¡¡¡¡VIVE!!!!

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El Residente


                    Pertenecer a aquella cordada de escaladores, hubiera sido un honor para cualquier alpinista que se preciara de serlo. El problema radicaba en que él no era ningún avezado montañero. Conocía las alturas gracias a la ubicación de su despacho, sito en la planta veintitrés de las madrileñas torres de KIO, y por algún sugerente póster que decoraba sus blancas paredes.


          La multinacional japonesa para la que trabajaba, se empeñó en financiar y esponsorizar aquel ambicioso proyecto deportivo y puso, como condición innegociable que uno de sus altos ejecutivos acompañara a la atrevida expedición. Por un sinfín de equívocos y malas interpretaciones, que no viene al caso enumerar, resultó ser el elegido.


       Y ahora, por esos avatares que tiene el juguetón destino, estaba a escasos cien metros de la cima del Buitrenpetom (un ocho mil metros de la cordillera Himalaya, tristemente conocido por los muchos accidentes producidos en su ascensión). La numerosa y pertrechada cordada de ataque se fue desgranando durante la tortuosa subida, como si de cuentas de un descompuesto rosario se tratara.


        El jefe de la expedición fue el último. El sueco Owe Owejënsen inició el descenso hacía apenas unas horas. Con las manos semicongeladas y el ánimo totalmente roto, abandonaba la empresa con la que había soñado durante mucho tiempo. Antes le dejó, lo necesario para afrontar el último tramo; vituallas, cuerdas, crampones, una radio…en fin, todo lo que cualquier otra persona con los mínimos conocimientos de escalada hubiera precisado para conquistar la cima y, con ello, la gloria.


         El honorable Girumo Agilara, presidente de la multinacional, no paraba de animarle por la radio. El tirón publicitario de aquella empresa podía romper todos los moldes de la rentabilidad; los más afamados montañeros estaban fuera de combate y allí, en la cumbre de la inaccesible montaña, solo, sin nadie con quién tener que compartir nada, su director corporativo, desafiando y venciendo a todas las fuerzas desatadas de la naturaleza.


         La bandera japonesa y la de la multinacional, clavadas en lo más alto del mundo. Unas pocas imágenes y unas oportunas palabras, podían catapultar las ventas hasta el infinito. Las prestigiosas pilas alcalinas que fabricaban, probablemente acabarían con la corriente alterna y gran parte de la continua, ningún electrodoméstico, ni aparato eléctrico que se preciara como tal, volvería jamás a sostener un enchufe.


        Sus compañeros de aventura le habían subido prácticamente en volandas hasta el último vivac, fueron los sherpas de sus doloridos huesos y a fe que lo hicieron bien. Aparte de cierta dificultad para respirar y del congelador frío reinante, se sentía exultante, poderoso y, cuando pensaba en las inmediatas consecuencias de su hazaña, estas sensaciones aumentaban: ¡¡ No le podrían negar nada!!


          El honorable Agilara seguía aupándole, le recordaba continuamente sus atributos varoniles, su origen español, la sangre de conquistadores que corría por sus venas y, entre cuña y cuña, mencionaba descuidada pero metódicamente, el nombre de la ejemplar empresa para la que trabajaban y gracias a la cual, tenía la oportunidad de pasar a la posteridad.


        Inesperadamente, como obedeciendo a una apremiante orden divina, arreció el temporal de nieve y las ventiscas barrieron las cimas de toda la cordillera. Al principio se consideró un empeoramiento pasajero. Se trasmitieron al novato montañero, todo tipo de prudentes recomendaciones intentando salvaguardar su integridad física y esperaron pacientemente se produjera la mejora predicha por los servicios meteorológicos.


              Por desgracia no fue así. Pasaba el tiempo y las condiciones climáticas continuaban con signos de marcada inestabilidad. En cierto momento se cortó la comunicación radiofónica y a los diez días, la situación era critica.


          Se le dio por desaparecido. En aquellas circunstancias era imposible el intento de rescate y, desgraciadamente, por el tiempo trascurrido, nadie confiaba en encontrarle con vida.


           Los equipos de socorro decidieron esperar a la primavera siguiente para tratar de recuperar los restos del atrevido ejecutivo. Con el deshielo, todo sería más sencillo. Con los primeros soles, su cuerpo brillaría entre las desnudas rocas con la misma fuerza que su dorado Rolex deslumbraba cretinos en sus hábiles maniobras en Wall Street.


           Así trascurrió uno de los inviernos más frío e inclemente de la era contemporánea.

           En los primeros días de mayo, una cordada mandada por el duro e intrépido Owejënsen, especialista en este tipo de misiones se adentró en la mortal cadena montañosa para intentar recuperar lo que quedara del recientemente proclamado, monumento al pundonor y la perseverancia laboral.


           Durante el pasado invierno, desde la poderosa multinacional, se fomentó la creación del prestigioso galardón internacional: “PEP HITO”( prestigious employee premium of HITO engineering), que premiaría todos los años al empleado que, por su entrega y abnegación, se asemejara más en sus actos y maneras al ya inmortalizado, dentro del mundo empresarial, con el sobrenombre de “Gestor de Gestas”.


           ¡¡Vive!!....... La noticia colapso todas las rotativas de los diarios más importantes del mundo. En contra de cualquier pronóstico, la expedición de rescate regresó a su campamento base llevando entre ellos, y por su propio pie, a un demacrado, pero suficientemente vivo, montañés ejecutivo. Nadie daba crédito a la milagrosa salvación, habían sido siete meses en aquellas inhóspitas cimas, sin alimento y en las peores condiciones climatológicas que un ser humano pueda soportar. Apenas unos kilos menos y ligeros síntomas de congelación en dedos y orejas. Sólo una mirada, continuamente perdida y extraviada, denotaba que aquel hombre había pasado por una experiencia fuera de lo común.


         Unos días de recuperación en el hospital de Katmandú y regresó como un héroe a su patria. La recepción fue apoteósica, como sólo lo saben hacer en ese espectacular y farandulero país. Le esperaban su familia, su trabajo y el honorable Agilara, que le elevó a la categoría de ejemplo empresarial. Mandó esculpir su busto, que presidiría por siempre la sala de juntas de la sede central de la compañía, en el mismísimo Tokio (primer occidental a quien se otorgaba tamaño privilegio, en el siempre conservador y tradicionalista país del sol naciente).


          La sociedad médica seguía el caso con escepticismo e incredulidad. Nadie podía explicar racionalmente como había sobrevivido aquel hombre en aquellas extremas condiciones.

         Su compañera sentimental trató de arrojar algo de luz sobre el extraño caso. Para ello, vigiló y grabó sus inquietos sueños. Durante el día, nada pareció cambiar en sus hábitos y costumbres, quizás sólo la marcada sensación de vacío y lejanía que los más observadores descubrían en sus ojos. Al dormirse, todo era distinto. Se sucedían noche tras noche, azorados y agotadores sueños y, entre palabras sobresaltadas y bruscos despertares, se repetía una misteriosa palabra: “Jetty”. La poca discreción con que se llevó la investigación, hizo que trascendiera a los medios informativos, los inquietantes y sorprendentes descubrimientos.


         La clase científica, naturalmente, negó cualquier viso de verosimilitud a semejante superstición, pero el escandaloso y amarillento periodismo de nuestros días, enseguida dio forma a la morbosa historia. Incluso uno de esos plumillas oportunistas, Enrique Almariñas aprovechando la creciente popularidad del caso, escribió un best seller que rompió varios récords de ventas: “El juppy y el jetty o viceversa”, libro de dudosa catadura moral que hizo mucho daño a la imagen pública de nuestro hombre, no solo por las insidiosas insinuaciones que se hacían entre el hombre y la bestia, sino por la minuciosa e innecesaria descripción de determinados e íntimos detalles.


         La opinión publica en general, fue más comprensiva y se manifestó en múltiples encuestas como una única y sensata persona.” Hubiéramos hecho lo mismo en sus circunstancias limite”. Comprendían, con esa seguridad que solo posee el hombre de la calle cuando está ante algo incomprensible, que el único calor que se podía generar y repartir entre aquellos hielos era el humano y sólo lamentaban los más moralistas, no se hubiera dado el dimorfismo sexual necesario, con el que, sin duda, se habría mitigado la confusa y traumática relación.


        El punto final a toda especulación y controversia lo puso Giuseppe Di Bruno, eminente antropólogo y oráculo de la ciencia en esos días, manifestando sin ningún género de dudas: “El Jetty era un personaje de cuento infantil y un mito imposible de imaginar por mentes civilizadas y racionales”. Lo ocurrido a nuestro hombre, según sus doctas palabras, no pasaba de ser una simple: “Hibernación natural espontánea, provocada por unas condiciones climatológicas adecuadas y un organismo fisiológicamente apto”.


        Aquello tranquilizó a muchas personas que necesitaban este tipo de explicación y, sobre todo, a su sufrida compañera, a quien las continuas y repetidas opiniones médicas sobre su total recuperación, no acababan de convencer. Ella había comenzado a recriminarle en la intimidad, la falta de dedicación e interés que demostraba desde su milagrosa vuelta, por sus atributos femeninos, los mismos por los que antes del gélido suceso, mostraba frecuente y especial dedicación.


         Si en vez de hombres, con toda nuestra prepotente presunción, hubiéramos sido altivas águilas y, por casualidad, sobrevoláramos las deshabitadas cordilleras tibetanas, gracias a nuestra aguda y penetrante vista, distinguiríamos en uno de sus más altos picos, a un extraño y peludo ser que, con la mano en forma de visera, escudriña el lejano horizonte de quebrada piedra, esperando que una familiar y añorada figura sobresalte su frío y solitario corazón.


       Si al mismo tiempo, tuviéramos la capacidad de viajar en el espacio, con la misma velocidad que las ideas cruzan la mente, veríamos en ese preciso instante, como en un lugar de la lejana Castilla, un hombre con pasos determinados, desciende de su desván con una sucia mochila a la espalda y un hato de pesadas cuerdas bajo el brazo, y en uno de sus discretos bolsillos, esconde un comprometedor billete con destino al país de los comprensivos lamas.


P.D: Owejënsen, durante muchas primaveras recorrió las desheladas cumbres tratando de dar nuevamente con su paradero, pero no encontró o no quiso encontrar, a los que, por méritos propios y empeño ajeno, pasaron a ocupar un sitio de honor en la literatura romántica, justo al lado de Tristán e Isolda o Romeo y Julieta.

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