​EL TREN

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Jose Manuel Lechado


Nuestra comarca ha sido desde siempre un espacio de paso. No puede evitarlo: es la comunicación natural más directa y cómoda entre las cuencas del Ebro y el Tajo, conectadas a través de otros dos ríos que, si no son hermanos, es por poco: el Henares y el Jalón. Sus valles, en ocasiones estrechos y hasta tortuosos, vienen facilitando los viajes y el comercio desde hace al menos diez mil años.


Primero sería el sendero de huella trazado por los pies de miles de caminantes a lo largo de los siglos. Luego, ciertas mejoras técnicas y administrativas cambiaron estas trochas en auténticas carreteras, las que hicieron nuestros antepasados romanos. Sin embargo, esto no cambió el significado esencial del valle del Jalón como un universo lineal, perfecto para ir y venir, sea entre Caesaraugusta y Complutum o entre Madrid y Barcelona.


Esta característica nativa de la comarca trajo beneficios económicos, culturales y demográficos aunque también, ¡ay!, la barbarie de un sinfín de guerras que aprovecharon los buenos caminos para dejar su nada deseable impronta en nuestra tierra. De cada uno de los hombres y mujeres que han atravesado alguna vez el Alto Jalón ha quedado una huella y, sin duda, el rico patrimonio histórico que procuramos exponer y defender desde esta modesta página es fruto de ese trasiego.


Pues bien, uno de los legados fundamentales de este deambular no es Historia, sino algo que permanece vivo y hasta me atrevo a decir que se trata del elemento patrimonial más importante.


Me refiero, por supuesto, al tren. Pero no al de alta velocidad que atraviesa el territorio como un fantasma, una herida que parte en dos la tierra sin dejar a su espalda otra cosa que ruido. No, yo hablo del tren de toda la vida, del ferrocarril convencional que tiene parada en todos los pueblos por los que discurre su trazado.


Desde su construcción a mediados del siglo XIX el tren ha sido eje humano y económico del país. Al cabo de siglos de gente aferrada a los pueblos por la dificultad de viajar, el ferrocarril nos abrió las puertas del mundo. Y luego de milenios de economías de subsistencia, de consumo forzoso de productos locales por no haber alternativa, los vagones de mercancías facilitaron no sólo vender lo nuestro más allá del terruño, sino comprar lo de otros sin importar la distancia.


Nada, absolutamente nada ha ejercido un efecto tan vitalizador en el espacio rural desde los tiempos de las carreteras romanas. El ferrocarril se ha convertido en la espina dorsal de nuestra comarca y de tantas otras parecidas. Una columna vertebral que aún subsiste a pesar de la competencia del asfalto y, sobre todo, del empeño desamortizador de unas clases, política y económica, a las cuales les importa un bledo la vertebración del territorio, la prosperidad de los pequeños pueblos o la pervivencia de las comunidades rurales.


Llevamos ya muchos años viendo cómo se degrada el servicio ferroviario tradicional, ése que integraba el espacio nacional, para sustituirlo por un sistema en el que prima el automóvil privado y, de rebote, ese rápido y costoso tren de lujo que vuela yendo de un nodo a otro en una red repleta de enormes espacios vacíos.


Aún recuerdo la estación de Cetina, con su jefe y su factor, su despacho de venta de billetes, sus almacenes, la caseta para el cambio de vías, las macetas con flores que adornaban las ventanas... También me acuerdo de con qué saña se cerró esta misma estación cuando, allá por la década de 1980, algún lumbreras decidió que el servicio ferroviario ya no era rentable. Y digo saña porque esos irresponsables no se limitaron a echar el cierre: derribaron edificios, arrancaron los carteles, quitaron las vías muertas, se llevaron el reloj y la caseta del guardagujas, dejaron secarse las flores y hasta levantaron el pavimento de los andenes. Me sorprende que no prendieran fuego al edificio principal. Lo peor, que la frecuencia de trenes se redujo hasta casi desaparecer y el mantenimiento de los vehículos se rebajó hasta cotas de vergüenza.


¿Cómo es posible que en la España mucho menos próspera de hace cuarenta, cincuenta o cien años hubiera presupuesto para mantener miles de estaciones con sus empleados y hoy la entidad gestora de los ferrocarriles se vea incapaz de, como mínimo, impedir que los gamberros les llenen los vagones de pintadas?


Digan lo que digan los expertos en mercadotecnia —esa plaga del mundo contemporáneo—, el tren clásico es rentable. Lo es porque permite mantener unidas las costuras del país. No es un capricho nostálgico: es una necesidad. Este de hoy es un artículo dedicado al patrimonio en peligro. Porque los servicios públicos son patrimonio y la pervivencia del tren que corre como puede por la vega del Alto Jalón se encuentra en serio peligro.


Los recortes presupuestarios han sido constantes en los últimos años y lo mejor que se puede decir es que los operarios y maquinistas de Renfe hacen milagros para conseguir, pese a quien pese, que los convoyes sigan rodando. Viejos, cascados, pintarrajeados y víctimas de mil incidencias. Pero circulan y dan vida a la comarca.


El proyecto en curso de «autovía ferroviaria» podría ser un acicate para el mantenimiento y mejora de la red ferroviaria tradicional. ¡Ojalá sea así! Aunque también podría ser otro clavo en el ataúd de los trenes de toda la vida si la intención es, simplemente, quitar camiones de la carretera. Lo que sea, ya veremos, pero diría que no está de más permanecer atentos a la jugada. Como hacen los vecinos de Cetina, que todos los primeros domingos de mes se manifiestan, al lado de las ruinas de la vieja estación, bajo el lema de «no perder el tren».


Pues eso, no perdamos el tren ni el tiempo: la comarca entera debe dejar claro que no quiere. No puede permitírselo.


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Imagen de una de las manifestaciones cetineras a favor del servicio ferroviario. A la espalda de los manifestantes podemos ver la ridícula marquesina levantada por Adif junto al edificio antiguo de la estación. Pocas cosas podrían simbolizar mejor el abandono al que se ve sometida la red ferroviaria convencional que esta construcción que no protege del frío, apenas de la lluvia y que, en todo caso, deja en pelota a cualquiera que desee tomar un tren en dirección a Madrid: la marquesina sólo cubre el anden que va a Barcelona.

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