NAVEGANTES DE OTROS TIEMPOS

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El Residente


       El capitán Prudencio Martín había navegado por todos los mares y en todas las situaciones que la naturaleza es capaz de originar cuando no se siente bien consigo misma. Tifones en el Caribe, riadas de iceberg en el mar del Norte, incluso sobrevivió a un maremoto frente a las costas de Australia. Todo aquello y muchas cosas más no resultaron suficientes para amedrentar a uno de los marinos más aventurado y aventurero que haya dado la historia naval.


       Su velero de tres palos era la envidia de cualquiera que supiera apreciar lo que es deslizarse entre crestas y espumas. Nada en apariencia más marinero, parecía poder surcar los océanos conocidos.


      La misiva que llego desde esa diminuta isla polinesia hizo zozobrar su pacifica existencia de entonces.


Al principio la leyó con indiferencia y, tras muchas consideraciones y manoseos, terminó haciéndolo con creciente curiosidad.


     ¿Quién podría ser tan atrevido de retar al que navegaba de día sin cartas de navegación y de noche sin estrellas? ¿Cómo podían molestar a quién perdió hace tiempo la cuenta de las veces que dio la vuelta al mundo? Tenía escritos varios libros sobre las constelaciones y la orientación en los dos hemisferios, adema de publicar varias guías sobre el conocimiento individualizado y preciso de todas y cada una de las estrellas más conocidas.


      Sus tripulantes contradecirían al mismísimo Creador por obedecer sus órdenes.


      Sin duda, quién así escribía, era un fanfarrón, un presuntuoso o simplemente un loco. Sin embargo, las correctas formas empleadas para el reto y las veladas insinuaciones sobre experiencias inéditas, le hicieron reconsiderar la invitación.


       Mientras se mantenía en el timón de su nave, con la proa hacia la recóndita isla, releía por enésima vez la enigmática carta:


                                            “Admirado capitán Prudencio Martín, deseo que, al recibir estas letras, haya

                                             vencido usted todos los retos que hombres y aguas saladas son capaces de

                                             brindarle. Si así fuera, confío, tenga a bien considerar mi invitación a una

                                             selectiva regata que se celebrará en las proximidades de las costas de Aben-

                                             Laes, el día siguiente al solsticio de verano del año en curso.

                                             No pretendo halagar suvanidad, cuando afirmo que sólo marinos de su

                                             capacidad tienen una mínima posibilidad ante mi navío, mis conocimientos

                                             y mis vientos”.

                                                                                                                            José Valentín Cabernera.


        Hasta para él, resultó complicado encontrar aquella dichosa isla, en el más septentrional de los archipiélagos polinesios. No lo confeso en público, pero, por primera vez en muchos años, necesito consultar una carta marina para situar en su mente, ese lejanísimo trozo de mar.

    

Con todo el velamen desplegado y los vientos favorables, la travesía se convirtió en un sencillo ejercicio de espacio, tiempo y velocidad.


       Arribó a puerto la tarde anterior a la fecha señalada. “La Aires Sorianos” fue la sensación en el pequeño y destartalado muelle. Una vez amarrada y asegurada la nave, decidió presentar sus respetos al misterioso anfitrión.


       Vivía en una de esas casas que nunca parecen terminar de construirse. Su tamaño era el mayor de todas las que le rodeaban, pero ningún signo exterior de refinamiento o riqueza la hacía diferente a las demás.


        Su apariencia externa era la de un hombre normal, pero para un buen observador, bastaban unos cuantos detalles para saber que estaba ante alguien diferente, especial; la seguridad de sus movimientos, la arrogancia de su mirada, la fuerza que emanaba de su apretado cuerpo, que apenas era capaz de contener entre limites sus austeros y discretos ropajes.


        La entrevista resulto cordial, pero distante. El capitán rehuyó la invitación a cenar aduciendo los muchos preparativos que tendría que hacer esa noche, y aguardó sin mostrar impaciencia, las instrucciones para el día siguiente.


        Como dos gladiadores antes de decidirse a asestar un golpe, se median, trataban de adivinar los puntos débiles y las carencias de su contrario.


        Valentín Cabernera extrajo una cuartilla doblada de uno de sus bolsillos y se la entregó, a la vez que le emplazaba para la primera hora del amanecer. las demás especificaciones, se suponían en el interior de la cerrada nota.


        No consiguió dormir mucho aquella noche, pese a ser la más corta del año. La paso casi enteramente en vela. La nota manuscrita no resultó todo lo esclarecedora que él deseara, y la inquietud zarandeaba su espíritu con la misma facilidad que la galerna agita los mares.


       En la nota, aparte de unas coordenadas que sin duda indicaban el punto de partida y un rumbo concreto, solo aparecía un conciso texto: “Podrá quedarse con todas mis pertenencias y ostentar el título de Rey de los Vientos, sí es capaz de sacarme una sola yarda en el mar Celeste”.


      Una provocadora frase firmaba el escueto reto:” Si pierde, sólo lo sabré yo y, usted no perderá nada.”


      Sobresaltada su mente y excitado su cuerpo, no conseguía encontrar el necesario descanso. Entre los barcos que vio en el puerto, ninguno le pareció enemigo para para su imponente goleta. sin duda, la nave de su adversario se encontraba en algún oculto embarcadero.



      Consultó distintos mapas, pero no consiguió encontrar, ni de lejos, ni de cerca, donde se encontraba ningún mar Celeste. En sus muchos años de navegación tampoco recordaba un nombre parecido,. acudían a su cabeza mares en color, como el Negro o el Rojo, sugerentes como el de los Sargazos, incluso siniestros como el Muerto, pero nada parecido al difuminado color. Probablemente sería una acepción local para una reducida parte del inmenso océano Pacifico. Estaba con estos pensamientos cuando por fin, se entrecerraron sus fatigados ojos y el sosiego inundó la balanceante cámara.


      Amaneció y allí estaban, el uno junto al otro…….


        El sol parecía brotar del mar y las tripulaciones, aun somnolientas, deambulaban por las cubiertas esperando las despabiladoras órdenes.


        Don Prudencio, empezó a disipar sus inquietudes en cuanto se vio en cubierta y descubrió el barco de su contrincante,. con ojos de marino experto midió en cuestión de segundos las posibilidades del rival,. el resultado fue confortador. La sin duda, excelente nave del contrario, no tenía ninguna probabilidad frente a su bajel.


         Ambos desplegaron sus velas a la vez, y las cubiertas de los buques se vieron animadas por el ajetreo inconfundible que precede a la partida; cabos, velas, hombres en movimiento cumpliendo sus concretas y especificas funciones.


         Al poco tiempo adquirió la suficiente ventaja como para no sentirse inquietado por su adversario. El rumbo prefijado les dirigía inexorablemente, hacia el todavía naciente y cada vez más hiriente, sol.


      La creciente distancia con el Santa Quiteria (que así se llamaba el bergantín de don José Valentín) le desconcertaba. Maniobró y aproó su barco al viento para aminorar la velocidad. Continuar en aquellas circunstancias no tenía sentido. Esperaba, observando a su rival que le indicara una menos molesta dirección,  o la meta, pero el ágil y retrasado navío, parecía ajeno a estas consideraciones. No descendía la velocidad, ni parecía, por cómo se hinchaban sus velas, que pretendiera cambiar su rumbo.


      Viendo que se le echaba encima, inició el viraje para recuperar la abandonada estela.


      Si aquel era el camino, ¡adelante!, no se dejaría intimidar por un exceso de luz.


     Por instantes se agrandaba la astral esfera, a la vez que aumentaba el viento y el clamor del mar.


Llegó a pensar que se acercaba a una gigantesca catarata, tal era el estruendo que recogía el aire que difícilmente se oían sus voceadas órdenes. Su instinto marinero le avisaba que algo ocurría, que algo no marchaba bien.


        El vigía de la mayor gritó: ¡Tierra!


        ¿En qué dirección? Pregunto sorprendido el capitán.


        Pareció dudar, en su atalaya, el marinero antes de exclamar: ¡A proa!...¡Y, a babor…! y a estribor!


        Consulto su mapa y ninguna isla figuraba en su marcada ruta.


        Un nuevo y esclarecedor grito conmocionó la cubierta: No es tierra señor, ¡Es cielo!..¡¡Es cielo!!


        De repente comprendió. El cielo …. el atronador ruido…., las viejas teorías de los antiguos marinos napolitanos y vikingos, eran ciertas.


       ¡La tierra no era completamente redonda! Y el mar se desplomaba justo delante de su barco, como si de un enorme y rebosante embalse se tratara.


        Reacciono con prontitud, mandó virar en redondo y arriar las velas, confiaba en que su contrincante viera su maniobra y detuviera su alocada navegación.  No parecía percatarse de ello. Le hicieron señales con brazos y banderas, pero la corbeta pasó como una exhalación junto a su proa.


        Con todas sus velas desplegadas y una dirección inconfundible, dejaba ver en el castillete de popa a un sonriente don Valentín, que agitaba su mano, saludando al rebasado rival.


        ¡A los remos! Gritó a sus hombres, dispuesto a perder de vista para siempre, aquel extraño lugar.


        Siguió con curiosa mirada la vertiginosa navegación del “Santa Quiteria” antes de precipitarse en el vacío. Lo vio desaparecer bruscamente, tragado por el limitante horizonte.


         Cerró los ojos unos segundos como certificando lo inevitable, y cuando los abrió, sus asombradas pupilas se achicaron para avistar algo que parecía asomar sobre la última línea de agua pausada, pero inequívocamente, como sustentado por una mano invisible, emergía el despeñado navío, primero la mayor, luego el resto de las velas y por fin, el aún chorreante casco.


          ¡Navegaba!... ¡¡ Navegaba en el cielo!! como si de un barco de cuento se tratara. ¡Navegaba entre nubes y vientos!


          Sin dar crédito a sus ojos, regresaron a su puerto de salida. nadie habló, ni comentó nada, sobre lo ocurrido.


         Tumbado en su camarote, transportaba mentalmente a un mapa, la longitud y la latitud por dónde había desaparecido don José Valentín Cabernera.


        Dudaba en hacer público su descubrimiento al mundo o destruir aquel punto para siempre y no ser él, quien pusiera en evidencia a los científicos y marinos de aquellos días.


        Luchaba su mente con la difícil elección, cuando su desocupada mirada reparó en un pequeño sobre, que se sujetaba por la abierta solapa a una esquina de su espejo.


        Saltó de la cama y lo abrió con ansiedad. Una caligrafía que ya le resultaba familiar, explicaba:


                                                         “Don Prudencio, si quieres conocer realmente los mares, le espero

                                                         en la constelación de Andrómeda. Ya conoce el rumbo. Desde allí,

                                                         si ese es su deseo, le mostraré todo el firmamento".


         Su mano apretó y arrugó la nota. Un gesto, entre emocionado y satisfecho, iluminaba su hasta

entonces taciturno rostro.


          Aún hoy, son un misterio sin aclarar, las extrañas desapariciones del “Aires Sorianos” y el “Santa Quiteria” en aguas del océano Pacifico.


           Una vez desechadas todas las teorías razonables sobre naufragios, se comenzaron a barajar las exotéricas sobre los misterios que esconden las profundidades marinas.


           Ni unas, ni otras resultaron convincentes, ni dieron respuesta a los estudiosos.


          Lástima que nadie los buscara en el cielo….¡¡Entre las estrellas!!

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