Durante un tiempo que serian incapaces de precisar, habían estado siguiendo con la mirada el extraño haz luminoso que surcaba lentamente el cielo frente a su posición de vigilancia. Al igual que los cientos de proyectiles que, días atrás destruyeron la población de Somalah al llegar a su altura, se apagó, no hubo estruendo, pareció tragado por un pozo de oscuridad, desapareció.
Los tres vigías se ajustaron sus mullidos capotes, cogieron sus armas y saltaron dentro del jeep decididos a desvelar el misterio. Espabilaron sus helados huesos por la hoyada carretera y se detuvieron delante de las primeras ruinas declaradas por su gobierno, zona de máxima seguridad. Los días anteriores los misiles y las bombas de uno y otro bando habían arrasado esta localidad y otras próximas dibujando una escena de completa desolación.
Algo parecido a un lamento los atrajo hacia un amasijo de adobes y maderas, con máxima precaución atravesaron los restos de lo que alguna vez fue una puerta y entraron en una sala semihundida, iluminada por un pobre y tembloroso fuego.
En un rincón, una madre palestina sostenía en su regazo a un desconsolado bebe, en el otro extremo, entre los escombros, un muyahidín de rasgos orientales se afanaba en encontrar con qué revitalizar la hoguera. Sus ojos llenos de sorpresa ante la inesperada intromisión buscaron el olvidado kalasnikov, fue un instante, pues enseguida con aire obstinado reinicio su tarea.
Los tres soldados israelitas, sin hablarse, como si interpretaran un libreto que conocían, dejaron sus armas y se unieron al desasosegado padre en su búsqueda.
Poco después, la avivada hoguera templaba la inhóspita estancia y la llenaba de silencio.
Permanecían sentados en el suelo frente a la madre. En el caldeado ambiente coexistían sin inquietud paz, tolerancia y ternura.
Los ojos de los presentes brillaban llenos de humedad y, por primera vez en los últimos tiempos, no era causante el irritante humo de los incendios y las explosiones, unos recordaban viejas historias invernales y otros veían felices como era la sonrisa de un niño.
El Residente.
JALON
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