Hoy voy a hablar de un elemento patrimonial que pasa desapercibido a la mayoría de la gente, aunque no a toda. Me refiero, como reza el título, a los palomares, residuo arquitectónico de un sistema de producción ganadera ya desaparecido pero que alcanzó cierto predicamento en el pasado: la cría de palomas y pichones. El palomar era el centro de este tipo de producción avícola destinada sobre todo a la alimentación, aunque en algunos casos también servía para la cría de palomas mensajeras. Esta variante requería más tiempo y dedicación, pero también rendía beneficios mayores.
La abundancia de palomares en ruinas desperdigados por nuestra comarca da fe de que esta actividad fue rentable en el pasado. También nos está hablando de que hasta no hace tantos años se pasaba mucha hambre en España y cualquier cosa, incluso un escurrido guiso de paloma, podía servir para ir tirando. Nunca he tenido ocasión de probar ni siquiera un bocado de este volátil. Sin embargo, la facilidad con que desapareció de los usos gastronómicos —apenas el pollo se volvió un alimento asequible— me hace pensar que se trataba de un recurso más bien forzoso, como que a falta de pan, buenas eran tortas.
Como fuere, el caso es que en cuanto se impuso la crianza industrial del pollo y este pájaro pasó de manjar caro a menú del día, el negocio de las palomas se vino abajo en un periquete. Y los palomares, de pronto inútiles, quedaron abandonados y poco a poco se fueron arruinando sin que a nadie le importara. O, insisto, a casi nadie.
Sí, está muy bien conservar los grandes monumentos, esas fortalezas, palacios, colegiatas y hasta catedrales que constituyen el «gran arte» y conforman un patrimonio del que todos disfrutamos.
Sin embargo, más allá de estos recordatorios de la vanagloria del poder subyacen pequeños tesoros, tal vez no tan vistosos, pero también importantes. Me estoy refiriendo a los modos populares, los de la gente del común. Los castillos imponen su silueta en la distancia y pueden venir cargados de leyendas y de alguna que otra matanza épica entre dos magnates que se disputaban el señorío de cuatro casas. Pero la arquitectura popular nos habla de cómo vivían nuestros antepasados, de la manera en que se relacionaban o del esfuerzo cotidiano para arrancarle a la tierra un pedazo de comida. Eras, bodegas, molinos, palomares… Son un testimonio de la capacidad de supervivencia de las generaciones que nos anteceden.
En la actualidad varios pueblos castellanos y leoneses han emprendido acciones para recuperar y conservar los palomares supervivientes. Por citar sólo algunos casos notables tenemos lugares como Villafáfila en Zamora, Santoyo en Palencia o Matapozuelos en Valladolid. Una política que deberíamos imitar en el Alto Jalón (y aun en toda la Celtiberia), donde conservamos unos cuantos palomares de tipología simple pero eficaz. En general se trata de edificaciones de planta rectangular, de adobe o tapial, con cubierta de teja a una o dos aguas. Sobre el interior (y a veces el exterior) de sus muros se disponen los nichos donde las palomas anidaban.
Esta arquitectura no es tan vistosa en lo formal como la de los palomares de planta circular de la Tierra de Campos. No obstante, los altojaloneros aventajan a aquéllos por su emplazamiento, casi siempre levantados en lo alto de un risco o apoyados de forma inverosímil en la pared de alguno de nuestros abundantes desfiladeros.
Conservamos restos, en mejor o peor estado, por todo el valle alto del Jalón, desde Yelo y Velilla de Medinaceli en adelante, aunque yo el que mejor conozco es el de la venta de La Toba, cerca de Ateca, cuyas ruinas se levantan varios metros por encima de la dicha venta, que también está hecha polvo, por cierto. El acceso a este palomar (como a casi todos los de la zona) resulta complicado. Y en realidad no es muy buena idea, hoy por hoy, subir y meterse dentro a cotillear. Primero porque el atrevido podría despeñarse con facilidad. Y si no, podría venírsele encima lo que queda en pie del edificio, que son sus cuatro paredes.
Cuatro paredes que merece la pena salvar como expresión de la memoria de nuestros pueblos. Los palomares deberían ser restaurados, cuidados y puestos en valor, como debería hacerse con cualquier resto arqueológico. Sí, ya sé que en una tierra en la que iglesias, fortalezas y otros grandes monumentos se caen a pedazos, o donde una joya como Arcóbriga yace olvidada y en el más perfecto de los abandonos, pensar en que la administración pública se ocupe de recuperar unos montones de adobe y teja es como pedir peras al olmo proverbial.
Pues eso es lo que pido, que además me sale gratis: recuperemos los palomares y convirtámoslos en espacios visitables y educativos o incluso en alojamientos cuando sea posible. Tracemos con ellos una ruta. Opciones hay y algunas hasta pueden ser rentables, aunque no deberíamos medir todo por el dinero que produce o puede producir.
He dicho un par de veces que los palomares han sido olvidados por casi todo el mundo. Casi. Para terminar este artículo quiero aplaudir la iniciativa de Soria ¡YA! para recuperar los palomares tradicionales (y las taínas del ganado), propuesta muy razonable que, sin embargo, ha sido rechazada por el Partido Popular y VOX de Castilla y León. Esta negativa me trae a los labios la pregunta que se hizo Carl Sagan en cierta ocasión: ¿qué conservan los conservadores?
No seamos como ellos y conservemos lo que merece la pena conservar.
JALON
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