Restaurar un castillo (u otro monumento) siempre es una buena noticia, ¿verdad? Pues no: depende del criterio de la restauración, sus objetivos y el resultado final. En España hay muchos ejemplos de buenas rehabilitaciones, una de ellas glosada en esta sección hace poco: la del castillo de Monreal de Ariza. En este pueblo del Alto Jalón aragonés se ha consolidado la fortaleza, se han repuesto algunos muros y, en definitiva, se ha puesto en marcha un proyecto para que el conjunto monumental pueda ser visitado, comprendido y valorado.
En otros lugares las restauraciones son demoledoras. Quizá el caso más horrendo sea el pobre castillo de Matrera, en Cádiz. Su ruinosa torre fue embutida en un mamotreto que desvirtúa por completo no sólo el edificio (lo que quedaba de él), sino el paisaje circundante. El arquitecto se defendió alegando el uso de materiales similares a los que el castillo tuvo en origen y, sobre todo, indicando que la obra cumple la normativa, la cual señala que los elementos nuevos deben distinguirse sin dificultad de los antiguos para evitar «falsos históricos».
En el Alto Jalón tenemos un caso parecido en el castillo de Ateca. El edificio original fue construido en el siglo X y sufrió diversos daños a lo largo del tiempo, ya que se vio envuelto en numerosas acciones bélicas. A partir del siglo XVI, perdida su utilidad militar, fue deteriorándose poco a poco hasta que en el XIX fue recuperado para la guerra: los carlistas lo convirtieron en un fuerte salpicado de aspilleras para la fusilería. Esta intervención, unida a la torre mudéjar del Reloj, del siglo XVI, que adorna su flanco oriental, alteraron por completo la apariencia que este castillo pudiera tener en la Edad Media y, de hecho, para los atecanos era conocido como «el fuerte», más que como «el castillo».
Tuve ocasión de visitarlo durante la década de 1990, cuando era una pura ruina en la que, sin embargo, el reloj de la torre aún funcionaba y había que subir a darle cuerda cada tanto. Para mi suerte, al rondar los viejos muros me topé con el campanero, un señor muy, pero que muy mayor, de cuyo nombre por desgracia no me acuerdo. Lo que sí recuerdo es su amabilidad. Al verme interesado me invitó a pasar con él al deteriorado recinto y subir a la torre «para dar de comer al reloj».
La susodicha es una de tantas torres inclinadas que los alarifes mudéjares sembraron por la comarca de Jalón. Y puedo asegurar que está pero que muy inclinada. Para acceder al campanario y al mecanismo del reloj se subía por una sucesión de escalas de madera adosadas a los muros internos de la torre. Me dio la sensación de que la última vez que se realizó algún mantenimiento fue cuando los carlistas estuvieron por allí. No, no resultaba muy tranquilizadora la ascensión acompañada de los crujidos ominosos de los peldaños y con una inclinación del edificio que, por alguna razón misteriosa, se hacía más evidente cuanto más arriba estabas.
Allí me veía yo, con veintipocos años, cagado de miedo, siguiendo a un señor que, por su aspecto, ya no cumplía los ochenta y que ascendía tan pancho por aquella escala del terror que para él era como su casa. En fin, llegamos arriba y debo decir que mereció la pena. La vista, desde el campanario, resultó espectacular. Y el hecho de que desde algunos vanos de la torre se dejaran ver los adoquines de la calle directamente bajo tus pies, un kilómetro (o eso me parecía) más abajo, pues… En fin, llegados arriba el campanero se puso a darle vueltas a una manivela que hacía subir un recio contrapeso. La lenta y controlada caída de ese artefacto proporcionaba energía al reloj para marcar el tiempo hasta que alcanzara de nuevo el piso bajo de la torre, muchas horas después.
No volví a tener noticias del castillo de Ateca hasta que unos años más tarde se habló del proyecto de convertirlo en un hotel. Me pareció buena idea porque siempre está bien recuperar un edificio histórico para darle un uso nuevo… si se hace de la manera adecuada. No fue el caso. La reforma del edificio, acabada en 2005, alteró en primer lugar la disposición interior del conjunto. Por supuesto que un hotel actual no es lo mismo que un fuerte fusilero del siglo XIX y también es verdad que la arquitectura intramuros se encontraba en gran parte demolida y daba pie a cierto grado de «interpretación», pero la intervención resultó, desde mi punto de vista, excesiva.
Lo peor, sin embargo, fue la brusca alteración del aspecto externo del conjunto. No es una cuestión baladí: el fuerte o castillo de Ateca es un elemento muy visible del perfil de este pueblo que constituye una de las joyas del mudéjar aragonés. Con la remodelación externa los muros de piedra desnudos, que daban carácter a la mole, quedaron desvirtuados por completo. No sólo se abrieron ventanas, además con una tediosa disposición regular, sobre unos muros defensivos que por definición eran cerrados, sino que se enfoscó todo el edificio, de arriba a abajo, con un mortero terroso que borró por completo la personalidad de la fortaleza como tal.
Es cierto que se han conservado las aspilleras en el muro frontal y se ha respetado la Torre del Reloj (aunque no se puede visitar y, según parece, han colocado un mecanismo electrónico para que no haga falta campanero que suba y baje). Sin embargo, lo menos que se puede decir del de Ateca es que, lo mires desde donde lo mires, parece cualquier cosa menos un castillo. Es un mazacote anodino en el que la airosa Torre del Reloj parece haber caído desde el cielo para darle un mínimo de gracia al conjunto.
El estudio de arquitectura que realizó la obra a principios del siglo XXI se defendió alegando que los castillos medievales tenían los muros enlucidos. Y es cierto, en general. El problema es que el de Ateca no es un castillo medieval: es un fuerte del siglo XIX y casi con total seguridad nunca fue recubierto. Y, desde luego, nunca tuvo ventanas alineadas como en un bloque de apartamentos, que es lo que parece ahora. Puestos a volver la mirada al pasado también podríamos decir que los castillos estaban llenos de churretones de excrementos, ya que la gente hacia sus necesidades asomando las nalgas por almenas y matacanes. O que el pie de los muros se encontraba casi siempre cubierto de basura, pues ahí es donde se arrojaban los desperdicios. Pero a ningún restaurador se le ocurriría emporcar un castillo para darle «autenticidad», ¿no? Aunque mejor no dar ideas… En suma, el argumento del estudio es erróneo y lo que se ha creado es un genuino «falso histórico» que abarca todo el aspecto externo de un edificio desfigurado.
Para más abundamiento la obra presenta infiltraciones de humedad en diversos puntos y, al desprenderse el enlucido, se ve que el muro original, de piedra, fue parcheado de manera un tanto chapucera con ladrillo moderno. Un caso muy parecido, por cierto, a la horrenda restauración que, en la década de 1980, se llevó a cabo en el patio de armas del castillo de Cetina. De esto ya hablaremos otro día.
Dicho lo dicho, voy a sacar la parte positiva del asunto. El arreglo-desarreglo del castillo de Ateca, aunque feo en su estética, no llega al extremo del caso citado de Matrera, que es conocido como el «Ecce Homo de los castillos». A pesar del mal criterio restaurador, al menos se ha evitado que el castillo atecano siguiera desmoronándose y, después de todo, la obra original sigue ahí, debajo de ese enlucido que tan poco luce.
Sería injusto, por último, no contar que he ido a la cafetería del hotel alguna que otra vez a echar un trago y la verdad es que el establecimiento en sí es un lugar muy agradable. Y el personal que lo atiende, gente muy correcta y de buen trato. Si por añadidura se hubiera restaurado la fortaleza con un poco de contención este hotel sería uno de los mejores espacios históricos de nuestro valle alto del Jalón, el cual tiene termina, para dar paso al valle central, precisamente en el término de Ateca.
JALON
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