Se había enrolado en la legión romana, por los muchos deseos que tenía de conocer países y culturas distintas, provenía de una familia humilde, de la recién conquistada Hispania. Decidió aprovechar la ocasión que le ofrecía el invasor y pensó que, la única manera que tendría para ver cumplidos sus sueños sería alistándose con aquel puñado de desarrapados, que provenientes de medio mundo, buscaban matar su hambre y encontrar alguna ocupación, en el por aquel entonces, mayor ejército de la tierra civilizada.
No tuvo problemas para que aceptaran su enganche. Su cuerpo estaba forjado con el trabajo duro y templado con los aires del cierzo, sus brazos inspiraban confianza, lo mismo al azadón que a la espada y, la resolución de su mirada no dejaba lugar a dudas ni siquiera al más puntilloso de los centuriones.
Al principio, todo fue según sus expectativas, visitó en campañas triunfales la exuberante campiña gala, paseó por los famosos jardines colgantes de Babilonia, recorrió las pirámides del misterioso Egipto y sus ojos admiraron sorprendidos la arquitectura natural e irrepetible de la sin par Anatolia, pero sus huesos acabaron dando en la alborotada e insípida Judea.
Llevaba allí dos años, en una guarnición compuesta por veteranos de todas las guerras, y en todo ese tiempo, no había hecho más que practicar estúpidos juegos y perseguir profetas.
Aquellas gentes no luchaban por sus tierras ni por sus reyes, todo parecía girar en torno al más allá, a lo espiritual, a Dios, a un único y especial Dios que aunaba en su divina persona, todas las cualidades de cada uno de los dioses del Olimpo romano. Para mi corto entender, mucho poder en una sola persona sea sobrenatural o no, pero aquellos hombres parecían querer resumir toda su grandeza, en tener entre los suyos al Dios de dioses.
Durante los dos años anteriores, él y sus compañeros habían perseguido, prendido, torturado y degollado a más de un centenar de presuntos profetas que, con mayor o menor fortuna, sublevaban los ánimos de aquellas influenciables gentes.
Hasta aquella noche de guardia, a los pies de aquella cruz, en aquel pequeño monte que llamaban Gólgota, no había prestado demasiada atención a los desgraciados reos que morían suplicando terminaran cuanto antes con sus sufrimientos. Este parecía distinto, al menos eso aparentaba, por la serenidad que en todo momento reflejaban sus facciones.
La vehemencia con que sacerdotes y gentiles pidieron la muerte del desgraciado hizo dudar al cónsul romano sobre la justicia de su decisión, pero las órdenes de Roma eran taxativas al respecto, todo lo que pudiera alterar el inestable orden en el Imperio Oriental debía ser extirpado de raíz como si de una mala hierba se tratara. El Imperio ya tenía bastantes problemas con las tribus bárbaras del Norte, para distraerse con banales e interminables discusiones religiosas.
La sentencia fue explícita y contundente, muerte por crucifixión, que parecía ser una de las formas para terminar con la vida que más agradaba a aquellos espirituales seres.
Embozado con su capa, permanecía sentado sobre una simétrica piedra que le servía de asiento. Sus manos asían y se apoyaban en la larga lanza que mantenía entre sus encogidas piernas.
Las cosas que contaban de aquel hombre no parecían suponer ningún peligro para el Imperio, pero hasta su captura, habían mantenido en continua ebullición y zozobra al místico pueblo hebreo.
Un casi imperceptible susurro, proveniente de la cruz le distrajo de sus cavilaciones. Se levantó y aguzó sus oídos. Ahora sí, escuchó con claridad como una voz suave, pero firme, se dirigía a él:
---Eh! Amigo, ¿podrías pasarme un cigarrillo?
Confuso miró en todas las direcciones, la noche era clara, las estrellas y la pleniluna iluminaban suficientemente los alrededores. Su mayor preocupación era el quisquilloso pretor de guardia. Lo avanzado de la hora le tranquilizó, probablemente dormiría una de sus espectaculares borracheras. Rebuscó en su faltriquera y sacó una bolsa de tabaco y papel, sus ágiles dedos automáticamente liaron un irregular cigarro y, con su piedra de encender, prendió fuego al pitillo.
Alzándose en las escaleras que había usado para izar la cruz, puso el pitillo en los labios del desgraciado. Este, aspiró varias veces el relajante humo como si en cada envite le fuera el último aliento, después sostuvo la candente y menguada colilla entre la comisura de sus labios y apostilló al legionario:
- ¿No querrás que te lo agradezca?
- Hombre, pues por esto me puede caer un buen puro.
- Qué lástima, unos días sin visitar los prostíbulos de Caldea, espero que puedas soportarlo-dijo, poniendo en sus palabras la mayor dosis de cinismo.
Sin prestar atención a las irónicas palabras, se atrevió a preguntar:
- Oye, ¿es cierto lo que se cuenta de ti?
- Depende, unas cosas no y otras, tal vez sí.
- Lo de convertir agua en vino no se lo cree nadie.
- ¿Conoces alguna forma mejor de alargar el vino, que aguándolo? Éramos muchos y eran muchos días de festejos.
- ¿La vuelta a la vida de Lázaro?
- Llegué justo a tiempo, si no me doy prisa, lo entierran vivo los muy animales.
- ¿Anduviste sobre las aguas?
- Un bajío de arena en el mar.
Anda, retírame la colilla, acabaré quemándome y no es la muerte que han dispuesto para mí.
- ¿Sientes el dolor?
- ¿Tú qué crees? No seas idiota.
- ¿Multiplicaste los panes y los peces?
- No es la matemática, la ciencia que mejor maneja mi pueblo. Los dividí, no tocábamos a pieza por cabeza. No quedamos hartos, pero compartimos lo que había.
- ¿Sanaste al leproso?
- Todas las enfermedades empiezan y terminan en la cabeza, aquel hombre quería sanar y probablemente no fuera lepra.
- Cuando eras niño, dicen que tu sabiduría silencio a los sumos sacerdotes del Sanedrín.
- Acallar necios nunca fue un milagro.
- ¿María, La Magdalena?
- Tengo treinta y tres años y he tenido la suerte de amar y ser amado, me alegro de que la ternura sirviera para apartarla de aquella vida.
- ¿Eres hijo de algún dios?
- ¿Y tú?
- Pero entonces, ¿qué tienes de divino?
- Muchos amigos que creen en mí y la necesidad de los humildes de creer en algo.
- Resumiendo, ¿has engañado a tus seguidores?
- A eso le dará respuesta el tiempo. Yo sólo he predicado sobre lo que ya han dicho antes otros hombres y repetirán otros en el futuro. Repartir, compartir, amar, consolar, enseñar, ilusionar; en conclusión, ofrecerse a nuestros semejantes es algo que debiera practicar todo hombre.
Si tiene que convertirse en una cuestión divina para ser llevado a cabo, así sea, pero yo creo que estas pretensiones deberían ser humanamente posibles. Ahora déjame, estoy cansado y la postura es de lo más incómoda, si no puedes hacer más por mí, retírate.
Descendió taciturno el legionario hasta su puesto de guardia y se refugió en su incómodo asiento. En su cabeza se agolpaban la sinceridad de las confesiones escuchadas y sentimientos de recién adquirida culpa.
Nunca había tenido problemas de conciencia y mucho menos con ninguna pretendida divinidad, pero aquel hombre le había impactado y llenado de desasosiego.
Una gota de sangre cayó en el dorso de su mano, empapó su piel y se confundió con su sonrosada carne, como hace el agua en la sedienta tierra. Si iba a hacer algo, tenía que ser pronto, estaba a punto de amanecer y aquel desgraciado estaba en las últimas.
Cogió la misma maza con que le habían clavado en la mañana y se alzó nuevamente en la cruz, se miraron y en los ojos de ambos brilló el entendimiento, sacó los clavos y descolgó al exhausto crucificado, lo cubrió con su capa, escribió una escueta nota y echándoselo como un fardo a la espalda abandonó el patibulario escenario.
Dejó una misiva a los pies de la cruz, en ella explicaban los supuestos seguidores del Nazareno como habían matado al centinela y raptado los cuerpos de ambos, para así poder darles digna sepultura.
A la mañana siguiente, corrieron múltiples versiones sobre los hechos acaecidos esa noche, la más repetida fue la que venía a corroborar la coartada del impetuoso legionario, y otra más espectacular y divina, en la que se aseguraba que Dios Padre había descendido en persona desde su celestial trono para recuperar a su hijo, de entre los desagradecidos hombres.
Mucho dio que hablar el extraño suceso y aún hoy, después de muchos siglos, nadie parece ponerse de acuerdo.
Pasado algún tiempo, los seguidores del buen samaritano, dijeron haberle visto caminando entre los hombres y este nuevo milagro de su resurrección corrió como un reguero de pólvora, aumentando su fama entre los sencillos. Poco después, nunca más de Él se supo y se dio por hecho, que, una vez cumplida su misión terrenal, había regresado para siempre a sus celestiales dominios.
La mañana de la azarosa huida se refugiaron en casa de un compañero de armas del legionario y también de ascendencia hispana, el aguerrido Prudencio Martin. Allí permanecieron hasta que se recuperó el malherido, con la ayuda de las pócimas y ungüentos de un famoso apotecario morisco, Inrïkï Al-Mar-sara. Como si de una solicita madre se tratara, durante ese tiempo, José Serano alimentó con sus propias manos al clavado; desmenuzaba el pan y lo ponía en su boca. Mientras uno hacía acopio de vitalidad, el otro se llenaba de sensaciones.
Cuando sanaron cuerpo y mente, el resucitado se puso en contacto con un viejo amigo que era pescador, le convencieron para que, a cambio de las llaves de su casa, les cediera su barca. En la liviana embarcación, cruzaron el mar hasta la lejana Hispania. Allí, el antiguo desertor de esta tierra y el venido de Galilea, gracias a una bolsa de monedas de plata con que les subvencionó otro amigo, conocido como “ Pepe el Vinatero”, montaron una pequeña carpintería; con las enseñanzas del uno y las buenas manos del otro, pronto prospero el negocio y pudieron abrir sucursales en todo el Occidente civilizado.
De entre las muchas obras de arte que salieron de sus talleres, eran de una especial relevancia y sensibilidad, los crucifijos de todos los tamaños que, en cuestión de poco tiempo poblaron el mundo.
Como ebanistas crearon escuela, pero como hombres fueron espejo y guías de su comunidad mientras vivieron.
Lo menos acertado resultó ser el nombre con que bautizaron su floreciente negocio, “Relegión”( antepusieron el prefijo re, repetición, a legión). Sólo pretendieron rendir homenaje a la antigua profesión del valeroso José, pero se equivocaron. Como denominación del grupo carpintero, no fue en su época gran cosa, pero la palabreja, con una pequeñísima variante lingüística, con el tiempo, conformo la palabra Religión y esta terminó siendo el símbolo de la mayor multinacional espiritual de la tierra. La cadena de artesanales talleres dio lugar a mecanizadas y modernas industrias. Se produjeron algunas escisiones, surgieron algunos competidores, pero acabaron repartiéndose el mercado y, hoy en día, conviven todos con desahogo y solvencia.
Jesús trasmitió las ideas y José los hechos, ambas cosas son necesarias y complementarias, los hombres las separaron y las adaptaron a sus sesgadas conveniencias, sin respetar ni la Palabra, ni la Obra….. Amén.
JALON
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