OÍR NOLAJ. CAP 2. SITO, EL PERCHERO

|

En el colegio había ratos buenos y menos buenos. El menos agradable era cuando el maestro sacaba de debajo de su mesa “el remedio”, como él lo llamaba. Consistía en una vara de roble ennegrecida por el paso del tiempo y por el contacto con la parte trasera de los pantalones. Pero desde el primer viaje en tren, las cosas habían cambiado. El remedio era un simple trozo de madera. Y todo gracias al grito contraseña: ¡Oír Nólaj! ¡Oír Nólaj! El grito les hacía fuertes y creer en sí mismos. Oír Nólaj era algo más que el nombre del río pronunciado al revés.


Lo cierto es que el señor maestro no era tan malo como suponéis. Era justo con todos. Por eso creo que, en el fondo, todos lo querían aunque a veces su “remedio” no fuese bien recibido, especialmente por los que lo probaban más frecuentemente.


Sito era como llamaban a Andresito, uno de los habituales del “remedio”, cara pecosa, pelo arremolinado en la coronilla, y que vivía en la casa de al lado de la ferretería de la plaza. Era un niño muy travieso a quien todos respetaban muchísimo. No porque fuera travieso sino porque tenía doce años y eso sí que era importante. A un niño de doce años se le debía respetar siempre, fuera más o menos listo, más alto o más bajo, guapo o feo. Sito no era muy despabilado en clase, y más bien pequeñito y feotón, pero tenía doce años.


Los días más fríos del invierno, un niño de los mayores se encargaba de encender la estufa de leña, unos minutos antes de entrar a la escuela. Cuando el encargado era Sito, siempre entraban una hora más tarde a la escuela. Y es que Sito esos días no hacía pis en casa. Utilizaba como improvisado váter la estufa cargada con troncos. La humareda que se organizaba era tal que el maestro terminaba por mandar a todos al patio a jugar un buen rato.


Una mañana, el maestro dejó encargado de abrir el colegio al boticario del pueblo.

- Sito, ve encendiendo la estufa que hoy hace mucho frío –le dijo Rufino, el boticario–. Enseguida vendrá el maestro.

Y ya lo creo que apareció, justo cuando Sito se disponía a regar la madera. El maestro salió del armario, donde se había escondido para pillar con las manos en la masa al provocador de los humos.

- ¡Oír Nólaj! ¡Oír Nólaj! –susurró Cati, con voz lo suficientemente alta para que Azu y Zaino, sus vecinos de pupitre, la escucharan.

Y, efectivamente, la aventura comenzó.

- ¡Andresito, tendrás tu merecido! –dijo muy serio el maestro.


A la hora del recreo todos estaban pendientes del castigo que debería cumplir Sito.

¿Ponerse de rodillas un buen rato?, ¿colocar los maderos en la leñera y ordenar los libros gordos en las estanterías?, ¿limpiar la tarima y los cristales?...


El castigo fue de lo más original: el maestro lo cogió por los brazos y de la capucha del abrigo, y sus pies ya no tocaron el suelo durante el tiempo de recreo. Pero lo peor para Sito estaba por llegar.

El maestro durante el recreo resbaló en un charco helado y a causa del golpe tuvo que visitar al boticario.


Cuando Azu tocó la campanilla para entrar nuevamente a la clase, los alumnos se encontraron con la sorpresa de que el perchero se había convertido en Andresito.


¡El maestro lo había dejado colgado del perchero!

- ¿Dónde está el maestro? –preguntó Sito, todo colorado.

- Se ha caído y lo está curando el boticario –respondió el empollón de la clase.

- Si el recreo ha terminado, mi castigo también.


Intentó bajarse del perchero por todos los medios posibles. Pataleaba, braceaba... No conseguía soltarse. Y cada vez estaba más furioso y colorado. Por fin, pidió ayuda. Entre varios niños de la pandilla de Zaino lo descolgaron.


- Podría haber bajado en cuanto hubiera querido, pero para qué esforzarme… –dijo  todo colorado de vergüenza.

- Sí, sí, claro, Sito... En cuanto hubieras querido bajar... para eso tienes doce años, ¿verdad? –soltó Zaino irónicamente.

- Por supuesto, soy el más mayor, no lo olvidéis nunca.

Pero el más mayor era el maestro, que aparecía en ese momento por la puerta de la escuela con el brazo vendado y diciendo:

- Vamos a hacer un dictado sobre el hielo.

Todos se echaron a reír a carcajadas. Todos, menos Sito, el niño de doce años.

Comentarios