NO HAY MUS

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Durante años había sido el portador de la Gran Pregunta y, por fin, estaba en el buen camino. La selva birmana era una de las más impenetrables del planeta, con lo que su progresar por la espesa jungla era lento y penoso, pero ahora sabía que cada paso que daba le acercaba a la Gran Respuesta y no parecían importarle las calamidades por las que tuviera que pasar.


Desde que llegó al mar de Andaman intuyó que se acercaba al final de su afanosa búsqueda. Todo lo que se respiraba en aquellas tierras era espiritualidad. La serenidad con que los habitantes de estos lugares aceptaban los designios divinos, no tenían nada que ver con los modelos occidentales por él sobradamente conocidos.


Recordó pueblos enteros asolados por tifones, aldeas literalmente tragadas por sorpresivos y brutales corrimientos de tierras, riadas que arrastraban enseres familiares de ciudad en ciudad. En las puertas, encima o en la orilla de los montones de desolación, siempre había un hombre sereno, que parecía conocer el porqué de las cosas y las razones ocultas que obligan a desatarse a la imprevisible naturaleza.


¡Allí encontraría todas las respuestas que necesitara!


Para desplazarse en estos recónditos lugares, el único medio disponible era el basado en la paciencia. De nada servían vehículos, ni dinero; apenas existían carreteras y el mejor uso que se les podía dar a las monedas, era tapando goteras.


La información se obtenía con el siempre seguro, boca a boca. Hacer la pregunta adecuada a la persona indicada, procurando extremar el respeto era el mejor método parara saber a dónde encaminar los perdidos pasos.


La buena dirección la obtuvo en uno de sus muchos viajes a la mística Nepal. Cuando más desorientado estaba, tuvo la suerte de escuchar a un anciano monje tibetano que predicaba en un lenguaje lleno de metáforas y alegorías, pero que supo encaminarle hacia el que creyó su definitivo destino: “…..La selva en la que Buda descansa en todas sus posiciones”.


Consultó mapas y cartas, ese lugar sólo podía ser la intrincada Birmania.


Ahora el problema radicaba en saber en cuál de aquellas pagodas perdidas y en su mayoría abandonadas, habitaba el poseedor de la Gran Respuesta.


Redujo en miles de kilómetros su radio de búsqueda, pero todas las mañanas le invadía el desánimo cuando al levantar su provisional campamento, en su camino, se interponía un día tras otro la descorazonadora y por momentos infranqueable muralla verde.


Casi un año duraba su peregrinar. Había encontrado restos de templos milenarios, a hombres sabios o vanidosos, incluso señales o vestigios de Dios, nada parecía tener importancia para aquel enconado explorador que parecía poseído por una única y obsesiva idea.


En la mañana que nos ocupa, el camino se hacía menos fatigoso, andaba por una estrecha pero limpia senda y avanzaba con desacostumbrada rapidez. De las altas copas de los tupidos árboles parecía nacer la luz y ésta se descolgaba hasta el suelo en finas y simétricas columnas multicolor.

Al fin, el camino, como el río cuando alcanza su desembocadura, confluyó en un gran claro donde se erigía un pequeño templo en la puerta del cual, en actitud contemplativa y como si aguadara su llegada desde hacía mucho tiempo, se sentaba un inmóvil monje. Algo le decía que su búsqueda había terminado.


Se dirigió hacia el ermitaño y se sentó frente a él adoptando su misma postura, permanecieron así varias horas, sin hablarse, e intentando a través de sus miradas que sus pensamientos penetraran en el interior del otro, procuraban saber sin hablar. Como promulgaba el más sabio de los sabios sintoístas, Pelondranán Cavore :” Solo las palabras confunden a los hombres”.


Por fin se atrevió a preguntar: “¿Eres el poseedor de la Gran Respuesta?”.


El aludido santón, con una de las voces más claras y melódicas que hubiera oído nunca contestó: “Todas las respuestas, si dan cumplida contestación a tus preguntas son grandes”.


Dicho esto, entornó los ojos y pareció entrar en trance, como tratando de absorber por cada uno de sus poros, la esencia de todo lo que le rodeaba. La respuesta, pese a lo evidente, tenía su enjundia, pero de ahí a entrar en proceso trascendental le pareció exagerado, así que antes de que acabaran de cerrársele los ojos, le espetó en su mismo y solemne tono:” Solo hay una respuesta para la única y Gran Pregunta”.


Le pareció observar un ligero temblor bajo la túnica del hierático monje. Ahora sí parecía interesado. El brillo de sus ojos había cambiado y parecía esperar ansioso sus palabras.

Antes de proseguir tenía que asegurarse que estaba frente al hombre adecuado y no ante un farsante.


Para cerciorarse, le hizo la pregunta que conocen todos los hombres sabios de la tierra: “Sabio sacerdote, según tu parecer, ¿qué es más importante de la siguiente triada: La vida, la verdad o la justicia?”.


Tras unos segundos de reflexión respondió: “Ni la vida, ni la verdad tienen importancia, si no los acompaña la justicia”. Convencido, Jeff The Town tomó aire tres veces con extrema lentitud, cerró los ojos y se dispuso a hacer la Gran Pregunta:


¿Qué significado tiene el siguiente enigma?” Un armado caballero, montado en un brioso corcel blanco sostiene una bandeja en difícil equilibrio, con siete copas llenas de distintos licores. Frente a él, un poderoso soberano, trata de hacerse con ellas pagando con cuatro pequeñas monedas de oro”.


Como un resorte respondió: “Treinta y una sin pares, si eres mano y estás a falta de tres, estas fuera”….. Después cerro los ojos y no volvió a hablar.


El testarudo norteamericano pasó el resto de su vida, tratando de descifrar el jeroglífico que supuso la enrevesada respuesta. Recorrió nuevamente el mundo y consultó todos los escritos que tenían relación con misterios sin resolver. Todo resulto infructuoso´, ningún resultado acompaño a sus esfuerzos.


Ya anciano y postrado en su último lecho, supo que, en la vieja Europa, en una de sus penínsulas más occidentales, vivían unos hombres que, como los masones, se reunían en sitios cerrados, lejos de las miradas de los curiosos y, sentándose de cuatro en cuatro alrededor de una mesa, discutían en una extraña jerga, mientras se intercambiaban fichas sin valor.


Tuvo un feliz presentimiento y mandó traer a uno de aquellos hombres ante su presencia.

Sus fuerzas flaqueaban cuando le comunicaron la llegada del visitante extranjero. Ansioso esperaba en su cama, rodeado de penumbra y almohadones, a que se presentara ante él.

Llamaron y tras el consiguiente y apremiante permiso, apareció en el dintel de la puerta un hombre de mediana estatura y fuerte complexión, miraba hacia donde intuía se encontraba la persona que le había hecho venir de tan lejos, para hacerle preguntas sobre su desconocida ciencia.


Un solicito lacayo acercó un farol y éste, a la vez que ilumino los rostros, sorprendió y ofendió las hasta entonces, relajadas pupilas. Jeff entrecerró un ojo, tratando de distinguir mejor la figura de la puerta.


El alumbrado extranjero percatándose de la mueca del encamado anfitrión, apostilló con tono seguro y a la vez lastimoso: “Lo siento compañero, teníais que haberme avisado antes, ya me he dado mus”.


La nueva cábala, acabo con su ya de por sí, deteriorado ánimo. Agotadas sus fuerzas, dejó caer un vaso con agua que sostenía en la mano, cerró de golpe sus cansados ojos y, dulcemente murió.

Mientras, en la calle, el lejano y seco estampido de una escopeta, provocó el aullido de un solitario perro, poniendo un punto de miedo y angustia en los corazones de los allí presentes.


El visitante, se acercó a la cama, apagó con un ligero soplido el encendido farol, cogió entre las suyas, una de las inertes manos del reciente cadáver y musitó quedamente muy cerca de su oreja: “Amigo, eso era seña falsa, tú esta mano, no llevas nada”.

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