A diario, de la enorme y repleta olla de la cocina real emanaban estimulantes olores que, lentamente inundaban todos los rincones del vasto palacio. Cruzaban los amplios ventanales convertidos en invisibles nubes, para acabar sufriendo los caprichos del viento……. si éste colaboraba actuando como soporte de sensaciones, éstas se repartían por los espacios abiertos compitiendo con las límpidas fragancias naturales.
El crepitante fuego arrancaba de la metálica panza, vaporosas columnas de jugosos sabores. Los más atrevidos, siguiendo el fácil rastro, llegaban hasta los fogones y, en ausencia del proceloso cocinero, podían introducir sus apéndices nasales en las abiertas fauces o probar, tomando las debidas precauciones, para no quemarse ni ser sorprendidos, los apetitosos guisos que se fraguaban en la generosa marmita.
Como un benefactor volcán, en continua erupción. Exhaló, durante muchos años, humeantes y diferentes recetas, alegró innumerables espíritus, confundió narices sensibles y embelesó orondos estómagos. El culinario aliento cumplía con una cotidiana e importante función.
Así fue, hasta que un prometedor y estudioso cocinero introdujo sus nuevas técnicas en la embriagadora cocina. Según su especial sensibilidad, todo lo que escapaba al ambiente, derrochando azarosa felicidad, era un dispendio inútil e injustificable.
Una vez aplicado el fuego, éste se concentraría sobre los ingredientes que, sin duda serian de primera calidad y, para no perder sustancia, ni sabor, debía añadirse una hermética tapadera. Por más que se calentara y cociera, gracias al ingenioso y capante descubrimiento, los jugosos efluvios caerían nuevamente al corazón del guiso, evitando la rapiña y que se dispersaran las esencias entre los que nunca degustarían el exquisito preparado.
Se preservaba todo para los escogidos comensales.
Según los expertos, la cocina, además de en rapidez gano en calidad, pero los guisos se hicieron más previsibles, más densos y los que antes disfrutaban de las vaporosas insinuaciones dejaron de soñar con lo que parecían apetitos inalcanzables.
La tapada marmita, nunca más repartió aromas.
Actualmente, al volcar su contenido para realizar las equitativas reparticiones, apaga su impetuoso ardor en la fría porcelana, anima tímidamente y sin convicción, a algunos acostumbrados e ilustres paladares.
Mientras, las narices de los sirvientes tratan de recordar olores de libertad y, se olvidan de que alivian su hambre en cautividad.
JALON
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