ANDAR SIN FRENO (parte 2)

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Por la tarde rehuí los vagones, bajé a jugar a la carretera, no pensaba volver en un tiempo a mis exploraciones. Cruzando por el paso a nivel vi una máquina parada y venteando vapor, me pareció un enorme y sudado caballo bufando satisfecho tras haber cumplido con su cansada misión. Al otro lado, el joven guardabarreras permanecía recostado en el quicio de la puerta de su casilla, meditabundo y cabizbajo, no pareció reparar en mi presencia. Me apresure a cruzar silencioso, tratando de pasar inadvertido.

                           ----  ¡ Eh chaval! Me grito con voz jovial una vez que ya creía haber cumplido mi

                                    objetivo.

                                    ¿Me traerías una botella de vino? Ahora no puedo abandonar mi trabajo.

                                      Me propuso a la vez que se disculpaba.

        Me acerqué a por su dinero y corrí a cumplir su encargo. Al regresar junto a él con su vino y las monedas devueltas, reparé en lo grande y lo fuerte que era. ¿Cómo un hombre de su tamaño cogía en aquella diminuta casilla en la que se resguardaba a diario, tanto del frio en invierno como del calor en verano?

       Sonríe percibiendo mi tozudo silencio y pregunta sin curiosidad: ¿Qué te pasa chaval, se te ha comido la lengua el gato?. Sin esperar mi respuesta rebusca en su bolsillo, y usando su pulgar como catapulta, voltea una perra gorda al aire que yo me apresuro a coger al vuelo a la vez que salgo otra vez de estampida, pero ahora sin saber a dónde dirigir mis pasos.

        Zoilo siempre me había resultado simpático, además su padre y mi padre se llevaban como hermanos. Con estos pensamientos trataba de tranquilizarme, preguntándome si no habría exagerado la situación con temores infundados.

      Desde el final del andén me paré a observarle. Permanecía sentado en el escalón de su garita. Bebió un poco de vino a tragos cortos y vertió el restante en el suelo. Luego desde una lata, trasegó cuidadosamente otro liquido a la botella vacía. Pese a estar bastante lejos me pareció petróleo, de ese que usábamos en casa para calentar y alumbrarnos.

     ¡ Qué extraño…. y qué desperdicio! – pensé mientras acariciaba la solitaria moneda en mi bolsillo.

       Aquella noche me acosté pronto. Al día siguiente era casi festivo, teníamos una visita importante en la escuela. Don Servando nos mandó a todos a casa con una nota, recomendando a nuestras madres que nos pusieran al día siguiente de punta en blanco y extremaran nuestro aseo personal. Un político de alto copete, vendría a inaugurar las nuevas aulas de la vieja escuela y querían que todos luciéramos como solo lo hacíamos en fechas señaladas.

        Algunos zagales, entre los que me contaba, pese a vestir nuestras mejores galas (con el riesgo añadido que esto suponía), montábamos guardia desde primera hora de la mañana en el altísimo depósito de agua, aquel que servía para aliviar la sed de las cansadas máquinas. Vigilábamos la carretera por la que inevitablemente tendría que pasar el ilustre visitante.

       Al filo de las diez un viejo mercedes escoltado por cuatro motoristas traspuso la curva del silo.

      ¡ ya vienen! ¡Ya vienen!- balbuceábamos nerviosos mientras descendíamos por la larga escalinata. Una vez en tierra, corrimos alertando a todos los que tropezábamos en nuestro camino: ¡Ya esta aquí! ¡Ya viene!.

       Formamos en el patio con los zapatos relucientes y con nuestras pelambreras domadas como nunca por la fulgurante laca.

        El hombre de la camisa añil y ridículo bigote, nos alentaba con frases que apenas comprendíamos. Junto a él, don Servando, el párroco, el señor alcalde y algún que otro probo ciudadano, asistían ceremoniosos al acto de descubrir la placa conmemorativa, con la fecha del señalado día impresa en números romanos.

      Como otras placas parecidas que había visto por el pueblo, esta también estaba coronada por un racimo de flechas, quedaba decorativo, pero al menos en mi pueblo, nadie parecía conocer a ciencia cierta el significado del adorno, ni siquiera don Servando, al que cuando preguntábamos sobre ello, contestaba con indisimulado aire de misterio:” Desde luego para usarlas, haría falta un arco”.

       Nos dieron un vaso de leche en polvo, cantamos brazo en alto, las obligadas y consabidas canciones y al poco, todo había terminado. El mercedes y las motos hacían el camino de retorno. Al llegar al paso a nivel encontraron las barreras echadas y se vieron obligados a detenerse. Desde ese momento se precipitaron los acontecimientos.

       De la caseta del guardabarreras surgió Zoilo. En dos agiles zancadas se plantó junto al coche, en una mano llevaba la extraña botella de la cual colgaba un trapo ardiente, y en la otra empuñaba un pistolón, que brusca e inopinadamente blandió ante mis espantados ojos.

        El señor diputado, para demostrar su devoción por los niños, había consentido en montar en su coche a cinco de nosotros, para que disfrutáramos de un corto viaje de recreo hasta las afueras del pueblo.

        La sorpresa y la decepción que se dibujaron en los ojos de Zoilo, no impidieron la determinación de sus movimientos. Bajó el arma, se giró y arrojó con fuerza la botella contra los zarzales que rodeaban el pequeño huerto que rodeaba su garita. Un borbotón de fuego al frente. Detrás, al unísono, varios estruendos derribando su corpachón, que cae al suelo de bruces y desmadejado.

        Mientras en el coche, se abren las puertas, y a empujones nos baja el asustado diputado, tratando de librarse lo antes posible de la embarazosa carga que hacía apenas unos segundos le había salvado la vida, y que ahora le molesta para desaparecer cuanto antes del lugar del violento suceso.

                         ----    ¡ Contra la barrera!- grita al conductor.

                         ----     Pero señor……

                         ----     ¡Rápido! ¡ Contra la barrera!

         El coche avivado, acelera, embiste y rompe la protección, pero desafortunadamente, sin poder evitar empotrar sus ruedas entre railes y traviesas. Desde el suelo donde he caído, miro hacia la estación y veo como se acerca una enorme máquina, la vieja mikado, yo diría que despacio y acelerando……vapor, chirridos y silbato.

         El chofer consigue abandonar el automóvil, el político dentro gesticula nervioso, ¡está atrapado!, los escoltan dudan si acercarse, si pueden hacer algo.

         Miro hacia la maquina y oigo su ruidosa frenada, mientras arrolla el coche del señor diputado.

        El viejo maquinista termina de frenar y toca el silbato.

        Hoy, al recordarlo, no puedo estar seguro, pero juraría que la expresión de su cara no parecía desencajada, ni el pitido me sonó desgarrado.

        Tardaron todo el día en desocupar las vías y arreglar los desperfectos ocasionados por el luctuoso accidente. La brigada de socorro a la que pertenecían casi todos los ferroviarios, trabajo día y noche, enderezando hierros retorcidos y juntando restos esparcidos.

         Mi padre, siempre que hablaba del joven anarquista que murió ese día y del anciano maquinista que murió de viejo, zanjaba la conversación con una de sus frases favoritas: “Ni hombres, ni trenes deben andar sin freno.”

         Han pasado muchos años desde entonces, y aún hoy, cuando cierro los ojos y pienso en ello antes de conciliar el sueño, veo desde el suelo, cómo crece la mikado entre nubes de vapor, al joven guardabarreras abatido por no hacernos daño y al viejo maquinista frenar acelerando.

   ANDAR SIN FRENO (parte 1)

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