FÉLIX VICENTE, ALFARERO DE ALHAMA DE ARAGÓN

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Piedras Rotas


La mayor riqueza patrimonial de un territorio son las personas. Al fin y al cabo los castillos, las iglesias y las piedras rotas en general ni se construyen solas ni se rompen solas. Las vamos haciendo y deshaciendo nosotros (el tiempo también pone su parte, claro).


Hoy voy a hablar de una persona, de un altojalonero al que tuve la suerte de conocer hace mucho tiempo. Mucho. Se trata de Félix Vicente, alfarero de Alhama de Aragón y representante de una tradición cerámica antiquísima. Antigua no sólo por el carácter de sus creaciones, pertenecientes al estilo más popular de la alfarería de esta tierra, de arcilla roja sin ornamentos, como el paisaje… No, no sólo por esto, sino porque el alfar de Félix, el proceso de elaboración de las piezas, sus utilidades y estilos eran, en verdad, reliquias de un pasado que tiende a desaparecer junto con las personas que lo mantenían vivo.


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El  alfarero en traje de faena, en su taller, hacia 1979.<br>


Tampoco estoy hablando de la Edad Media: conocí a Félix Vicente cuando yo era pequeño, cuando venía con mi familia a pasar las vacaciones en Cetina. En algún momento, allá por los años 1970, mi padre conoció a Félix y se entusiasmó con el alfar. El caso es que se cayeron bien y poco a poco las visitas al taller, e incluso a la propia casa de Félix, se volvieron habituales. Yo le recuerdo como un señor bastante mayor (aunque quizá no lo era tanto: en aquella época no tan lejana la gente parecía envejecer antes), simpático y buen conversador. No le importaba enseñar su alfar a los visitantes aunque, eso sí, no dejaba que nadie se acercara al torno, su torno, donde daba forma a la arcilla: «Es que se sale del punto y luego es difícil ponerlo bien otra vez», decía mirándome a mí, aunque creo que en realidad esas palabras se dirigían más bien a mi padre, que se moría de ganas de meterle mano al barro.


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Y lo hizo, unas cuantas piezas «abstractas», hechas allí, en el alfar, pero a mano alzada, sin tornear, que luego Félix cocía en el horno. A nuestro amigo alfafero, educado en una vieja tradición, esas piezas irregulares no le gustaban nada. Lo suyo eran las vasijas de toda la vida, los botijos, los platos… Pero bueno, de todas formas las metía en el horno y ahí las tengo todavía. Al principio eran de arcilla roja desnuda, aunque años después las pinté, inspirado por diversos estilos de cerámica tradicional, sobre todo la ibérica.


El alfar de Félix era en sí mismo una reliquia que habría merecido convertirse en un atractivo más de Alhama. Porque tal y como yo lo conocí era una auténtica pervivencia del pasado. Quiero decir que su taller no guardaba mayor concesión al siglo XX que una bombilla colgada de un cable encima del torno. Por lo demás, no creo que un alfar del Califato de Córdoba hubiera sido muy distinto.


El taller se disponía en estancias alrededor de un patio, más bien corral, sin concesiones estéticas. Estaba todo lleno de montoneras de leña, de piezas frescas secándose al sol. El suelo cubierto de estratos y más estratos hechos de pedazos de cerámica rota. El espacio principal era el minúsculo cuarto del torno, donde sólo cabía esta máquina y el propio alfarero. En una habitación contigua, pero más grande, se encontraba el secadero cubierto, repleto de estanterías con las piezas esperando el momento de pasar al horno.


Éste, a su vez, se encontraba en el mismo patio, un poco apartado. El cocido de las piezas requería un procedimiento minucioso, casi diría un ritual: apilado de las vasijas, botijos, etc., en el interior según un orden establecido siglos atrás. Luego se colocaba la leña palo a palo, también de forma muy rigurosa, no se trataba de amontonarla y ya está, no. En fin, después se cerraba todo, salvo ciertos orificios de ventilación para que corriera el aire y… ¡Fuego!


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Dos pequeñas jarras del taller de Félix. En ésta y en las demás imágenes las piezas de cerámica son todas obra de Félix Vicente, pero la pintura es cosa mía. En este caso la decoración es de estilo andalusí.


El cocido era lento, muy lento. Duraba varios días entre la colocación, la cocción, el apagado, el enfriado y, por fin, el rescate de los cacharros ya endurecidos. Siempre me pregunté si de verdad había mercado para tantos botijos y jarras, pero si durante tantos años Félix torneó tanto material, será que sí, que lo había. Supongo que a los turistas del balneario les gustaba llevarse un recuerdo a casa. Con todo, no deja de tener su mérito que Félix mantuviera vivo su negocio en una época en la que el plástico (palanganas, jarras, orinales) lo invadía todo y sustituía, más bien rápido, los enseres tradicionales.


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Ahora que casi he llegado al final caigo en un detalle que se me ha olvidado citar. Una parte fundamental del proceso cerámico que va al principio de todo: el batido de la arcilla. En la actualidad los ceramistas compran la arcilla ya preparada o, si la elaboran ellos, lo hacen con batidoras mecánicas. A Félix esas moderneces no le alcanzaban. El batido se hacía en un agujero, como de un metro de diámetro y metro y medio de profundidad, que había en medio del patio. Y la batidora era… el propio Félix.


Era como pisar las uvas, pero a lo grande. Echaba primero la tierra, luego el agua y después él mismo. Metido en aquel fango empezaba a batir la mezcla con manos y pies (a veces ayudándose de un palo gordo o de una paleta de albañil) y, cuando el pastel estaba a su gusto salía fuera, colocaba las pellas a buen recaudo, se pegaba un golpe de agua con la manguera para quitarse el barro, que le cubría hasta las orejas… y a tornear otra vez.


Conservo en mi casa algunas piezas que nos regaló Félix en su día y que también pinté, muchos años después. Hay cerámica suya por todo el Alto Jalón y aun diría que por toda España y medio mundo. De su importancia como ceramista da fe la cita que de su trabajo hace Llorens Artigas en el libro Cerámica Popular Española.


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O la que aparece en el número 8 (III época) de la revista de cultura aragonesa Rolde, publicado en febrero de 1980. En un artículo sobre cerámica popular aragonesa firmado por José Luis Melero Rivas se citan todos los talleres de alfarería activos en el Aragón de aquel momento. Y de los tres que había en Alhama dice lo siguiente: «En ALHAMA DE ARAGÓN se fabrica tanto cerámica vidriada con barniz plumbífero como cerámica sin vidriado ni decoración. En esta última línea, Eduardo Muela y  Félix Vicente hacen cántaros, saleros, benditeras, botijas… José Luis Palacín también fabrica jarrones, jarras de cerveza, etc., decorados con dibujos de los oficios del siglo XIII sobre fondo de barniz natural tostado o blanco».


Ahí queda mi recuerdo, con cariño, para este viejo amigo de mi infancia altojalonera, uno de los grandes alfareros de Alhama, Félix Vicente.


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Otro recipiente, pintado por mi mano con motivos ibéricos.


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Otra jarrita de Félix, esta vez decorada con motivos de los indios Pueblo.

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