Con talento Carleto, con talento. Era la frase preferida con la que el duque de Martineda gustaba dirigirse a su asistente para animarle a realizar sus quehaceres cotidianos con la mayor diligencia.
Sin prestar atención a la diaria recomendación, continuó deshaciendo el abultado equipaje. Al fin había llegado el otoño y, en esa época del año, la costa ibicenca adquiría un encanto especial, no solo por el color esmeralda que tomaba el mar, sino porque desaparecían los ruidosos bañistas que, durante la etapa estival, colonizaban hasta el último metro de roca y arena.
Ahora, desde cualquiera de los ventanales de su suntuosa suite se podía admirar el contraste, entre la apacible movilidad del agua y la serena quietud de las solitarias calas.
Pero ellos, no iban a pasar el otoño a las Baleares por el lirismo que inspiraba su litoral, estaban allí porque era considerado por los expertos, como la capital de la marcha europea. En ninguna otra parte del mundo había tantos lugares de diversión que estuvieran abiertos a la vez y durante tantas horas del día y de la noche. Realmente, a ellos les interesaban las noctambulas horas y que éstas fueran aclarándose lentamente, hasta que llegaba el momento de poder desayunar en alguna de las cafeterías del suntuoso club marítimo.
Las brumosas mañanas otoñales las pasaban durmiendo y se levantaban, con el tiempo justo para tomar un jerez en alguno de los locales de moda, en los que indagaban si había alguna novedad en la noche y comían solos, o en compañía de algún viejo conocido hablando sobre a quién ganarían en la partida de mus que, indefectiblemente, jugaban en el casino isleño día tras día.
Allí, tomaban un par de rones cubanos, pequeños, helados y servidos en vasos en que el cristal parecía mármol tallado. Era el momento en que el duque elegía para encender su primer cigarro habano, traídos exclusivamente para él, e identificados con unas enormes vitolas en las que se representaba el escudo que avalaba su rancio abolengo. Él seguía con sus malolientes cigarrillos. Si alguna vez fumaba los ostentosos puros, más que por el placer que le producían, lo hacía por completar el magnífico cuadro que componían y el efecto mediático que ejercía sobre sus contrincantes; el acogedor humo, el tintineo del hielo y el brillo de los inmaculados naipes sobre el verde tapate, ¡cuántas partidas ganaban si haber comenzado a jugar!
Después, tras el presumible triunfo a la caída de la tarde se dirigían en el Rolls descapotable, en busaca de amores pagados y pecaminosos placeres.
Entre sus muchos deberes, también estaba el de chófer, aunque poder conducir la estupenda berlina era una de las causas por las que no pedía aumento de emolumentos, desde el pasado siglo XX.
El vetusto duque, reposaba en la confortable y amplia parte trasera, con teatral y estudiada pose; piernas cruzadas, camisa inmaculadamente blanca y su inseparable canotier cubriendo un mar de canas. Su cigarro puro, como si de la chimenea de una vieja locomotora se tratara, dejaba a su paso una estela de difuso y oloroso humo. El majestuoso deslizar del antiguo y noble vehículo por las cuidadas calles formaba parte, desde hacía tiempo, del paisaje isleño.
Carlo pese a la tacañería de su jefe, había llegado a tomarle aprecio, a quererle. Sabía que la familiaridad que le dispensaba en el trato era una argucia para mantener su sueldo bajo mínimos, pero esa misma cicatería se tornaba en generosidad cuando se trataba de dar disfrute a sus ajados cuerpos.
Cuántas veces, al no poder el señor duque rematar una comenzada faena, con una discreta seña daba entrada al fiel servidor para, entre ambos, satisfacer a la más exigente de las amantes. La ciencia había hecho mucho por ellos, la ciencia y un boticario amigo que les suministraba todo lo necesario para mantener el arte amatorio a niveles de plena autoestima. Pero no convenía abusar de los fármacos y más, a su avanzada edad. Era muy recordado en la isla; cuando el invierno pasado, el marqués de Guillamont fue encontrado tieso y desnudo en una de las más famosas casas de lenocinio de la pequeña isla. Durante el velatorio, observaron su sonrisa y ninguno de los dos olvidaría nunca, la satisfacción que irradiaba la cara del nonagenario marqués.
Entre efluvios amorosos, vapores etílicos, humo y humor, mataban noche tras noche y veían nacer, aurora tras aurora.
Aquel día de su llegada era especial, celebrarían su pase al club de los centenarios y el duque quería que fuese la fiesta más sonada y recordada que se hubiese dado en el pequeño archipiélago.
Oía al duque en el baño llevaba casi dos horas, no tardaría en salir. Todo estaba dispuesto. Una vez deshecho el amplio equipaje y recolocado, dispuso encima de la cama lo necesario para componer su aspecto exterior, camisa blanca de seda, pantalón crema de algodón y chaqueta de difuminado color claro que abrazaba ambas prendas y tonos.
Los accesorios, asunto importantísimo, militarmente ordenados encima de la mesilla de noche, todos de reconocidas marcas y de nobles metales. En el suelo lo que aprieta y extendido lo que sujeta, todo oscuro y de piel.
Él iría cómodo, aseado, planchado y suficientemente servil, sin estridencias, pero manteniendo las necesarias diferencias, precisamente ahí estribaba el glamur que difundía la peculiar pareja.
El botiquín portátil, que empezó siendo una cajita, se asemejaba hoy en día a un repleto arsenal; píldoras para subir la tensión, para bajarla, para estabilizarla, para compensarla, pastillas para templar y animar todas y cada una de las constantes que equilibran nuestro cambiante y caprichoso organismo.
La noche prometía ser larga e intensa, así que tendría que llevar elementos de choque, además de los ya imprescindibles, para mantener su perfil varonil. Nunca se sabía, cada año, cada día, el peligro aumentaba.
Como otras veces, antes de vestirse, le vio mirándose en el espejo del enorme armario. Sus flácidas y blancas carnes inspiraban al mismo tiempo risa y ternura, conservaba la hidalguía que, sin duda, su noble sangre le transmitía. Frente al cruel cristal, desnudo, cambiando de posición para buscar su mejor ángulo, parecía un envejecido quijote preparándose para conquistar a su huidiza dulcinea.
La colgante realidad, en que siempre acababan posándose sus miopes ojos, hubiera descorazonado al más entusiasta de los amantes, pero para el noble anciano, su carnal péndulo, seguía siendo un motivo de ducal orgullo.
Le ayudó a vestirse, haciendo honor a su cargo y salieron hechos dos brazos de mar, dispuestos a que pasara lo que estuviera escrito.
Inseguros pero decididos, frágiles pero confiados, la menguante luz del crepúsculo les proporcionaba una creciente vitalidad. Madame Claire, regentaba el lupanar con más estilo y mejor “género” de la costa balear. Sus entradas siempre despertaban expectación, además ese día les estaban esperando. Toda la desvergonzada alta sociedad, así como los vividores mejor relacionados, estaban allí.
Un atronador aplauso recibió a la singular pareja. El duque, altivo, impecable en su porte, caluroso y gesticulante en su saludo. Su sirviente ,unos pasos por detrás, distante pero cercano, portando con profesional naturalidad el pesado y rejuvenecedor maletín.
Brindaron, probaron el pastel de una monumental tarta, todo con moderación, y pasaron solos los dos, al salón privado que la madame había preparado para tal ocasión.
Seis esculturales bellezas, como si de diosas romanas se tratara, posaban desnudas subidas en sendos capiteles. Permanecían inmóviles, con sus cuerpos cubiertos con algún pegajoso talco, asemejando su piel al más blanco de los mármoles.
No me siento capaz de describir las siguientes escenas. Reflexionemos sobre su centenaria experiencia, recordemos los últimos adelantos de la ciencia sobre la perdida de virilidad, y dejemos correr la febril imaginación.
Salieron muy de día y muy descompuesta la figura. Sus caras, parecían empolvadas para representar una esperpéntica obra, y sus pies se despegaban de la mullida moqueta con doloroso esfuerzo, como si les atrajera un invisible imán. Se apoyaban uno en el otro y permanecían en fatigado silencio.
La mañana era espléndida y ventosa, y decidieron (si, después de las bacanales, decidían en plural, olvidándose por un corto espacio de tiempo de la encorsetada relación entre el señor y el servidor) marcharse a unos cortantes farallones, donde los días de aire, como aquel, se sentía la vida como si esta fuera algo ajeno al cuerpo.
Sentados en el roquedo, con las piernas colgando sobre el agitado mar, notando en sus gastados rostros un punzante dolor, permanecían callados, hombro con hombro y con los ojos entreabiertos, viendo lo único que ya eran capaces de mirar, el lejano horizonte.
----- El duque preguntó: ¿Tú crees que somos muy viejos?
-----Viejos, sí. Contesto con desgana el sirviente
------¿Por qué no saltamos Carlo?
-----Sin inmutarse respondió: Si hubiéramos saltado el año pasado, nos
habríamos perdido la noche pasada… y si saltamos ahora, nos
perderemos la que pueda venir. Ya tendremos tiempo, querido duque,
ya tendremos tiempo.
Ayudándose mutuamente, se levantaron con dificultad y regresaron al abandonado vehículo, que, desde el camino, como si de un mudo testigo se tratara, asistía a la escena dibujando en el cielo su metálica y acogedora silueta.
El sirviente durante el breve trayecto hasta el coche fue meditando sobre su futuro inmediato. Si el duque no regresaba de alguna de sus desordenadas juergas, él si tendría que saltar. No podría empezar otra vez, tener otra vida, otro señor, otras costumbres. Sin embargo, si ocurriera al revés, su duque simplemente cambiaría de lacayo.
El ronroneo del arranque del motor le devolvió a la realidad, observó a su desmadejado jefe por el retrovisor y sintió desasosiego y ternura a la vez, emprendió la marcha muy despacio, procurando que el bacheado camino no maltratara el baqueteado cuerpo de su señor y en ocasiones amigo.
Esa mañana, una vez acostado el duque, mientras se preparaba un café, sintió que su vida, pese a no ser suya, era cómoda y fácil, se avergonzó durante un instante de esa idea, pero enseguida se recompuso y, mientras daba un largo sorbo a su humeante café, concluía que desde que el mundo es mundo, siempre hubo amos y sirvientes, nobles y plebeyos…….y para unos pocos eso ni es vivir, ni es vida y, para una gran mayoría con copular, dormir blando y comer caliente…… es suficiente.
JALON
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