wan Wen. Cuando recibió la oferta de trabajo como camarera en España no lo dudó, hizo la maleta con dos pantalones y media docena de bragas, sin saber las veces que tendría que bajarse ambas prendas. “Mon Dieu… A esto jamais personne se acostumbra”, chapurreaba en un español-francés bien entendible. Ejerzo de prostituta, pero no soy ninguna puta. Ojalá no existiera la profesión, ojalá no hubiera hombres dispuestos a pagar por mis servicios. Que nadie se pase conmigo, que ya me he pasado yo misma con mi vida… Que nadie se pase porque no tengo nada que perder. Se echó mano al bolsillo trasero de su pantalón donde reposaba su navaja estilo sevillana de catorce centímetros de metal, adornada con las cachas de madera rojiza.


Juan Alberto Celades Kroos, conocido por Jack. A veces bromeaba diciendo, “soy Jack, el picador, el mejor revisor de toda la línea Madrid-Port-Bou. Nada más lejos de la realidad, Jack era un desgraciado ladronzuelo que aprovechaba cualquier descuido para adueñarse de un paquete de tabaco, una cazadora, un bolso olvidado… Sin duda, el haber sido objeto de abusos en la infancia le habían marcado decisivamente. Su inseguridad manifiesta y mezquindad alardeaban entre frases corteses y una sonrisa tan fingida como opaca. Los viajeros habituales ya lo conocían y apenas entablaban un “hola y adiós” al picarles el billete o sellar el  kilométrico, como era el caso de Candela.


- Hola, guapa… un poco más tarde y no te pico… el billete, quiero decir… –se insinuó Jack salivando como un perro ante la comida–. Enseguida llegamos a tu pueblo. Seguro que te esperará tu noviete en la estación y te llevará a algún lugar oscuro…

- Gracias –sonrió la arcobrigense queriéndole decir “vete a cascarla, picador, estoy harta de las mismas insinuaciones cada viernes por la noche.

- Lugar oscuro para tocarte, manosearte –insistió el interventor sudando copiosamente–. Ya sabes, princesa, tengo la llave de los lavabos… Nadie puede abrir y cerrar.

- Vete a cascarla –esta vez la joven balbució al mismo tiempo que un escalofrío recorría su espina dorsal–. “Por qué no tendré el valor suficiente…”. Se miró sus manos, las metió en el bolsillo, tocó el hilo de bala.


La panadera de Calatayud, Loli, no pudo estar más acertada al nombrar a su panadería “La espiga de Dolores”, por supuesto que se quedó con la Dolores desde aquel día, por mucho que insistiera en que la llamasen Loli.


- ¿Qué dice la Dolores… Loli? ¿A Calatayud? –preguntó el sinsustancia de Jack, el picador.

- ¿Adónde voy a ir, salao? Venga, pícame antes de llegar a Arcos, déjate de preámbulos…

Era la contraseña. Loli se fue al baño contoneando su trasero. Jack baboseó tras ella al tiempo que sus manos buscaban la llave maestra del baño.


Y, como cada viernes, casi a la misma hora y ante el mismo ritual primario, entre Medinaceli y Torralba se la picó Jack. Casi siempre les interrumpía el final del polvo alguna persona aporreando la puerta, “¡salen o qué!”.


Jack se recomponía y abrochaba la bragueta porque aunque solía contestar “estaba ayudando a la señorita, porque se había atascado la puerta”, en el fondo deseaba que todos supieran que se tiraba cada siete días a la panadera de Calatayud.


Y Loli se arrepentía y volvía a caer en la trampa de su propio cerebro. Hacía un mes que había ganado tres millones de pesetas a la lotería. Se sentía eufórica a ratos, le sobraba la pasta y el dinero. Porque Dolores estaba hecha de tan buena pasta como dinero y carnes embutía entre las diminutas faldas y camisetas ajustadas que lucía. Poderosa y vulnerable porque le faltaba lo que más ansiaba: amor. Sentía una atracción desmedida hacia Jack. Estaba poseída por una especia de hechizo, atracción sexual desde que el revisor le picó el primer billete allá por los primeros años setenta. Pero el desamor y las formas del revisor le hacían sentirse como una montaña rusa. Solo viajaba en tren los viernes. Iba a Madrid en el rápido de las once y regresaba en el famoso Sud Express. A las doce en Calatayud, como Cenicienta. Desde que montaba en Madrid hasta Alcalá de Henares no pensaba en Jack, pero en cuanto se aproximaba a Jadraque, Matillas, Baides… su desazón se incrementaba y ya en Sigüenza comenzaba a excitarse sin remedio. “¿Por qué no descojonaré algún día a este mierda? No sería difícil darle con el amasador en los huevos y dejarlo inútil para siempre. Me está matando…”.  Pero eso solo lo pensaba poco antes de llegar a Arcos y hasta su destino final, la ciudad de la Dolores.


Loli se retocó con la barra de labios, se colocó la mochila y sintió el roce de su rodillo-amasador metálico, que la acompañaba en sus viajes como talismán y arma defensiva al mismo tiempo.

El tren enfiló el llamado recorrido de la estación de Arcos de Jalón. Las luces a ambos lados de los andenes se hacían visibles y el chirrido de los frenos en las ruedas delataba la próxima parada de cinco minutos, como poco. El convoy formado por una veintena de vagones se detuvo. Los visitadores se afanaban con el martillo repiqueteando las ruedas y comprobando que todo estaba en su sitio. Jack solía bajar a saludar a su amigo jefe de estación. Aunque solo fuera a decirle alguna sandez.


Una docena de chavales se afanaban en buscarse la vida como intermediarios entre los viajeros y los bares de la plaza de la estación.


- ¡Eh, chavaaaa,  diez duros, tú traer cocacola y bocata tortilla… rápido!

Y los chavales solían cumplir, les traían su pedido y se quedaban cinco o diez pesetas de propina, una preciada recompensa.


Los menos se quedaban con el botín de las cincuenta pesetas, pero eran recriminados por algún colega:

- Vamos, no seas capullo, que estos moros hacen un viaje enorme…


Y otro grupillo siempre tenía dispuestos globos de plástico con agua anudados para cuando iniciara la marcha el tren lanzarlos entre risas pícaras a los pasajeros, que tampoco sentían agravio por los impactos debido al bochorno reinante.


El chavalillo lanzó el globo con la destreza que da hacerlo a diario. La ventanillas casi siempre y casi todas estaban abiertas para ventilar. El globo se coló en el pasillo e impactó en una persona. Al mismo tiempo resonó el pitido del jefe de estación y el de la locomotora. El tren inició pesadamente su marcha… Apenas había recorrido diez metros, se detuvo ante el sonido de la alarma de mano que había sonado. Jack, esa noche de agosto, no había bajado a saludar al jefe de estación.


- Socorro, auxilio… este hombre está muerto –dijo una voz anónima.

Ese hombre era Jack, el picador.


Los chavales se arremolinaron subidos al tope de la vía muerta de la estación. La farola les permitía ver lo que sucedía adentro.


- Lo has matado de un globazo, tío… igual se ha caído y se ha desnucado –acusó un mayor al crío que había lanzado el globo.


El chavalillo tragó saliva, pero no se descompuso.


- Dejen paso, por favor, ya está aquí la Guardia Civil –anunciaba el jefe de estación ante el alboroto de gente entrando y saliendo del vagón.

- Soy la Teniente Vega Lafuente, jefa de mando del cuartel. Permítanme.

La teniente subió y solo pudo confirmar la muerte de Jack.

- ¿Alguien ha visto lo sucedido? –inquirió a los que estaban a su alrededor.


Ante la negativa de los presentes, la Teniente Vega Lafuente hizo algunas fotos con su cámara instantánea y ordenó que nadie tocara el cadáver. Se agachó y comprobó que la camisa de Jack, además de contener varias salpicaduras de sangre por el fuerte golpe recibido en la cabeza, también se hallaba mojada de agua en su parte superior.


- ¿Quiénes beben agua en botella?

- Yo… moi aussi, y yo, y yo…

- ¿Quiénes estaban cerca de Jack, en el pasillo o dentro del compartimento?

- Yo…, moi aussi, y yo, y yo…

- Acompáñenme por favor, vamos a la sala de espera. Por favor, jefe, saque a todos los curiosos de la sala de espera, la necesito despejada para aclarar lo sucedió.


El jefe de estación manaba sudor por todo su cuerpo. Secaba su frente con un pañuelo y las manchas en ambas axilas se extendían sobre los antebrazos y parte del pecho. “La que me has liado, Jack”.


La solitaria sala de espera esperaba a los presuntos implicados. Cuatro números de la guardia civil custodiaban las dos puertas de acceso para que la Teniente Vega Lafuente empezara sus pesquisas.


- ¿Podrían mostrarme ustedes algún objeto, digamos… contundente,  que pudiera provocar la muerte de alguien?


Casi al mismo tiempo, las cuatro mujeres sacaron de sus respectivos bolsos y bolsillos el hilo de bala, la pistola, la navaja y el rodillo-amasador metálico…


Los cuatro elementos brillaron ante la mirada implacable de hito en hito de Vega Lafuente.


- Demasiado relucientes todos los objetos… ¿No los han usado en todo el trayecto?

Las cuatro negaron con la cabeza.

- Saben que no es legal portar este tipo de navajas o pistolas? El hilo de bala y el amasador tampoco es muy frecuente llevarlo encima…


Las cuatro asintieron con la cabeza.


- ¿Dónde se encontraba usted, Candela, en el momento del suceso?

- Estaba recogiendo mi maleta del portaequipajes. Como bien sabe mi destino es Arcos de Jalón.

“Mi destino es Arcos de Jalón”, pensó Candela. “Ahora lo tengo más claro que nunca”.

- Y su pantalón mojado de agua, ¿a qué cree que es debido?

- Se me derramaría el agua al coger la maleta, no sé –se encogió de hombros la muchacha.

- Usted, Asunción… ¿cuándo vio el cadáver de Jack?

- Lo vi caer al suelo como un saco de patatas, a unos cinco metros de mí. En ese momento, recuerdo que Candela me empujó levemente con su maleta y la señora china y varios pasajeros más se asomaban a la ventanilla. Lo sé porque yo también me asomé.

- Y el cuello de su chaqueta también está mojado…

- Será sudor o tal vez me derramara la chica de Arcos parte de su botella de agua.

- Señora Wen, ¿china o francesa?… ¿Lo he pronunciado bien? ¿Qué me cuenta usted del hecho y de que su camisa también tenga señales de agua reciente?

- Residente en España… Moi aussi de l´eau… Yo fumaba y de pronto sentí agua en la cara, el pitillo se apagó y cuando fui a pedir fuego a esta señora –se dirigió con la mirada a la panadera de Calatayud–, comprobé que el revisor ya estaba en el suelo.

- ¿Y usted, panadera…? Señorita Loli…

- Efectivamente, me salpicó agua a la camiseta y justamente cuando prendía chispa el mechero, escuché un bulto pesado caer al suelo. Pensé que era la maleta de Candela, pero era Jack, aún no puedo creer que esté muerto… –dijo Loli sollozando sinceramente.


La Teniente Vega Lafuente dio una decena de pasos lentos. Primero se dirigió hacia la taquilla, que aunque estaban las cortinillas semicerradas, comprobó la mirada escrutadora del ayudante del jefe de estación, el maquinista y otros dos ferroviarios del pueblo. Uno de los ayudantes, botijo en mano, bebió un largo trago de agua y el líquido se desparramó en su escote sudoroso.


Después, giró en redondo y se dirigió hacia la puertecilla del pequeño quiosco. Observó las portadas de las revistas de la semana, algunos cómics, las bolsas de pipas, caramelos y chicles…cuatro cigarrillos sueltos…Los libros, novelas, relatos… Reparó en uno de bolsillo. Ágata Christie, Asesinato en el Orient Express. Adivinó la cara de los curiosos tras los cristales… El ruido de la puerta de entrada a la sala de espera la devolvió a la realidad.


- Disculpe, mi teniente… tenemos un testimonio –indicó el cabo.

Dos chavalitos entraban con cara de susto.

- ¿Qué tenéis que decirme, chicos?

El más mayor habló por boca del pequeño.

- Este… este tiró un globo con agua al tren cuando… cuando… pasó lo que pasó…

Al momento, un reguero de orina recorría ambas piernas del pequeño hasta alcanzar las sandalias y el suelo de terrazo de la sala de espera.

- Muchas gracias, acompáñalo a casa, buenas noches.


A los pocos minutos, el Sud Express reinició su viaje.


El cadáver de Jack, el picador, yacía sin vida en uno de los cuartos de la estación. El jefe pasó un momento, se santiguó malamente y añadió: “La que me has liao, Jack”.


Candela alzó su mano, todavía con su hilo de bala entre los dedos, despidiendo a las tres compañeras de viaje. Las tres fumaban y echaban humo. Alzaron sus manos lentamente y esbozaron una leve sonrisa.


Candela dio media vuelta. La Teniente Vega Lafuente la asió con suavidad del brazo y en tono de total complicidad le dijo:

- Estos chicos, con sus globos de agua, cualquier día van a matar a alguien…



Ilustración: Noelia Martínez

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