CUENTOS PARA NO DORMIR LA SIESTA - EL PERRO DE LOS PASTELVILLE

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EL PERRO DE LOS PASTELVILLE


Me llamo Tomy, tengo nueve años y estoy gordo, la verdad. Algunos también me llaman gordo, simplemente. No puedo evitar merendar cada tarde un distinto tipo de pastel y eso no ayuda nada.


Cuando Andreas y Eleonor Pastelville llegaron al colegio, presentí que alguna desgracia iba a sucederme.


Andreas tenía más pecas que pepitas hay en una sandía. Unas pecas coloradas como el pimentón y unos dientes afilados como cuchillos de sierra. Desde que lo vi por primera vez pensé que tenía cara de lobo, con el azabache flequillo echado sobre los ojos hundidos y su maxilar prominente.

Eleonor poseía una mirada penetrante y cuando te miraba parecía que te clavaba una aguja de hacer punto. Nunca le escuché decir más de cuatro palabras seguidas. Su tez blanquecina contrastaba con su vestimenta siempre en tonos oscuros y ocres.


Los Pastelville llegaron al pueblo a mediados de octubre, la misma tarde que era imposible ver el cielo debido a la bruma que cubría el páramo.


Yo vivía al otro lado del páramo y debía atravesar cada día La Senda de la Niebla, que separaba el colegio y mi casa.


A mitad del recorrido, la sangre se me heló. Los ladridos de un perro resonaron a pocos metros de mí, entre unos matorrales de enebro, cerca del canal que transcurría paralelo al caminillo.

Mi pulso se aceleró y mis pasos, también. Los ladridos aumentaron de intensidad y comencé a correr todo lo que pude, que no era demasiado, porque notaba como si tuviera un pesado yunque adosado al culo.


En la mano derecha llevaba mi pastel de queso fundido con frambuesas y moras, que salió disparado al primer acelerón. No sé cuánto tiempo estuve corriendo. Quizá batí el récord de los ochocientos metros lisos con mochila, en la categoría infantil de pesos pesados. Al llegar al gran roble, que daba paso a un grupito de casas de granjeros, detuve la marcha porque dejé de escuchar los ladridos y mi corazón ya no daba más de sí.


Llegué a casa, hice los deberes, cené y me metí a la cama. Durante la noche no paré de sudar, escondido bajo las sábanas, escuchando aún los terribles ladridos del enorme perro que me había perseguido por el páramo.


Al día siguiente, y al siguiente, y el día después… y así todas las tardes del mes de octubre. Cada tarde más brumosa y oscura, húmeda y gris como el humo de las chimeneas que ya comenzaban a encenderse por aquella época del año. Y cada tarde se repetía la misma historia: los ladridos, el pastel que caía de mi mano, la carrera hasta el gran roble… las pesadillas a medianoche, el sudor frío.


El primer día de noviembre no había clase y me dediqué a hacer el experimento que podía librarme de la pesadilla.


Llegada la tarde del dos de noviembre, las campanas tañían por ser el día de los muertos. Y muerto de miedo me sentía, como cada tarde. Casi contaba los pasos y los latidos de mi corazón hasta que comenzase a ladrar el temible mastín.


Y sucedió: ¡guaauuuu, guauuuu!


Eché a correr como las rápidas almas que dicen que se lleva el diablo. La mochila sobre las costillas, pero aquella tarde se me había olvidado el pastel de chocolate con manzana y no tenía nada que tirar al suelo. Pensé que era el fin. Probablemente, si el perro se detenía cada día y no era capaz de alcanzarme era porque se comía mi ración de delicioso pastel.


¡Hoy yo sería su merienda!


Quizá fuera el tañido de las campanas lo que asustara a la fiera para que dejase de ladrar. Quizá fuera también lo que me infundió valor para detenerme en seco.


Volví tras mis pasos con tanta cautela como me fue posible. Era el momento de comprobar mi experimento. Descalzo vadeé el cauce del canal. Ya estaba en la otra orilla cuando observé dos sombras: ¡eran los Pastelville!


Entonces saqué la grabadora y la conecté al máximo volumen a tan solo medio metro de ellos, pertrechado detrás de las matas de enebro.


Los dos hermanos saltaron literalmente del suelo y echaron a correr batiendo mi propio récord.

Al verlos marchar, comprobé la gran cantidad de pasteles que contenía una enorme caja metálica.

Al día siguiente, en el recreo, les pregunté si sabían algo acerca de un gran perro en el páramo que estaba asustando a los niños.


Al principio, los dos hermanos negaron con la cabeza.


Eleonor animó a Andreas a decir a verdad. Su perro salchicha solo comía dulces y como desde el primer día observaron que mis meriendas siempre consistían en pasteles, vieron la forma de que su perro merendase gratis.


Desde entonces, los Pastelville y su perro fueron amigos. Los dos hemos variado la dieta y nos va mucho mejor comiendo bocatas y frutas. Yo he adelgazado doce kilos, no estoy gordo ni me llaman gordo, pero confieso que algunas noches brumosas continúo soñando con terribles aullidos de mastín y algún pastel de merengue.



@ilustración: Teresa Fudio Delgado

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