PIRATAS POR EMPEÑO

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El Residente


         Aquel mar no presagiaba ningún acontecimiento, la calma chicha se había apoderado de los vientos, las velas pendían de los palos como trapos muertos. El vigía de la mayor dormitaba en su incómodo cesto. Los hombres en la cubierta se asomaban a la borda buscando una aliviadora ráfaga de aire fresco.


        De repente, quebrando el horizonte, algo atrae sus miradas, parece una carreta marinera que navega tirada por invisibles jumentos, con un trote constante y dirección prefijada.


       De sus pescantes, al igual que si de un estimulador látigo de cochero se tratara, nace un hilo de humo blanco que busca el cielo.


       Abandonando su aturdimiento, el capitán se reincorpora de un salto. Se arregla los correajes y acomoda el sombrero. Con un rugido, rompe el abotargador silencio: “¡Todos a sus puestos!”. Se suceden las órdenes y el bajel pirata se llena de movimiento: “Virad en redondo, busquemos algo de viento, por barlovento”. Izad nuestra bandera, ¡que sepan que ya están muertos!”.


       El cielo parece escuchar sus deseos. Un soplo de aire golpea contra los viejos toldos e hincha levemente las lonas. Todas las maderas gimen ante el inesperado impulso del viento. “Los que no hagan algo, ¡a los remos! Timonel, mantened el rumbo, la proa contra eso”.


       Según se acercan, crece la columna de humo. Navegan rápido sin esfuerzo. El confundido capitán desde el castillete de popa, catalejo en ristre, atisba lo que viene a su encuentro.


      El inquietante navío, con sus enormes ruedas de agua, levantando montañas de mar, se desplaza con la misma facilidad que lo haría un carro de bueyes por un camino seco. “¡A los cañones! No es necesario movernos, ellos solos se echan encima de nuestros huesos".


         La marinería comprueba sus armas y, supersticiosos, se persignan ante lo que presienten un navío del infierno.


      Según se aproxima, quedan sus secretos al descubierto, sus humeantes palos carecen de velas y, en sus al menos tres puentes, totalmente acristalados, no se ve a nadie. La velocidad con que se desplaza parece no se corresponde con la quietud del viento.


      Precavido y un poco asustado, el capitán cambia de tercio: “¡Timonel, todo a babor! Le presentaremos nuestro costado y así le cañonearemos su línea de flotación. ¡Todos los hombres de armas a los cañones de estribor! ¡Preparad las jarcias y los ganchos de abordaje!".


      Coincidiendo con sus últimas palabras, se precipitan los acontecimientos, el apacible mar se trasforma en agitado hervidero, parece responder dolorido al continuo apaleamiento.


       La proximidad de ambas naves hace que la corsaria, se meza primero y luego termine inclinándose peligrosamente hacia la que viene embistiendo.


      “¡Dejad los cañones!” “¡Cambiad de amura, compensad la inclinación con vuestro peso! Olvidar la batalla, podemos perdernos".


        Sin cambiar su rumbo, el “monstruo traga-aguas” pasa junto el agitado bajel. La mitad de la tripulación lucha por mantener en pie y la otra mitad por aferrarse al suelo.


       El agua inunda la cubierta y, por un momento, el casco parece que esté abierto. El artificial oleaje arrastra cuerpos y objetos, y el aire confunde rezos y juramentos.


        “¡A los botes!  ¡Nos hundimos! “gritan los pusilánimes. “¡Permaneced en vuestros puestos! “ordenan los más diestros.


         Poco a poco disminuye la agitación del mar y el enigmático buque, soslayando el costado del bamboleante velero, se aleja deprisa, dejando tras de sí un burbujeante rastro sobre el agua y trazas de humo en el cielo.


        Nadie del carretón marinero parece haberse dado cuenta de los acontecimientos, ¿o quizás no navega nadie en esa nave del averno?


      En unos minutos la calma vuelve al océano y, en la cubierta pirata todas las miradas persiguen al intruso.


       El capitán, callado desde hace tiempo, ve cómo traspone el horizonte y ordena: “¡Salimos de este rumbo! si no es cosa de hombres, lo que nos ha abordado regresará por esta ruta en cuanto toque puerto”.


     Meditabundo pensó que , quizás había llegado el momento de cambiar de ocupación, de darle otro rumbo a sus vidas. Estaban cambiando los tiempos muy rápidamente y algunas maneras de vivir, además de muy peligrosas, no parecían congeniar con el recién estrenado siglo.


         Nada más atracar en su refugio de islotes, en un punto cualquiera del golfo de Méjico, decidió investigar sobre el inquietante suceso.


       El capitán Antúnes intuía que eran los últimos corsarios, y que sus hombres experimentados marinos, se hacían viejos y deseaban otro tipo de tormentas sobres sus cabezas. La “Santa Quiteria “, en tiempos, excelente bergantín, ahora crujía en la tempestad y se lamentaba en demasía por la falta de vientos. Cada vez que tocaban puerto, pasaba casi todo el amarre calafateando sus agrietados maderos.


       A él mismo, la vida en el mar se le hacía cada día más incómoda y, desde su catalejo descubría a diario con envidia, playas y calas donde poder holgar y descansar sus resentidos huesos.


        Su gran problema, además de la edad, era qué hacer. Tanto sus hombres como él, no habían tenido otra ocupación en toda su vida. No sabían hacer otra cosa. ¿Cómo iban a cambiar?


        Antúnes conocía al “licenciado Enríquez de Almazara”, importante hombre de negocios portugués y reputado armador. Le debía un favor. En cierta travesía y habiendo caído el comerciante preso, impidió que sus hombres dieran cuenta de él, lanzándole a los tiburones desde un improvisado trampolín. Los días en un barco pirata no siempre son divertidos y de vez en cuando es necesario buscar un poco de animación extra. El licenciado, gracias a sus alegatos y a su oportuna intercesión, consiguió cambiar el culinario chapuzón por un suculento rescate en la ciudad de Santa María del Huerto. Aquel hecho, además del agradecimiento del comerciante, creó una corriente de simpatía entre ambos y Antúnes deseaba que nada de esto hubiera cambiado.


        Decidió ponerse en contacto con él, un hombre con su mundo y recursos. Sabría encontrar alguna salida a su desesperada situación.


       Pasó la noche anterior a la cita, asaltado por horribles pesadillas que le mostraban cómo su barco y sus hombres eran arrollados, sumergidos y engullidos por espeluznantes máquinas que brotaban del mar.


         La entrevista transcurrió cordial y dio el resultado apetecido. El hombre en cuestión era conocedor de todos y cada uno de los últimos descubrimientos relacionados con la navegación, y por la naturaleza de sus negocios poseedor de varios engendros marineros como los que habían causado su angustiosa desazón.


        Transcurridos unos meses, en un punto entre las costas de Florida y la isla de La Española, un galeón en el que ondea la enseña pirata, espera a su presa, amainado y con todos los ojos de la tripulación fijos en un punto vacío del mar.


       De esa latitud, lentamente surge un vapor y esa señal es la que todos esperan para, sin recibir orden alguna, comenzar sus quehaceres y maniobras.


       Las velas nuevas e inmaculadas son izadas mediante drizas encordadas y trócolas recién engrasadas, éstas recogen el viento, parando el golpe, mientras el timonel ajusta el rumbo.


      La tripulación luce sus abigarrados atuendos piratas, desaliñados pero limpios. El capitán, tras su catalejo, acomoda con suaves órdenes su navegación a la de la confianza presa, que se dirige hacia ellos con todos sus puentes atestados de gentes que gesticulan y señalan hacia el velero filibustero.


         Mientras los hombres en los cañones colocan sus mechas y los tiradores cargan sus espingardas y mosquetones.


         El capitán sabe cómo y dónde realizar el ataque, no más cerca de doscientas yardas para evitar la acción de las traicioneras palas. Pero tampoco mucho más lejos para así conseguir que el efecto de la descarga sea mayor.


           Todos en sus puestos, las maniobras se suceden pausadas, hasta que se produce el enfrentamiento.


       Justo en el momento en que navegan el uno junto al otro, el capitán ordena con voz de trueno: “Fuego!”. De las troneras irrumpe una escalonada descarga y la “Santa Quiteria” se ve envuelta en una nube de humo y pólvora.


        Entre tanto, el gentío que abarrota la nave atacada explota en una estruendosa ovación, a la vez que lanza vítores y bravos hacia el buque corsario.


        En cuestión de segundos sobrepasa al atacante y, dejando tras de sí su fugaz estela, se aleja señorial e inalterado.


         El capitán observa la apresurada fuga, mientras sosegadamente cambia su afelpado sombrero bucanero por un pajizo y fresco panamá, más acorde con el calor sofocante que están padeciendo.


       La tripulación se desabrocha correajes, descuelga armas y desanuda pañuelos buscando acomodo. Hasta dentro de tres horas no abordarán otro barco y mientras, conviene estar relajado.


        En su hamaca de mando, a la sombra del mascaron de popa, el capitán hace cuentas sobre cuántos abordajes necesitará antes de retirarse a una de las sugestivas Islas Vírgenes para sestear y dejarse arrullar por las nativas y el ron.


        Solo llevaban unos meses en su nueva ocupación, pero el botín había mejorado sustancialmente al conseguido en sus últimos años de rapiña en el mar.


         Habían conducido por sus rutas a casi todos los navíos de turistas que surcaban el Atlántico. Además, estaban los fines de semana, en los que organizaban actividades paralelas con divertidos desembarcos e incluso ataques nocturnos en aquellos puertos caribeños que buscaban promocionarse.


        El nuevo jefe, su amigo el armador, parecía tan desalmado y honrado como él, y las perspectivas del nuevo negocio se presentaban harto halagüeñas para el futuro próximo.


        ¿Tal vez, en tres o cuatro años, podría retirarse? Durante ese tiempo formarían a gente joven en el caballeresco arte de la piratería y así mantendrían el negocio, en manos de rufianes, pero profesionales. Crearían nuevas rutas turísticas que apuntalarían con nuevos proyectos, como saqueos de playas, raptos de damas y otros simulacros bucaneros. Luego, traspasarían el negocio sólo parcialmente y así, aún después de retirados, seguirían obteniendo pingües y cómodos beneficios.


         “Mientras su mente navega de presa en presa, sus ojos se entregan al sopor y su cuerpo se rinde apresado por la infatigable brisa caribeña. Y en el mapa de sus sueños, todos los tesoros acaban teniendo un único y sonriente dueño”.

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