Quizás no lo recordéis, pero todos cuando niños nos hemos sorprendido al vernos por primera vez ante un espejo, nos empezamos a conocer, vemos como somos, estrenamos una imagen y tenemos la suerte de que aún no nos comparamos.
Esto en realidad en nuestra sociedad es un fenómeno reciente. Los espejos de nuestros antepasados eran de un metal bruñido, apenas reflejaban sombras y contornos, hasta que no se inventa el cristal azogado, un lujo durante muchos siglos, nadie disfruta de las inquietantes imágenes que proyecta nuestra persona.
Hay un relato japones que describe perfectamente esta experiencia, es la historia de un joven artesano que acaba de perder a su padre, a quien se parecía mucho físicamente. Un día en un mercado, su vista se posó en un objeto nunca visto, un disco de metal brillante y pulido. El hombre sorprendido, creyó que su padre le sonreía desde el espejo y sin dudarlo lo compro. Ya en casa lo escondió en un baúl, todos los días cuando necesitaba reconfortarse, subía al desván a contemplarlo. Cierto día su mujer le siguió y una vez se hubo marchado, tomo el extraño objeto, miro y vio reflejado el rostro de una mujer. Ofuscada recrimino a su marido: “ Me engañas, tienes una amante y vienes a mirar su retrato”, “ Te equivocas aquí veo a mi padre y así alivio mi dolor”. Se acusaron mutuamente de mentir y tras múltiples reproches recurrieron a una anciana tía para interceder en la disputa. La mediadora contemplo el disco metálico y sacudiendo la mano con desdén dijo a la esposa : “ Bah, no tienes porque preocuparte es una vieja”.
La leyenda viene a decirnos que es difícil mirarse en el espejito sin trampas , sin filtros y vernos acompañados de todas nuestras fragilidades. Allí solemos ver no solo la imagen que tenemos sino la que tememos.
En nuestra época, hechizados por la publicidad y las redes sociales tendemos a observarnos sin pausa, cuanto más nos miramos menos nos gustamos. En el Medievo, en las mansiones de los ricos y poderosos los pintores aduladores, halagaban la vanidad de los señores embelleciendo los retratos. Ahora rodeado de espejos y cámaras con programas informáticos, caemos en la misma tentación de falsear nuestra apariencia, retocamos la verdad. La cruda realidad nos asusta y nos disgusta.
Fabricamos espejismos, imitamos modelos, como si solo nos quisiéramos cuando somos irreconocibles.
Una vez más en los tiempos que corren, llevamos la contraria a la máxima que une a todas las religiones : “No amamos al prójimo como a nosotros mismos, sino que nos amamos y fotografiamos como si fuéramos otro “.
JALON
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