ANDAR SIN FRENO (parte 1)

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         La historia que cuento ocurrió en un pueblo castellano, rayano de Aragón, que falto de otros blasones, nació y murió ferroviario.

       Entre los recuerdos imborrables de mi infancia, figuran las interminables filas de hombres con monos azules dirigiéndose a su trabajo en las dependencias y talleres del, por entonces, importante nudo ferroviario…. Cocherones, apartaderos, cuartos de agentes, enclavamientos, depósito de máquinas, circulación, mantenimientos….en fin, por aquellos tiempos en mi pueblo todo giraba alrededor del ferrocarril.

           Con las primeras luces del día, calles y carreteras, se llenaban de hombres adormecidos que, según se aproximaban a su destino, se iban descolgando de la fila monocolor, buscando cada uno su atajo en el irregular cercado hecho con viejas traviesas. Una vez dentro del recinto, todos acababan espabilándose saltando entre carriles y tropezando sobre el traicionero balasto.

        La luz del crepúsculo y los faroles de carburo, les ayudaban a encontrar los senderos que, con el tiempo han ido abriendo sus propios pasos. Poco a poco iba creciendo el ruido y comenzaban a entremezclarse los sonidos metálicos, anunciando el comienzo de una nueva jornada laboral.

        La hora de la comida venia precedida por un prolongado y alegre pitido, que les hacía nuevamente recorrer el camino en sentido contrario. En aquel marasmo de hombres azules, yo era capaz con una rápida mirada, de reconocer a mi padre, luego corría hasta él y en silencio caminábamos juntos hasta nuestra casa, marchaba feliz, me gustaba sentirme, pese a la inconveniencia de mis pantalones cortos, como uno de ellos.

      Las correrías del mundo infantil también estaban relacionadas con vías y vagones, jugábamos entre ellos sin sentir nunca miedo, ni ver peligro, pese a las muchas advertencias que nos hacían al respecto. Saltábamos sobre los topes o pasábamos entre las ruedas, nos escondíamos en las garitas de los guardafrenos, trepábamos al depósito del agua, nada escapaba a nuestra curiosidad y atrevimiento.

       Pero para mí, la verdadera aventura diaria, era entrar en los vagones de viajeros una vez apartados y vacíos. Si además tenía la suerte de que aún no los hubieran limpiado, podía hacer mil conjeturas y disparar mi imaginación sobre los restos diseminados por los asientos. Adivinar ¿Quiénes habían viajado en él? ¿Para qué habían venido a nuestro pueblo?.....Un periódico de otra provincia, una manzana mordida, un corazón perfilado con vaho y que, casi invisible, continuaba decorando el cristal helado, barro desmigado de labradores poco adecentados, incluso alguna moneda de algún bolsillo descuidado.

       Tenía que ser rápido, pues Celso, el encargado de la limpieza de los trenes, cumplía su tarea con mucha diligencia, y a veces cuando él subía yo aún no me había bajado. Pillarme infraganti, me había supuesto en alguna ocasión, a parte de su gritona regañina, un severo castigo paterno.

        Así transcurría mi vida, hasta que un día, en una de mis excursiones me ocurrió algo que, por lo que entonces me inquietó e influyó en mi vida posterior, paso a relataros:

       Dos hombres avanzaban desde el vagón contiguo al que yo estaba. Hablaban y gesticulaban. Uno, por su indumentaria y el hollín que tiznaba su cara, era maquinista, el otro, más joven y corpulento, Zoilo, el guardabarreras.

         Asustado y viendo que no me daba tiempo a huir sin ser visto, me escondí bajo una bancada de madera, de aquellas que servían por entonces de asiento a la llamada segunda clase.

       Sin reparar en mí, se detuvieron justo al lado de mi escondite, mientras liaban tabaco picado.

       En mi incomoda y comprometida posición, mi corazón brincaba desbocado, tanto que temí alertar con sus desacompasados latidos a la extraña pareja, que ajena a la situación, conversaba queda, pero animadamente. El de mayor edad parecía querer convencer al otro, y éste dudaba:

                                   ---   No se, no se……….me parece muy peligroso

                                   ---   Solo tú puedes acercarte lo suficiente sin despertar sospechas, los demás

                                         no tendríamos ninguna oportunidad.

       El aroma de los cigarros inundó el compartimento, y a mí me pareció que ayudaba a camuflar el olor del miedo que comenzaba a rezumar desde mi bragueta.

                                   ---  No tienes por qué decidirlo ahora, insistió el mayor de ellos. Llévatelo, lo                             

                                         escondes, y ya me dirás qué haces al respecto.

       El más joven cogió el envoltorio que le ofrecía y lo metió entre el pantalón y la desenfundada camisa.

       En ese momento reiniciaron su marcha hacia la cabecera del tren, alejándose de mi escondrijo. Cuando me vi libre de su presencia, y todavía arrodillado, me escabullí en sentido contrario a sus pasos, salí del vagón y salté del estribo al andén. Corrí durante mucho rato, rápido, sin mirar a los que se cruzaban en mi camino.

        Me detuve en mi refugio, una caseta semiderruida y abandonada de peones camineros. Allí, en una lata de cola-cao oculta bajo unas piedras, guardaba alguna de mis más preciadas pertenencias…….tirachinas, canicas de acero aprovechadas de rodamientos de motores rotos, y una vieja y curva navaja de vendimia, única herencia de mi abuelo paterno.

        El contacto con mis cosas, me ayudó a sosegarme y a organizar mis ideas. Estaba seguro de haber escuchado algo que no debería haber oído, pero eso ya no tenía remedio y, además, sobre sus tramas, poco podía hacer yo que solo era un niño.

Me recompuse froté mis rodillas con saliva, tratando de arrancarle la suciedad que el suelo del vagón había dejado en ellas, apreté otro agujero mi cinturón y ya más tranquilo, dirigí mis pasos hacia casa.

       Esquivé deliberadamente a la pandilla, estaba seguro de que alguno de los más próximos habría notado mi turbación, y no me apetecía dar incomodas explicaciones.

      Cené y me fui a la cama. No podía dormir, pero apretaba fuertemente los ojos pensando en lo sucedido: ¿Quién era el viejo maquinista? ¿ Que hacía Zoilo con él? ¿Qué le había entregado?

¿Qué se proponían?.......Hasta que me abrazó el sueño.

        Casi sin darme cuenta, la campana de la escuela y don Servando me hicieron volver en mí. Con las inquietudes del día anterior no reparé en mis problemas con la geografía y olvidé alguno de los muchos afluentes que el Ebro tiene por su izquierda. El medido coscorrón que sobrevino al despiste, me hizo apartar, al menos momentáneamente, mis otras preocupaciones.

        El silbato de los talleres, organizando las comidas familiares, coincidía con el parón momentáneo de nuestro horario escolar. Corrimos fuera de la escuela, gritábamos y nos empujábamos mientras buscábamos nuestro objetivo en el mar de hombres.

        Aquel día, cuando llegué a la altura de mi padre, sentí una mayor alegría. Le quité el atillo con la tartera vacía del almuerzo, y aproveché para agarrarme a su áspera pero acogedora mano, buscaba seguridad y amparo. Mi padre extrañado por el inusual arranque de afecto, frunció el ceño, se froto la cabeza con su boina, en un gesto característico suyo, que parecía le ayudaba a pensar y termino sentenciando: ¿ Que diantres habrás hecho muchacho?



Continuará…

El desenlace el próximo viernes.

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