La raya jalonera es famosa por la proliferación de castillos que jalonan el territorio (perdón, pero no he podido evitar el juego de palabras). Nuestro valle es el paso natural más accesible entre las cuencas del Tajo y el Ebro y este valor estratégico no se le ha distraído a nadie en los últimos veinticinco siglos. Por esta razón nuestro valle ha tenido que sufrir el paso de tantísimos ejércitos. Desde los Bárcidas a Mío Cid, desde la purrela de romanos yendo y viniendo hasta los emplumados italianos que no pararon de correr luego de querer visitar Guadalajara sin ser invitados, allá por el invierno de 1937… En fin, que no ha habido banda de saqueadores uniformados que se privara de correr el Jalón arriba y abajo buscando gloria, botín o lo que fuera.
El tiempo diluye las sombras y ya no se recuerda la estela de dolor y sangre que dejan las armas, por lo que ahora, de todo aquello, nos queda un legado histórico en forma de poemas, canciones, torres y… castillos. Muchos castillos. El de Almadeque es uno de ellos y, me parece a mí, el menos conocido. Y es que de las fortalezas altojaloneras algunas se yerguen muy enteras, como las de Cetina y Monteagudo; otras no disimulan su ruina épica, como les pasa a las de Montuenga y Monreal; y no faltan las que asombran desde lo alto de sus riscos, como las de Embid de Ariza y Villel de Mesa. Ya puestos, incluso las hay mancilladas por el mal arreglo, como le acontece al pobre castillo de Ateca (pero de este ya hablaremos otro día).
De entre todas estas fortalezas, sólo una se esconde a la vista del viajero: la de Almadeque. El nombre es árabe, como tantos de la comarca, y parece remitir a la rambla vecina, aunque un pelín aumentada de rango. Tal es la etimología propuesta por el arabista Miguel Asín Palacios y no se la desmentiré yo, pues “madiiq” es, en efecto, una de las voces árabes para “desfiladero”.
El castillo es un edificio pequeño y ruinoso, más bien se trata de una casa fuerte, y se encuentra cerca, pero no mucho, de Sagides, en la parte sur del término de Arcos y en medio del Sabinar… y de ninguna parte. Sí, porque a este castillito sólo se puede llegar por caminos poco cuidados y a veces abruptos, cuando no directamente arados por algún agricultor despistadillo. En cualquier caso no hay en las proximidades carreteras ni casas ni nada que no sea monte.
Esto es lo que le da encanto y también lo que nos hace preguntarnos: ¿a santo de qué le dio a alguien por plantar una fortaleza en un emplazamiento tan remoto? Pues ahí está la clave. La construcción más antigua del conjunto es la torre circular, de unos cinco metros de diámetro, que formó parte desde al menos el siglo X del dispositivo de vigilancia fronteriza del Califato de Córdoba. Torres de este tipo las hubo y las hay a mansalva en toda la “frontera media”, y sus restos, mejor o peor conservados, son fáciles de localizar en un extenso arco que va desde la sierra de Madrid hasta la provincia de Zaragoza, aunque su área de mayor densidad se encuentra en Soria.
Esta torrecita, por lo que fuera y en algún momento no muy bien determinado entre los siglos XV y XVI, animó a un señor feudal tardío a levantar una casa fuerte en torno a la torre. En una época en la que la pólvora ya había puesto en entredicho el valor de este tipo de fortificaciones resulta curioso que alguien decidiera ampliar la atalaya dando traza militar a la construcción nueva. Muros de piedra (aunque no muy gruesos, la verdad), portón en arco y saeteras. Un poco incongruente no sólo por anacrónico sino porque, en puridad, en el barranco de Almadeque no hay nada que defender ni lo hubo nunca.
Quizá fueran sólo inercias históricas, pues al fin y al cabo este pintoresco castillete nunca se vio envuelto en combate alguno y de hecho apenas hay noticias suyas fuera de referencias ocasionales sobre su uso como granja y su pertenencia a la Comunidad de Medinaceli. Según Gonzalo Martínez Díez, en su libro Las comunidades de villa y tierra de la Extremadura castellana (Editora Nacional, 1983), la última referencia cierta que se tiene del lugar como poblado es de 1785, y por entonces sólo vivía una familia cultivando la poco productiva tierra del paraje. De lo que no cabe duda es de que el castillo ya estaba abandonado, y desde hacía mucho, a principios del siglo XX.
Al viajero que quiera conocerlo hoy más vale que le guste andar. Y qué diablos, tampoco pasa nada por dejar el coche descansando un rato en Arcos o Sagides, pues el paseo por el entorno natural de la zona es más que recomendable. Para no perderse mejor llevar un mapa (y recomiendo que sea de papel, porque igual el GPS se queda sin cobertura en medio de las brañas del monte). Tampoco viene mal preguntar a algún vecino antes de salir a la ruta.
El estado actual del edificio es ruinoso, aunque el conjunto mantiene su estructura de madera y su torre, desmochada en fechas no muy lejanas, guarda contacto visual con los castillos de Arcos y Montuenga, además de con otros oteros y atalayas. Los muros de mampostería han aguantado bien el abandono, pero no lo harán para siempre y por eso me siento obligado a dar la alarma, otra vez, en defensa de nuestro patrimonio. La fortaleza de Almadeque se encuentra bajo abrigo del Decreto del 22 de abril de 1949 sobre Protección de Castillos Españoles y de la Ley 16/1985, de 25 de junio, sobre Patrimonio Histórico Español. Es decir, nada: está desnudo y por eso esta pieza histórica tan singular figura, cómo no, en la Lista Roja del patrimonio en peligro.
He comentado un poco más arriba que la fortaleza de Almadeque jamás se las vio en una ocasión de armas. Pero como tampoco es cosa de aferrarse a la realidad, podemos contentarnos con la leyenda. Y ésta dice que en algún momento de las luchas fronterizas entre cristianos y musulmanes el conde Garcí Fernández acertó a pasar con su hueste frente a los muros de Almadeque. Una vez allí retó a las fuerzas enemigas, comandadas por el gran walí Ibn Timlet de Medinaceli. La pelea fue ardua y al cabo se saldó con la muerte del walí. No consta si aquel Fernández obtuvo alguna ventaja con este homicidio, pues al cabo tuvo que retirarse y el castillo quedó para los musulmanes.
Hoy las piedras de Almadeque llevan siglos sin conocer violencia alguna, más allá de la que ejerce el paso del tiempo, y se contentan con ser hogar de murciélagos, ratoncitos camperos y un sinfín de avecillas.
JALON
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