LA NOCHE DE LOS HUERTOS VIVIENTES

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Cuentos tou00f1ete


Mara y Mateo se dirigen al huerto de su abuelo, Andrés, situado en las afueras del pueblo.


- ¡Abuelo Andrés, abuelo Andrés! –llaman ambos al mismo tiempo.


Nadie responde. Solo el sonido de las aguas del riachuelo cortaba el silencio del caluroso atardecer.


Los dos primos entraron con los últimos rayos de sol en el cobertizo y solamente vieron los aperos propios de la huerta: tijeras de podar, cubos de metal y plástico, azadillas, azadones, rastrillos, palas…


Deciden realizar un recorrido por el huerto y se adentran en el pequeño maizal del fondo.

Mateo quiere hacerse el gracioso con su prima y echa a correr.


- ¡Aquí, aquí…Maraaaa!


- Deja de hacer el payaso, Mateo.


Mara se acerca y observa un hueco en la tierra. Un círculo de unos dos metros de diámetro deja yerma la tierra, sin plantas de maíz ni rastro de su primo. Parecía que el suelo se había tragado al bromista de Mateo.


Un escalofrío sacudió la columna vertebral de Mara al tiempo que notaba que algo la sujetaba por el tobillo.


¡Era una mazorca de maíz!


Se le había anillado y subía lentamente por su tibia. Se la sacudió como pudo y salió aterrorizada y a toda prisa del maizal. Atravesó la zona de árboles frutales sin mirar hacia atrás. Se detuvo en seco ante la caída de varios melocotones ya casi podridos. Uno le golpeó el hombro, otro le cayó en el pie izquierdo y una pera limonera,  agusanada y casi fermentada, se le adhirió al cuello provocándole una gran repugnancia. Se deshizo de las frutas como pudo y llegó hasta los surcos sembrados de hortalizas y frutas de tierra.


- ¡Abuelo Andrés, nooo!


Andrés yacía en el melonar, casi enterrado entre verdes melones piel de sapo. Sin duda, uno de ellos, el más grande, le había golpeado letalmente la cabeza.


La hora azul en el cielo anunciaba que el sol ya se había retirado por completo. Mara salió corriendo del huerto para pedir ayuda.


A pocos metros se situaba el huerto del vecino. Miró por el ventanuco de la caseta de campo y lo que vio le revolvió el estómago. El hortelano estaba siendo atacado por una menestra compuesta por guisantes, zanahorias, tomates muy maduros y dos gruesos espárragos que pretendían asirle el cuello para cortarle la respiración.


Los ojos del hortelano se desorbitaron al ver el rostro de Mara y antes de sucumbir al ataque de las verduras, le hizo una indicación.


Mara descubrió que sobre la repisa de la ventana había una libreta. La ojeó rápidamente. Contenía recetas de cocina. Leyó la última página: “Si no quieres verte muerto, cocina y come productos del huerto”.


Mara se desprendió de varias lechugas carnívoras que le acechaban con sus hojas dentadas y envolventes. Corrió y corrió hasta llegar al pueblo y contó lo sucedido a sus amigos. Acudieron a la zona de los huertos pertrechados de cuchillos, ralladores, pelapatatas, tijeras de cocina, tenedores, ollas, pucheros, platos y cacerolas.


- Vamos, repartamos las linternas. Nos distribuiremos entre los huertos.


Las cebollas, ajos, patatas, nectarinas, zanahorias, pepinos, uvas lechugas, ciruelas, tomates, guisantes, apio, manzanas, borraja, cerezas… fueron troceadas por los chavales. Unas cortadas en juliana; otras, en dados y otras, simplemente, peladas a la macilenta luz de la súper luna de verano.


Las perolas hervían con furor y las fuentes y platos rebosaban de frutas, verduras y hortalizas. Todos se dieron un festín hasta quedar saciados, mientras el silencio volvió a reinar en la zona de los huertos.


De pronto, entre el maizal, apareció la sombra de Mateo. El abuelo Andrés, milagrosamente, se incorporaba del surco donde ya no había melones amenazándole. Solo una pierna algo renqueante… Ambos se acercaron hasta Mara.


- ¿Qué ha sucedido?


- Nada, ya ha pasado todo, la noche de los huertos vivientes… 

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