EL AUGE Y DECADENCIA DEL TERMALISMO ALHAMEÑO EN LA MEMORIA DE UNA INFANCIA EN EL BALNEARIO GUAJARDO

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El balneario. Memoria de una educación sentimental. María Campillo guajardo

Fotos de Xordica Editorial


Entre vapores termales y recuerdos que flotan como brumas en la madrugada, se alza la historia de un tiempo dorado en Alhama de Aragón que ha quedado para la memoria. Un tiempo en el que los balnearios llegaron a ser mucho más que un destino de relax; eran lugares casi mágicos, el escenario de vidas intensas, de amores de verano, de fiestas en salones iluminados por la música de un piano y de la infancia libre de quienes aprendieron a contar los días entre acequias y ranas.


Ese mundo perdido, envuelto en el aroma a tierra mojada y resonando en el eco de conversaciones de antaño, ha vuelto a la vida en El balneario. Memoria de una educación sentimental, el libro de María Campillo Guajardo, editado por Xordica Editorial. Un libro que no solo rescata la historia del Balneario Guajardo, fundado por su tatarabuelo, sino que nos sumerge en una atmósfera de nostalgia y descubrimiento, donde cada página es un portal a una infancia luminosa. Nos transporta a un tiempo en el que las vacaciones de verano duraban tres meses y el paraíso estaba en casa de los abuelos. Para la entonces niña María, ese hogar familiar era el Balneario Guajardo. 


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Un legado de aguas y recuerdos

María Campillo, profesora titular de Literatura en la Universitat Autònoma de Barcelona y especialista en literatura catalana del siglo XX, ha dedicado su vida al estudio de la historia cultural y literaria. Sin embargo, este libro es distinto. No es un ensayo académico, sino un acto de amor. "Mis editores me animaron y me dijeron que escribiera sobre mis recuerdos de Alhama", ha confesado en una entrevista en Alto Jalón Radio. Y así lo hizo.


Su árbol genealógico, entre médicos y terratenientes, está plagado de mujeres de carácter inquebrantable, que construyeron un universo donde la historia personal se entrelaza con la historia de España. Su abuela, dueña del balneario, gobernaba con mano firme. Su tía, otra mujer adelantada a su tiempo, se cortó el pelo a la garçon en 1928, provocando el llanto de su madre y de su hermana, incapaces de concebir a una mujer sin moño. En ese microcosmos de la infancia, donde se aprendía a reconocer las plantas del jardín por su olor y a distinguir entre turistas y bañistas para ofrecerles diferente devoción, María encontró el material de su educación sentimental. "Mi infancia son recuerdos de la galería de baños de Guajardo", podría haber escrito Campillo Guajardo, si Machado no se hubiera adelantado con su patio sevillano y su juventud en Castilla.


El esplendor y la decadencia de un mundo

El Balneario Guajardo vivió su época dorada entre finales del siglo XIX y mediados del XX. Alhama de Aragón era  entonces un destino de prestigio, un lugar donde el descanso era un arte y la salud una ceremonia. En aquellos días, los bañistas seguían un ritual litúrgico entre la ciencia y la cábala: los médicos prescribían el número necesario baños siempre en múltiplos de tres, y las propiedades curativas de las aguas se movían entre las bondades mineromedicinales y la curación del espíritu. 


En los años 50, los coches de caballos todavía esperaban en la estación para recoger a los recién llegados. Los aristócratas más distinguidos, personalidades del calibre del pintor Joaquín Sorolla o deportistas como la plantilla del Real Betis Balonpié, escogían el lugar. La galería de los baños de Guajardo era todo un lujo, aunque ya tenía un aire 'vintage', en este caso conservando su diseño decimonónico. "Consecuencia maravillosa de que mi familia no tuviera dinero, se conservó casi tao y cómo estaba", explica María.



Pero los tiempos cambiaron, los caballos fueron sustituidos por los motores de los primeros utilitarios y el glamour de las aguas termales se marchó en busca de otros escenarios. Con el desarrollismo de los años 60, la decadencia se instaló en las aguas termales de Guajardo. "Como no se hicieron reformas, las habitaciones no tenían baño individual. A las marquesas que tanto venían no les importó en su momento usar los baños comunes, pero luego la gente empezó a dejar de venir por eso", explica la autora.


María, que nació en los años 50, vio los últimos destellos de aquel esplendor. "Recuerdo bajar del tren y que todavía 'el Serapio', el cochero, nos recogiera con su carro", relata. "Parecen historias de otro mundo, y sin embargo, no están tan lejos. El pasado existe en la memoria de quien lo recuerda", ha dicho con melancolía.


Una oda al tiempo perdido

El balneario. Memoria de una educación sentimental es más que unas memorias familiares. Es un homenaje a un mundo que se desvanece, pero que sigue vivo en el recuerdo de quienes lo vivieron. Es también un canto a la infancia en libertad, a esos veranos interminables en los que los niños escalaban árboles, cazaban ranas y se rompían los huesos sin que nadie les interrumpiera el juego. "Hoy los niños están condenados a vacaciones programadas, en resorts con ofertas de todo incluido en lugares remotos, cuando quizá el paraíso esté en casa de sus abuelos, en un pueblo pequeño", ha reflexionado Campillo.


"Puede ser que a la hora de dar detalles sobre los personajes, haya algún fallo en si aquella era rubia o morena, o en si aquel otro había terminado la carrera o no. La memoria es selectiva, caprichosa y a veces inexacta" ha dicho la autora convencida de que muchos en Alhama de Aragón reconocerán a los personajes, señalando que "lo esencial de esta novela no es la precisión de los datos, sino la atmósfera". Y esa, María la ha capturado con la magia de quien escribe desde la verdad de sus recuerdos. Con el olfato de quien todavía mantiene en la pituitaria recuerdos de una infancia en los que su historia familiar se entremezcla con el auge y la posterior decadencia de las aguas termales en Alhama de Aragón. 


El balneario. Memoria de una educación sentimental es un libro que nos invita a viajar en el tiempo, a sentir el olor de la hierba recién regada, a escuchar el murmullo de las fuentes y el crujir de la madera en los salones de baile. Es, sobre todo, un recordatorio de que hay lugares que nos conforman, que nos habitan para siempre. Lugares a los que, aunque cambien, aunque desaparezcan, siempre podemos regresar en nuestra memoria y esbozar una sonrisa en los labios. Volver a ese tiempo en el que los domingos se podía ir a Cantarero, los lunes a Termas Pallarés, los martes a San Roque, los miércoles a Guajardo y los jueves... Los jueves, milagro.

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