OVETAGO Y LA LEYENDA DE RÍO BLANCO

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"Hay que empezar esta semana pidiendo perdón", le digo a Miguel horas antes de escribir esta columna. Nuestro guía de cabecera no podría acompañarnos en este segundo sábado de ponernos las botas. - "Compromisos laborales imprevistos, compañero"-, me responde Miguel con su mirada inocente y su sonrisa de - "te lo dije, que no me comprometieras a ir cada sábado..."-. Siendo fiel a la verdad, confesaré que nos avisó con tiempo y buscamos alternativa para cumplir nuestra promesa de bajar el Jalón hacia Huerta, pero lo haremos en la siguiente entrega. De ahí que, volviendo al inicio, haya que empezar pidiendo perdón.

El marrón con el que me enfrento esta semana es, como poco, curioso. Dispuesto a seguir enseñando rincones desconocidos de la comarca, y obligado por la responsabilidad de tener acompañantes que leyeron este espacio la semana pasada y pidieron hacer la excursión con nosotros, me decido a encontrar dónde #MePongoLasBotas esta semana. El marrón se torna blanco cuando Carlos (@charly_jbp), nuestro fotógrafo de cabecera, nos recuerda una historia que le contaba su abuela, la leyenda de Ovetago.

Y allá que nos dirijimos, con nuestras botas puestas, subiendo la carretera de Maranchón desde Arcos de Jalón. Obétago, como ahora se llama, era el último pueblo de Soria antes de entrar en Guadalajara. A finales del s.XIX o quizá principios del s.XX, esta población quedó deshabitada y debió llamar la atención la forma en la que esto ocurría, pues generó leyendas y cuentos transmitidos generación tras generación. Lo que sí es cierto es que allí sólo queda la iglesia, recién reconstruida su Espadaña en 2017, y unas pocas ruinas en las que se respira la historia y entran ganas de creerse las memorias fabulosas de la abuela.

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"Llegaba desde Layna, en su carro por mula tirado, cargando leña y harina que traía molida de Arcos. El viaje se hacía largo, de subida sinuosa, pero ya estaba llegando. Conocía los caminos de cuando pastoreaba a su rebaño. A lo lejos ya veía la iglesia de Ovetago, mientras tomaba el desvío del camino. Era la semana de las fiestas, según llegase desmontaría al equino y se iría a la plaza a beberse un vaso de vino. 

Cuando llegó a su corral y hubo desatado al caballo, sin guardar la leña en el cobertizo ni meter la harina en el hogar, Pedro se marchó a brincos queriendo el oído afinar. Mientras acudía a la plaza, la dulzaina no se oía. Los tambores no tocaban. La gente no se reía. Había silencio más que nada. Rumor de viento. 

Llegando a la plaza la nada seguía siendo la protagonista en el pueblo y la angustia lo era en el alma de Pedro. ¿Dónde estaba todo el mundo? ¿Qué estaban haciendo, para no estar celebrando el brote de agua surgido en las charcas de las afueras, gracias al buen tiempo y el deshielo? Aquello traería riqueza, el agua siempre era vida.


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Dobló la esquina de la iglesia y se encontró con la escena que él menos imaginaba. En la plaza estaban los carros que hacían las veces de escenarios. También un par de puestos de bebida y la hoguera con los asados ya quemados. Todos sus vecinos en el suelo, tirados, quietos, inertes, pálidos y con los labios morados. Estaba claro el asunto, habían muerto intoxicados. Las aguas que habían surgido los habían envenenado y los buitres, en círculos volando, se afilaban los picos a lo alto.

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Muerto él también, de espíritu que no de cuerpo, enterró a sus vecinos llorando de noche y de día. Se mantuvo en el pueblo unos meses, pero no comía. Tan sólo bebía vino, el de las fiestas que había sobrado. Hasta que un día borracho, de alcohol y de lágrimas, cogió los sacos de harina que aquel día trajo de Arcos, vertiéndola toda en las charcas. Al tirarla, el agua se tiñó de blanco y se derramó por la ladera, tomando camino a Velilla.


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Se marchó de Ovetago Pedro, maldiciendo su suerte y su vida, encaminándose a Layna, donde pronto le acogieron. El río de agua teñida, pronto se llamó Río Blanco. Con el tiempo se cerró la herida, quedando como cicatriz aquel pueblo abandonado."

Nos marchamos de Obétago creyendo que no hemos estado, sino que estuvimos hace años en la piel de Pedro, que bajó a por harina y leña a Arcos. Mirando al retrovisor nos parece ver, en una esquina, el alma de aquel pastor, vigilando el Río Blanco de camino al Jalón, orgulloso de haberlo creado.

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La realidad debió ser parecida a lo que cuenta la histora, salvo que las muertes se prolongaron durante meses o años. El repentino empeoramiento de las aguas del pueblo, obligó a sus ciudadanos, tras numerosos decesos, a abandonar el asentamiento en dirección a Layna. Allí todavía hay muchos recuerdos y familiares de aquellos que dejaron su pueblo y su iglesia atrapados en el tiempo y en la leyenda.

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Nos volveremos a poner las botas la semana que viene, pero esta vez las de agua, porque nos vamos al río Jalón, directamente dentro. Iremos a cerrar la temporada de cangrejos, ¿queréis veniros? Ya tenemos la carpa preparada y limpio el retel.


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