LA DERIVA MUNDIAL EXIGE UN CAMBIO DE MODELO DE CONSUMO Y UN RETORNO A LA VIDA RURAL

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Joven campo


Supongo que, desde el punto de vista de cada época, el mundo ha parecido siempre estar al borde del fin, al menos en la era "moderna". Durante la Revolución Industrial, con su polución inclemente y la explotación humana rampante, muchos debieron sentir que el progreso no era más que una promesa envenenada. Años después, el estallido de la Primera Guerra Mundial se alzó como un abismo inédito, que sacudió las certezas del progreso lineal. Con el crash de 1929 y la Gran Depresión, de nuevo pareció que el sistema económico no daba para más, antes de derivar en la Segunda Guerra Mundial, una catástrofe que marcó profundamente a la humanidad.


Ahora, en pleno siglo XXI, vivimos otro de esos momentos en los que los límites del sistema nos miran fijamente. Además de trinchera y agitación económica, enfrentamos una emergencia climática que ya transforma vidas, economías y territorios. El cambio climático no es un espectro futurista; es un hecho presente que define la desigualdad. Como siempre, son los más vulnerables quienes sufren primero y con mayor intensidad: comunidades desplazadas por la desertificación, agricultores arruinados por fenómenos climáticos extremos, pueblos enteros ahogados por el avance implacable del agua.


En este contexto, es imprescindible que nos detengamos a reflexionar sobre nuestro modelo de consumo y la forma en la que interactuamos con el planeta y entre nosotros. La actual deriva nos empuja hacia un colapso que tiene nombre propio: el agotamiento de los recursos, los conflictos por agua y alimentos, y la concentración de poder en manos de unos pocos. Pero si algo podemos aprender de los abismos pasados es que siempre existen oportunidades para redirigir la historia.


Uno de los primeros pasos para evitar un nuevo colapso pasa por construir modelos de consumo sostenibles. La sostenibilidad no debe entenderse como una moda pasajera, sino como una necesidad estructural que redefine la relación entre humanidad y planeta. Adoptar un modelo basado en la economía circular, en el que los productos se diseñen para ser reutilizados y reciclados, reduce la presión sobre los recursos naturales. Comprar local, preferir productos de temporada y reducir la dependencia de bienes traídos desde la otra punta del mundo son prácticas que no solo protegen el medioambiente, sino que también fortalecen las economías locales.


El cambio no puede ser individual. Crear comunidades de apoyo locales, en las que se comparten recursos, conocimientos y habilidades, es clave para avanzar hacia un consumo más consciente. Redes de trueque, cooperativas de producción y mercados comunitarios son ejemplos de cómo podemos trabajar juntos para generar bienestar colectivo mientras reducimos el impacto ambiental. Estas iniciativas no solo mejoran la vida de quienes participan en ellas, sino que también erosionan el aislamiento que fomenta el sistema actual, devolviéndonos una humanidad más conectada.


Aunque vivimos en tiempos de crisis, también estamos en una era de avances sin precedentes. Las energías renovables, los cultivos resistentes al clima extremo, los avances médicos y la inteligencia artificial nos ofrecen herramientas poderosas para abordar los retos actuales. Sin embargo, para que estas tecnologías cumplan su potencial transformador, es necesario democratizar su acceso y garantizar que no queden secuestradas por intereses corporativos que priorizan el beneficio sobre el bienestar colectivo.


El progreso no debe medirse solo en términos de acumulación de riqueza, sino en la capacidad de la humanidad para repartirla. Redistribuir la riqueza y los medios de producción no solo es un imperativo ético; es también una estrategia para evitar los conflictos que surgen de la desigualdad. Un sistema económico que permita al capital circular entre manos diversas y que incentive la inversión en educación, sanidad y sostenibilidad genera sociedades más estables y justas, menos propensas a la guerra y más abiertas al diálogo.


Es cierto que la humanidad siempre ha caminado al borde del abismo, pero también es cierto que, una y otra vez, ha encontrado formas de retroceder y construir puentes hacia un futuro mejor. Hoy no es diferente. Tenemos la capacidad, las herramientas y la imaginación necesarias para transformar esta crisis climática en una oportunidad para repensar nuestro lugar en el mundo y en la historia.


Al final, el verdadero progreso no consiste en explotar sin límite los recursos de un planeta finito, sino en aprender a vivir con respeto hacia la naturaleza y entre nosotros. Un nuevo modelo de consumo sostenible, alimentado por la tecnología y guiado por la justicia social, no solo es posible; es imprescindible. Y en eso juega un papel fundamental la promoción y el apoyo al retorno de un porcentaje de la población al mundo rural.


Quizás nunca dejemos de sentir que vivimos al borde del fin, pero tal vez esa sensación no sea más que un recordatorio de que siempre podemos elegir un nuevo comienzo. En los pueblos, la sensación de que el abismo está muy cerca se diluye con un paso del tiempo más lento, una economía en la que el intercambio de bienes y servicios entra mucho más en juego, y un nivel de consumo menor provocado por un contacto constante con la naturaleza y por un menor impacto de los impulsos que nos llevan a una vorágine consumista que está acabando con nuestro planeta. Se antoja fundamental que se favorezca el retorno a una vida con mayor protagonismo del mundo rural.

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