INVITADO DE HONOR

|

Le pusieron la chaqueta antes de colocarle frente al monumental espejo de pared. Todos parecían satisfechos de su obra y se salpicaban entre si con miradas cómplices y gestos de aprobación.

      Yusei el kabral, no acababa de reconocerse sin su mugrienta camiseta repleta de publicidad y el tieso tejano, sus deportivas habían sido sustituidas por unos ajustados mocasines de suave tafilete y su cuerpo pese a todo lo pasado, bien constituido luchaba por adaptarse a las exigencias de sus modistos.

      El magrebí sonreía estúpidamente a todos los que recomponían su figura o le aconsejaban sobre su mejor postura. Sus grandes y blancos dientes rompían una y otra vez el entorno de artificial elegancia con el que trataban de barnizar su tosca figura.

      Creía entender lo que estaba haciendo, pero no le importaba. Disfrutaba con el revuelo que había a su alrededor y le gustaba ser el responsable de tanto alboroto, ser por unos momentos el centro de atención de aquellos saltimbanquis. Compensaba en parte, todas las calamidades vividas hasta entonces, la temeraria travesía, el hambre, los malos tratos, las vejaciones, los insultos, el miedo, todo pertenecía al pasado.

      El cambio ocurrió aquella misma mañana. Un ejército de pulcros y desocupados funcionarios entraron en su chabola de cañas y cartones de la playa y, entre abrazos y estrechones de manos, le llenaron de enhorabuenas antes de comunicarle que había sido elegido por el Ministerio de Asuntos Sociales como el I.N.M. “Inmigrante Navegante un Millón” y que tal evento debía ser conmemorado como se merecía.

      Su primer impulso ante la imprevista invasión de su intimidad, fue echar mano a su navaja de vendimia y haber hecho cosecha entre tanto alfeñique, pero el aturdimiento que le produjo tanto parabién sosegó su ánimo y acabo cediendo a sus peticiones y dejándose querer.

       Le sacaron de su miserable vivienda casi en volandas sin dejarle recoger nada, de lo que echara en falta no tenía que preocuparse, el ministerio le proporcionaría todo lo necesario a partir de ahora.

      No disponía de nada de valor, al menos tal y como lo entendían los cristianos, pero tenía cosas que le gustaba llevar siempre encima, el retrato de su adorada Zuleima, las suras que le regalo su padre antes de embarcarse en su aventura y el poco dinero, que con tanto esfuerzo había conseguido ahorrar y que guardaba en aquella lata de sardinas, que se confundía con otras iguales en su improvisada despensa, con la infantil confianza de haber logrado un apropiado camuflaje ante imprevistos asaltos de los amigos de lo ajeno. No hubo manera de retroceder sobre sus pasos, los cristianos estaban tan excitados e impacientes que allí quedaron sus emotivas y materiales pertenencias.

        Le afeitaron, lavaron, cortaron el pelo, hicieron manicura, midieron y terminaron embutiéndole en aquel espléndido traje que ahora retocaban con esmero una corte de diligentes sastres.

       Se dejaba hacer, sin abandonar su sonrisa, con el único fin de resultar aparente, idóneo para la función que le habían reservado representar.

      Sus funcionarios adecentadores, desde hacía un rato habían caído presa de los nervios, la personalidad que esperaban se retrasaba y ellos tenían que cumplir un apretado programa. Como respondiendo a una sorda llamada, le abandonaron en tropel para intentar buscar novedades sobre la preocupante ausencia.

      Por unos momentos quedó solo y pudo disfrutar a sus anchas de la lujosa estancia del hotel en que le habían alojado. Pudo echar una ojeada a lo que él y sus compatriotas de éxodo intuían debía ser la vida, no la otra vida con la que sin duda Alá premiaría sus sacrificios y desvelos de ésta, sino, la vida en vida, esa que parecía reservada para los infieles en este desigual mundo.

      La inagotable imaginación de Alá se vería en serios problemas para competir con los herejes que diseñaron los espléndidos jardines que observaba desde su amplia terraza; entre sus aljibes y fuentes paseaban, semidesnudas, mujeres cuya belleza no desentonaría con ninguna de las huríes que nos esperaban en los divinos harenes.

       En el interior, en su mesa, los frutos exóticos y las mayores exquisiteces con las que se puede halagar el paladar, se agolpaban buscando atraer a los estómagos satisfechos, cómodos sitiales, regios lechos, baños con todas las temperaturas del agua y todas las esencias, frescas brisas marinas o suaves vientos del desierto a petición de la voluntad, músicas de mil instrumentos reunidas y moduladas por un solo dedo. Sin duda, el “Señor de todos los profetas” tenía un arduo trabajo por delante si quería compensar debidamente a su pueblo.

        Unos pasos precipitados por las escaleras y un creciente murmullo le hicieron volver de su ensimismamiento. Había llegado la esperada personalidad y se preguntaba con cierto nerviosismo, si estaría a la altura de las circunstancias y sí sería capaz de representar dignamente su papel.

      El jefe de protocolo le midió con profesionales ojos, le dio los últimos retoques y, con un gesto final de aprobación, dispuso su puesta en escena.

      En el estrado, dispuesto para tal ocasión, esperaba el ilustrísimo señor ministro de trabajo, Don José Carnera Bueso, rodeado por su cohorte de aduladores y docenas de ramos de flores que engalanaban el escenario.

      Se acercaba con andar inseguro y gesto embarazoso, le estorbaban los brazos, no sabía qué hacer con las manos mientras pisaba la mullida alfombra, tras cada paso se preguntaba qué hacer al final del camino, un pensamiento le reconfortó: Todo parecía escrito y en última instancia Alá sabría iluminarle. Su meta estaría íntimamente relacionada con el orondo y satisfecho personaje que esperaba en el improvisado altar.

      Asentó sus pasos, frotó entre si sus manos y se dispuso a encontrarse con su marcado destino. No tuvo que esperar mucho. Tras unos incomodos escalones, unas acogedoras manos y como colofón un efusivo e interminable abrazo. Nunca nadie hasta entonces le había dado tanto calor humano ni tanto afecto a presión y durante un tiempo tan prolongado. Sin aflojar su presa, el ilustre ministro cambió varias veces de orientación para que los inmortalizadores objetivos tuvieran su mejor enfoque.

      La interminable pose, los aturdidores flashes y la sofocante situación estuvieron a punto de llevarle a la inconsciencia, pero cuando empezaba a notar que le faltaba el aire y se le doblaban las rodillas, se sintió bruscamente liberado, con un movimiento de autoprotección llenó con ansiedad sus pulmones y con sus manos apartó al ilustrísimo, éste interpretó el gesto como una invocación a la oratoria e inmediatamente pidió el micrófono para su homenajeado.

       Le pusieron ante sus labios el multiplicador elemento y, aún sin recuperarse, acertó a decir con un hálito de voz: “Alá es grande “. Esta frase, dicha en su idioma natal, sonó entre los asistentes algo así como: “No sabéis lo que os agradezco todo lo que estáis haciendo por mí, lo muy contento que estoy de estar entre vosotros y qué pueblo más acogedor y noble es el pueblo español”. Naturalmente tal frase, fue corroborada al instante por un caluroso aplauso, a la vez que unas manos impacientes acercaban la metálica voz al representante de tan generoso gobierno.

      Este, con medido y profesional tono, habló durante una interminable hora acerca de la hermandad de razas, la proximidad de sus culturas, las mutuas necesidades. Todos oían el discurso mil veces repetido, con indiferencia, pero con disciplina, era una parte más del estudiado protocolo y se reconfortaban pensando que inmediatamente después pasarían al surtido y repleto comedor. Un prolongado aplauso que parecía querer impedir que nadie más retomara la palabra puso fin a la perorata racial. El ministro abandono su atril seguido por sus fieles y tras ellos, como si de la bajamar se tratara, todos los que llenaban el salón.

      Solo quedó en su silla, sentado, seguro de no haber entendido casi nada, El Kabral, confuso, abandonado, sin saber a dónde dirigirse.

      Estaba en esa tesitura cuando apareció uno de sus amables adecentadores, que contento de encontrarle se acercaba a él con rápidos pasos. Sin mediar palabra, asió su brazo y con ligereza y soltura profesional desabrochó la correa del reluciente reloj que adornaba su muñeca, lo depositó en su bolsillo, le sonrió y desapareció con la misma celeridad con que había aparecido.

       Comprendió, todo había terminado y temiéndose lo peor, “el Inmigrante Navegante un Millón” para evitar nuevos y vergonzantes saqueos reaccionó con presteza, se levantó, saltó de la tarima y por los ahora desiertos jardines, huyó como si de un ladrón se tratara.

      Ya fuera de peligro, mientras caminaba hacia su mísero refugio, recordaba y sonreía con las vicisitudes pasadas. Los cristianos eran bastante infantiles y necesitaban de cosas como aquellas para tranquilizar sus publicas conciencias. Por primera vez se sintió cómodo en el elegante traje con que le habían adornado. Empezaba a sentir hambre y avivó su marcha, después de estar entre tantos manjares, no acabó de elegir y ahora tendría que contentarse con su conocida y repetida dieta.

       Le aguardaba una nueva y desagradable sorpresa, su improvisado hogar había desaparecido por aplastamiento. Sobre lo que antes fue su casa, reposaba una enorme excavadora rezumando satisfacción tras el trabajo bien hecho y terminado.

       Abatido, se dejó caer en uno de los vacíos y equidistantes bancos que adornaban el paseo marítimo, sintió la brisa del mar y creyó reconocer ese aire caliente, su mirada penetró en el horizonte donde intuía se encontraba su verdadera casa y notó como algo apretaba su corazón y cómo su ánimo se derrumbaba a la vez que su vello se cargaba de eléctricas sensaciones, el melancólico mensaje llegaba hasta sus ojos y estos, sin poder refrenarse, se arrasaban de tristeza.

       En esos momentos, una joven pareja, paseaba frente a su banco, la mujer pareció darse cuenta del estado en que se encontraba el africano y dijo al que parecía su marido: “Ese hombre debe tener problemas, creo que está llorando”

       Volvió su cabeza el distraído paseante y se fijó en el rostro del aludido. Tras un rápido examen, concluyó diciendo quedamente al oído de su compañera: “Drogado, está drogado. Éstos vienen a traficar, no quieren trabajar, ¿no has visto el traje que lleva?”

Comentarios