Entre yates de lujo y coches deportivos, se alza el Casino de Montecarlo, un símbolo del glamour que ha inspirado películas, novelas y leyendas. Detrás de su fachada dorada y sus salones repletos de millonarios se esconde una paradoja propia de un país tan popular como el que representa: los monegascos tienen prohibido por ley apostar en su propio casino. Esta curiosa norma, que lleva más de 160 años en vigor, convierte a los ciudadanos de Mónaco en espectadores de excepción de un espectáculo diseñado para atraer a extranjeros adinerados.
La historia de esta prohibición se remonta a 1856, cuando el príncipe Carlos III, enfrentado a una crisis económica, decidió crear un complejo de juego para salvar las arcas del principado. El proyecto fue un éxito rotundo, pero con una condición: los locales no podrían participar. La razón era simple: las autoridades temían que sus ciudadanos, seducidos por el juego, arruinaran sus fortunas y, por extensión, la estabilidad del pequeño Estado. Así nació una ley que, lejos de ser abolida con el tiempo, se ha mantenido como una peculiaridad cultural que define la relación de Mónaco con su industria del juego.
Hoy, mientras turistas de todo el mundo llegan para probar suerte en las mesas de ruleta o blackjack, los monegascos deben conformarse con ver el espectáculo desde fuera. La norma no es solo simbólica: está estrictamente regulada. Los residentes ni siquiera pueden entrar en las salas de juego sin una identificación que acredite su nacionalidad, un control que los empleados del casino aplican con sorprendente rigor. Incluso los miembros de la familia real, aunque teóricamente exentos, evitan públicamente las apuestas para no romper la tradición.
Lo irónico es que esta prohibición ha terminado por convertirse en un elemento más del aura exclusiva del casino. Mientras en otras ciudades los locales son clientes habituales de los establecimientos de juego, en Montecarlo el juego es un negocio pensado exclusivamente para exportar riesgo e importar capital. Los monegascos, lejos de sentirse excluidos, parecen haber asumido esta contradicción como parte de su identidad. Para ellos, el casino no es un lugar de ocio, sino una máquina de generar riqueza ajena que financia su calidad de vida.
Esta dinámica ha creado una curiosa división social. Por un lado, los ciudadanos disfrutan de uno de los niveles de vida más altos del mundo, con impuestos casi inexistentes y servicios públicos de lujo, todo financiado en parte por jugadores extranjeros. Por otro, son testigos privilegiados de cómo el azar gobierna las noches de su ciudad sin poder participar en él. Es como vivir en un teatro donde el drama se representa para otros.
La prohibición también ha tenido efectos culturales inesperados. Al no tener acceso al casino, los monegascos han desarrollado otras formas de ocio donde el juego no es el centro de atención, como clubes privados o eventos deportivos. Mientras el mundo asocia Mónaco con el riesgo y la fortuna, sus habitantes han aprendido a buscar la emoción lejos de las mesas de apuestas.
En última instancia, la paradoja de Montecarlo resume a la perfección la esencia de Mónaco: un lugar donde las reglas se hacen para proteger a los de dentro de los excesos que se venden a los de fuera.
#Apuesta #Casino #Deportes.
JALON
NOTICIAS.ES
Comentarios