CUENTOS PARA NO DORMIR LA SIESTA - ​DOCTOR YÉKIL Y MISTER GIL

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Era el gran día. El partido de mi vida. Para ello había trabajado muy duro desde la mitad del verano.


Recuerdo el primer día de entrenamiento en el que conocí al míster, Míster Gil. Confiaba en mí, en mi calidad técnica y talento para organizar el juego, pero me dijo que era algo debilucho, que debía ponerme en forma para poder jugar en el gran equipo que entrenaba.


- Irás a ver al médico del club, el doctor Yékil, él sabrá tratarte.


A diario, antes y después del entrenamiento, el doctor me preparaba zumos elaborados con sobres de polvos coloridos y aromáticos. Estaban muy ricos y me los tomaba de un sorbo. Me dio unas pastillas para tomar en el desayuno, la comida y la cena. Dos veces a la semana me pinchaba unos inyectables. El doctor Yékil se había encargado de la preparación de muchos jugadores del equipo desde hacía mucho tiempo y ahora yo estaba en sus manos.


Mi cuerpo se estaba desarrollando de forma extraordinaria. En tan solo unas semanas había engordado cinco kilos y mis brazos y piernas mostraban unos lustrosos músculos.


Míster Gil indicó que había llegado mi hora, iba a debutar con el equipo.


Salté al campo, calenté y el árbitro pitó el inicio del partido.


Un hat-trick espectacular, carreras continuas, desmarques, saltos y remates, atacando y bajando a defender. Organizando el juego, sacando faltas y saques de esquina y de banda... Un partido completo y la afición coreando mi nombre.


Una ducha y…

- Vas a pasar el control antidoping, te ha tocado.


En dos minutos me sacaron sangre y en el baño llené un bote de medio litro.


- Positivo.


- ¡Ha sido el doctor Yékil y Míster Gil!


Todo fue en vano. Tenían que expulsarme de la competición y no podría jugar nunca más al fútbol. Me expedirían una orden de alejamiento al balón. No podría jugar ni en la plaza del barrio con los amigos.


Sudaba, me retorcía, pensaba cómo iba a explicárselo a mis padres, a mis compañeros de clase, a mis amigos, al abuelo que siempre me acompañaba al entrenamiento con tanta ilusión. Sudaba mucho…


Desperté y me incorporé. Me froté los ojos y vi mi camiseta con el número 11 a la espalda.

Me levanté despacio. Era domingo y había que jugar el último partido de liga. Al llegar a la cocina, mi abuelo esperaba.


- Vamos a llegar tarde, tómate este batido de frutas que te he preparado.


Miré el batido de reojo, sin perder de vista a mi abuelo, que estaba sonriendo de una forma muy extraña.


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