EL DÍA DE LA REVOLUCIÓN

|

Estaba harto de oír siempre las mismas excusas;” Ya llegará el momento…. Todavía no…es preciso aguardar” …. Él era un revolucionario. Toda su vida había estado lanzando proclamas, pegando pasquines, incitando a las masas, pero el tiempo pasaba y nunca ocurría nada. ¡No estaba dispuesto a esperar más!

        Aquel día se dirigía a la reunión de la ejecutiva del partido con el firme propósito de hacerla estallar.

       Era una fría tarde de invierno y, a la vez que apretaba sus brazos contra el cuerpo, sus manos se refugiaban en los profundos bolsillos del mullido anorak, aceleró el paso tratando de ignorar el desapacible tiempo.

       Estaba convencido. ¿Hasta cuándo querían esperar? ¡¡ Un revolucionario sin revolución!! ¡Je! ¿Cómo se comía eso? En todos los tiempos las había habido y todas habían tenido su momento y su encanto; la bolchevique, la de los claveles, incluso la francesa, y en todas se significaban hombres; Castro, el camarada Lenin, Sandino, Danton… ¿Por qué no podía ser él uno de ellos? ¡Rediez!

      Era un día congelador, pensó, mientras trataba de hundir el cuello en su espalda, a la vez que escondía sus ateridas orejas en la acogedora capucha.

        El trayecto hasta la sede, que generalmente era un cómodo y relajante paseo, se estaba convirtiendo en un verdadero suplicio. ¡Condenado frío ¡Era igual! Aquel día, era el día y seguramente hasta sería bueno para sus propósitos, que la mayoría de la gente estuviera en sus casas al amor del fuego.

         No consentiría ninguna objeción. Si alguno de los camaradas más tibios empezaba con peros le haría callar e impondría su autoridad. Por fin, el comité central del partido se había fijado en él y le había nombrado jefe del ejecutivo de la vasta provincia de Somaestan. Aún no era oficial, pero, en cuestión de días, el nombramiento se publicaría en el boletín del partido. Estaba seguro, nadie, ni siquiera el camarada Martinovich se atrevería a cuestionar el nuevo orden.

      Tras la esquina, divisó la vieja entrada del inmueble donde se reunían regularmente. Los tres peldaños, la doble puerta con el herrumbroso pomo mil veces caído y mil veces colocado y, tras ella, el amplio pero acogedor salón de juntas, la mesa presidencial que él encabezaría y las desordenadas sillas que abarrotarían los expectantes camaradas.

        Deseaba traspasar aquella puerta, además de por comprobar el impacto que producirían sus palabras, por sentir el agradable calor que allí reinaba. La estufa de carbón ocupaba un lugar estratégico en la habitación y le confortaba recordar que, incluso en los días más fríos, allí se departía en mangas de camisa, mientras gabanes y abrigos descansaban amontonados en las perchas de la entrada.

         La verdad es que el día de la esperada revolución, había comenzado sin el suficiente calor ambiental.

      Tal vez la bautizara con algo relacionado con la baja temperatura. ¿No había habido una guerra fría? ¿Por qué no, una revolución helada? Bueno…. ya lo meditaría.

Con celeridad, sacó la mano del bolsillo y empujó la puerta, ésta no cedió. Casi en el mismo instante sus ojos tropezaban con una nota que, con torpe caligrafía, parecía disculpar la tozudez del pestillo: “Se ha terminado el carbón”.

      El camarada Andreev giró sobre sus talones y comenzó un apresurado regreso. El frío era cada vez más intenso y, mientras se perdía en la larga y solitaria calle, la tarde adquiría un sospechoso y alarmante resplandor plomizo.

      Su cabeza no dejaba de dar vueltas a cuán caprichoso es el destino y con cuántas acechanzas e inconvenientes han de bregar los revolucionarios.

        Sin duda la revolución había fracasado y su rápida zancada se asemejaba, cada vez más a una vergonzante huida.

        Poco antes de traspasar el umbral de su casa, obtuvo el convencimiento de haber hecho todo lo que estaba en su mano y, retorciéndose por última vez dentro de su abrigo, dibujó una media sonrisa en su cara y se consoló pensando que también a Napoleón, en Rusia, le derroto el general invierno.

Comentarios