CRUCEROS DE PLACER

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Por más que lo intentaba no conseguía disfrutar plenamente de aquella travesía. Llevaba varios meses con los mismos compañeros de viaje y aunque, por razones obvias, se había adaptado a ellos y a sus movimientos, no alcanzaba el grado de familiaridad suficiente para conseguir que aquella íntima relación fructificara en un agradable trato.

       El viaje en barco siempre fue su preferido. El tiempo en aquellos navíos, adquiría un significado menos apremiante que el que tenía en tierra firme. Le gustaba la sensación confusa que se producía en la mente de los embarcados con respecto a la duración de las cosas. Si existía la eternidad, sin duda viajaba por mar.

        Prefería navegar impulsado por las velas, era una forma más cómoda y rápida de surcar el océano que autopropulsarse con aquella caterva de energúmenos que poblaban las bodegas, pero a veces, los caprichosos vientos marinos parecían desaparecer y dejaban a la goleta aplastada e inmóvil, como si de un enorme e indefenso cascaron se tratara. Entonces, ineludiblemente, el sacrificado trabajo humano tenía que suplir al siempre más elegante, impulso natural.

        Discutió mucho por aquel ojo de buey, pero al final convenció al testarudo acomodador para que le asignara ese sitio. Desde allí, en los días claros y mansos, podía incluso otear tierra firme, cuando pasaba cerca de alguna costa.

       Adujo ante el contramaestre, motivos de salud: ahogos perniciosos recurrentes, enfermedad muy de la época sobre la que nadie parecía conocer con certeza, ni síntomas, ni tratamiento. Pero las verdaderas razones no eran ni de perspectiva, ni sanitarias. Se había informado bien y sabía que la condena a galeras podía ser más o menos dura, dependiendo del puesto que se ocupara en el banco de remo. El lugar mas cercano al pasillo era el que hacía más palanca y sus suficientes conocimientos de física, le alertaban de que, dependiendo de la colaboración de los demás compañeros, este sitio era el menos indicado para la comodidad del viaje.

        En su lugar, el recorrido era el menor y su contribución energética prácticamente despreciable, esto le ayudaría a intentar cumplir su condena con el menor desgaste físico posible. Lo importante era convencer tanto a sus cuatro compañeros de trabajo, como al que revisaba la tarea, que su entusiasmo y dedicación eran incuestionables.

      Lo del encargado no revestía gran problema, todo se reducía a hacer una buena interpretación y él tenía cualidades para ello. Bastaba con poner cara de sufrimiento y tensar los músculos cuando en su regular vigilancia, pasaba por su lado.

        Más peliagudo resultaba el problema con sus cuatro compañeros de fatigas. Tenía que conseguir que la suma de cuatro esfuerzos diera cinco y eso, entre gente acostumbrada a restar, no era una empresa sencilla.

         Durante los pasados meses, desarrolló todas las artes relacionadas con la supervivencia. Ni demasiado provocador ni demasiado sumiso para no ser víctima de sus propios compañeros; obediente y simpático con sus vigilantes para evitar molestas fijaciones; especialmente cortes y educado con los cocineros, este era uno de los puntos cruciales, la alimentación, unas raciones copiosas y algún extra, sobre todo con la fruta, eran imprescindibles si se quería sobrevivir en el mar; un sitio mullido y seco para descansar y el mayor ahorro posible de energías, completaban el cuidadoso plan elaborado por Enrico Camarone para sobrellevar los cinco años de galeras a que había sido condenado por flagrante y contumaz estafa a sus conciudadanos venecianos.

        Al parecer, los resultados obtenidos con el elixir del amor por él inventado, no se correspondían con la cantidad de doblones desembolsados. Nada hubiera pasado de no haber tenido la mala fortuna de contar entre sus clientes, con el mismísimo rey de Hungría, Tonai I “El Amores”. Un gatillazo de tan eminente cliente con una de las primeras damas de la corte italiana, desencadenó el escándalo y dio con sus huesos en prisión.

       Si la salud le acompañaba, la piedra angular de su plan era la economía de esfuerzos y, para conseguirlo necesitaba, engañar a sus compañeros o la ayuda de la naturaleza, y ésta no estaba especialmente colaboradora. Las velas, en esta travesía, a causa de la casi total ausencia de vientos, habían permanecido arriadas permanentemente y ello hacía especialmente dura la vida de los galeotes.

       En cada remo se ataban cinco forzados, se les aseguraba con cadenas y grilletes, y ellos trataban de impulsar con su aunado empuje, el pesado navío.

        El consumo de energía era proporcional a la masa muscular y al interés desplegado por los circunstanciales propulsores. Esta relación matemática es la que nuestro desafortunado amigo trataba de aproximar a la mínima expresión.

      Sus cualidades interpretativas y el pensamiento filosófico de que un pan se hornea igual, aunque falten algunos granos de trigo, le hacían sentirse seguro. Ya habían pasado casi seis meses y, pese a que el viaje no podía considerarse de placer, todo lo relacionado con sus ocultos intereses marchaba viento en popa.

        Actualmente, su mayor temor se basaba en el descenso del numero de remeros, todos y cada uno de ellos eran sus socios en aquella empresa, pero en los últimos tiempos, casi todos los días echaban por la borda a algún desgraciado que, no pudiendo aguantar más penalidades, entregaban su alma al diablo y su cuerpo a los voraces peces.

        Lo que al principio era pura anécdota, fue convirtiéndose en un problema, hasta el punto de preocupar al mismísimo capitán del galeón, que veía como se reducía su velocidad día a día y como el cielo no contribuía a llevarlos a ningún puerto.

       Su compañero de cautiverio más próximo era Luigi Spliego, un napolitano alto y de carnes apretadas, que ponía en cada palada, todo el entusiasmo de sus pocos años y de su fuerte cuerpo. Estaba condenado a galeras de por vida. Al parecer, degolló a dos camaradas de tropelías por una discusión sin importancia.

         Desde hacia unos días, le parecía que le miraba de una forma extraña. En todo el tiempo que llevaban juntos, apenas habían intercambiado miradas de soslayo y unas cuantas palabras de aviso o saludo.

       Ahora, mientras interpretaba, le parecía sentir fija en él, su mirada. Su cabeza, como siempre estaba orientada al frente, pero se sentía incómodo, algo había cambiado. Además, en su equipo faltaba desde esa misma mañana, el remero central. Había pasado los días anteriores con una ruidosa e inquietante tos, y las trágicas consecuencias que de ella se derivaron, le impidieron incorporarse a su cotidiano quehacer.

        Por primera vez en este viaje, sintió el sudor correr por su cuerpo. Recordaba cómo en sus mejores días, había llegado a dormirse en su posición de trabajo. Lograba permanecer con los ojos abiertos y hacer los movimientos rítmicos propios de su tarea, sin inclinarse ni un solo grado hacia los lados y sin despertar sospechas sobre su estado de letargo.

         Hoy le parecía que los músculos de su socio más cercano no se tensaban como otros días. Apretó con fuerza el remo, necesitaba ser convincente y notó dentro de si, la fuerza del mar. Creyó que los músculos de su espalda reventarían su piel y saltarían fuera de su cuerpo, como muelles de jergón desvencijado.

         Percibía una mueca parecida a una sonrisa en la boca del napolitano. Sus manos permanecían asidas a la empuñadura, pero en ellas no se apreciaba presión, no podría aguantar mucho rato más, aquel maldito le estaba probando, le había descubierto, el dolor de sus desacostumbrados brazos se hacia insoportable, si algo o alguien no acudía pronto en su ayuda estaba perdido.

        Luigi Spliego ya no fingía, había girado su cabeza y le miraba si tapujos, fijamente. Sus manos habían soltado el remo y contemplaba la gruesa cadena que unía los grilletes de sus muñecas, como si fuera la solución a todos los males del mundo. Enrico se veía estrangulado en su puesto de trabajo. Nerviosamente remaba y remaba con desesperación, temiendo el fatal e inminente desenlace. El burlado napolitano escupió al suelo y mascullo entre dientes: “ porco miserabile”.

Se dio por muerto. Inesperadamente, el vigía del palo mayor gritó: “¡¡ Los alisios, los alisios mi capitán!!”. Casi coincidiendo con la voz de alerta, un agradable y prometedor viento inundó las cubiertas.

        En el puente de mando, el capitán levantó sus ojos al cielo en un gesto de agradecimiento, y llenando sus pulmones de aire, bramó:” Izad las velas. Aupar los remos”.

       Enrico Camarone, soltó el remo y se abrazo a su presunto verdugo con entusiasmada alegría, a la vez que repetía insistentemente: “ Sin ti no lo hubiéramos conseguido. Gracias camarada, gracias”.

        No tuvieron que faenar más en aquella travesía. Los vientos, desde ese día, fueron constantes y favorables. Repusieron fuerzas en las semivacías bodegas y sólo ocuparon sus sitios en los bancos de remada, para desentumecer los relajados músculos.

        Bogaron juntos hasta que Enrico cumplió condena y nunca más se dirigieron la palabra.

        Muchos años después, Luigi Spiego, aun empuñaba el remo. Su sitio solía ser el más cercano al mar, privilegios de veterano, decía él.

      Alguna calurosa tarde de verano, mientras los remeros animaban su penoso faenar con alguna canción marinera, él permanecía en silencio, con una sospechosa flojedad en sus armoniosos movimientos y una sonrisa de plena satisfacción dibujada en su rostro. Su mente ausente viajaba y se preguntaba: ¿ Por qué mares bogaría ahora aquel maldito tunante veneciano, que salvó la vida por un oportuno golpe de viento y con el que aprendió a soñar remando”.

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