REGAR Y COSECHAR

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El Residente


       Cuentan que no hace mucho tiempo, es más creo que fue ayer, en que un viajero acertó a pasar por la plaza de un pueblo de un anónimo lugar, en el centro de esta, en un improvisado sitial, un animado orador se dirigía a un numeroso pero apático público rural.


          Escuchó el viajero con atenta curiosidad y sorprendióse de la brillantez del discurso, de su claridad. Iluminaba cada una de sus palabras con los más acertados adjetivos, su prosa brotaba con fluidez y precisión, tratando los acontecimientos presentes y futuros con perspectiva y seguridad.


      El viajero estaba entusiasmado, todo hacía presagiar el júbilo final, sin embargo, el auditorio permanecía frio, distante, cuchicheaba y parecía querer abandonar el lugar.


       Meditabundo y sorprendido continuó camino, y llegó hasta otra próxima ciudad, en que quiso el cielo, diose la casualidad, que en la plaza del pueblo hubiese y como en el anterior en el mismo lugar, un hombre que se dirigía a sus vecinos, y que al contrario que el primero parecía un pirómano verbal, pues tenía encendidos los ánimos de todos los que se paraban a escuchar.


       Oyó atentamente el viajero su torpe y deslavazado discurso, era incapaz de unir dos ideas seguidas, su esfuerzo parecía ser puramente gutural, no había congruencia en su pensar, tono brusco y exagerado, demasiado énfasis y gesticulación, las palabras escapaban de su boca como huyendo de un penal y acababan explotando entre la gente, desnudas, sin su significado original.


      Pese a lo dicho, la gente ardía, gritaban, le querían tocar.


      Confuso, siguió viaje el viajero y meditando le dio por atinar: “que no todas las tierras que hay bajo el cielo necesitan el agua igual, unas admiten el riego y otras lo mejor es no regar”.

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