JUANA DE ARCOS

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Se llamaba Juana, nació en Arcos de Jalón en el año 1412, en una humilde casa de la calle Arriba, cinco siglos antes de denominarla Félix Cid.


Eran los tiempos de la llamada Guerra de los Cien Ajos. La lucha de intereses y poder sobre las fértiles tierras del Jalón generaban descarnadas rencillas, desde las tierras de Miño hasta los límites de la poderosa Calatayud. Tiempos en los que la vida no valía más que un descuido hasta que una flecha en una emboscada te impidiera cumplir la treintena de años.


El delfín Carlos era intrépido, valiente y leal servidor de los intereses del Alto Jalón soriano. Asentado en su castillo de Somaén gobernaba el territorio con el mando y fama que le otorgaban la victoria en algunas batallas legendarias como el asedio de Velilla o la defensa de su pueblo natal desde la Peña de los Buitres.


Cuando las aguas del Jalón canturreaban en maño, el gran imperio Alto Jalón aragonés, con Enrique, el alhameño, ejerciendo como rey, se extendía, arropado por una masa de soldados mejor adiestrados y con más recursos que los castellanos.


Los ajos, desde siempre, habían sido el producto más apreciado, por tanto, codiciado. Juana era campesina y conocía todos los secretos de la planta… Desde su adolescencia le habían sido reveladas todas las propiedades del ajo, aún desconocidas hasta entonces. Hasta en tres ocasiones afirmó que se le había aparecido el dios Allium para darle las consignas de defensa de su tierra altojalonera. La última, con apenas diecinueve años, en su finca de los Puntales, contó que un gran Ajo Negro procedente del vecino cementerio la detuvo en mitad del camino y la indujo a hablar con el rey Carlos.


Juana se confío a su confesor, el Obispo Martín del Jalón, quién con buen criterio, la llamó a la oración y el sosiego, así como a asumir su papel protagonista en la historia. “Te absuelvo del pecado que pueda conllevar ser la portavoz del Ajo en la tierra, pero no te impido que corras tu suerte si con ella va también la de los vecinos de este valle asolado por la enfermedad y la amenaza del enemigo”. Juana tardó menos en convocar una reunión con Carlos, el delfín de Somaén, que las cuatro oraciones que masculló subida a lomos de su burro.


Las tropas sorianas del Alto Jalón, comandadas por Juana y Carlos ya estaban preparadas, al menos moralmente, para aguantar el inminente asedio que el pueblo de los arcos en el puente, iba a ser sometido.


Jarabeños, alhameños, bubiercanos, arizanos… bravos guerreros y convencidos de su suerte, ya estaban a las puertas del pueblo. Solo les faltaba cruzar el puente y tocar las campanas. Lo demás sería coser, cantar y huir el que pudiera a los montes para no ser apresado.


Los maños dispusieron su táctica de tierra quemada. A su paso solo había quedado en pie el Monasterio de Santa María de Huerta con una docena de monjes acogiendo a heridos y enfermos de peste.


Las huestes de Enrique, el alhameño, eran expertas en el uso de los arietes, flechas incendiarias y, sobre todo, la revolucionaria catapulta de aceite de oliva virgen extra hirviendo. Disponían de varias a las que no tardaron en dar uso.


Juana dio la orden. ¡Ahora, Ajos del Jalón! ¡Seguidme hacia la victoria!


Parte de la caballería soriana regó con cabezas de ajos enteros y sin pelar la tierra ardiendo. El resto de vecinos echó los ajos cortados al aceite hirviendo.


El aroma a ajo asado y frito impregnó todo el valle. Las huestes de Enrique se quedaron paralizadas justo antes de tomar el puente, olfateando con fruición el exquisito aroma.


En su trajín, Juana prendióse las sayas sin poder apagarlas y se quemó en una de las hogueras, mientras el Obispo Martín la absolvía a escasos metros ante el silencio de todos.


- No podemos desaprovechar la ocasión –afirmó condescendiente Enrique, el alhameño.

- En honor a Juana, sea –contestó Carlos.


Corderos, vacas, jabalís y algún mulo viejo se empalaron sobre las hogueras para ser degustados al ajillo por todos los presentes para agradecer el coraje de la siempre recordada Juana de Arcos. El armisticio de la Guerra de los Cien Ajos fue firmado. La peste desapareció milagrosamente de la zona aquel año de 1431, dando paso al tiempo de paz, que reina hasta la actualidad.

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