RIPIOS

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Permanece absorto delante del vacío plato

rememorando la pasada noche de vigilia

y mientras espera las consabidas y aburridas alubias

refleja sus recuerdos en el espejo de su vaso.


No sabía por qué había terminado en aquella casa de citas

no era muy aficionado a esas licencias amorosas,

pero aquella noche, la soledad le ahogaba y oprimía

con la misma fuerza que, al ahorcado, la apretada soga.


Se fijó en ella por la tristeza que desprendían sus enormes ojos negros.

Sus formas, muy delgadas, no invitaban a pecaminosos pensamientos.

Sintió ganas de rodear sus estrechos hombros y llenarle la cara de besos.

Inspiraba una enorme ternura, todo lejos del desordenado deseo.


Se paseo por el poco iluminado salón,

sin desenvoltura con torpes movimientos,

buscando cobijo en los abandonados rincones,

al igual que hacen los pájaros peregrinos

al reconocer sus nidos de años anteriores.


Disimuladamente la vigila desde su asiento,

hasta que en uno de sus cortos vuelos

acierta a pasar junto a su otero.

Se vuelve a ella desafiante el milano,

y aferrando una de sus delicadas manos,

Le susurra: Siéntate a mi lado


Obedece con los ojos bajos.

Se desprende de la suave garra

y dice, como quien habla para no ser escuchado:

Son trecientos y la cama.

Tras la mercantil frase, sus ojos se encontraron.

Le hubiera gustado expresar mil palabras que la hubieran tranquilizado,

chasquear sus dedos y trasladarse juntos a cualquier otro lado,

pero solo acertó a decir: Me parece un poco caro.


Lentamente se levanta del asiento en que se había acomodado

y se dispone a volar en busca de otra rapaz de bolsillo más afilado.

La pena y el desencanto se dibujan en el rostro del desdeñado,

ella retrasa el despegue y coletea sabiamente entre sus muslos de pavo.

La estratagema da, una vez más resultado,

pues como si con aceite le hubieran rebozado,

se desliza de su taburete y ordena sofocado:

Vámonos, conozco un sitio aquí al lado.


Sentados en la cama, espalda con espalda, en silencio avergonzado,

se desvisten esperando sea el otro el que quede antes desplumado.

Por fin yacen desnudos. Sin atreverse a mirarse y sin haberse tocado,

la zarpa busca la mano y cuando se produce el contacto,

un escalofrió sin frio, recorre el grácil espinazo.

Durante interminables minutos permanecen tumbados,

las miradas perdidas, los ánimos turbados,

hasta que, al fin, ella resume con tono desconcertado:

Aún no me has pagado.


Alarga la mano y, de una raída cartera,

extrae seis billetes juntos y bien doblados.

Se desmontan unos de los otros, para ser contados,

los revisa con descaro y, con ágil movimiento de respuesta,

los deposita en uno de sus abandonados zapatos.


Casi sin darse cuenta, está encima de ella

Y la cubre como si se tratara de un semental en paro,

alocado, sin cuidado, manos hoscas, ojos extraviados,

movimientos frenéticos, sudores gemidos desaforados

mezclados con chirriar de muelles de jergón desvencijado.


Por fin, el éxtasis y, al unísono, todo queda tranquilo y callado,

y ella, aún con las mejillas encendidas y los ojos cerrados,

tímidamente pregunta: ¿Ya has terminado?

Se visten en silencio y cada uno sale por su lado,

ella vuelve a su rincón y él se pierde por un callejón solitario.


El ruido del cazo acomodando el guiso en su plato,

le devuelve a la cotidiana realidad.

En su cabeza aún retumba el eco sordo de sus pasos.

Colma su cuchara, dibuja una cínica sonrisa,

y concluye con gesto decepcionado: Qué solo se está acompañado.

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