EL ATARDECER DE LA MEMORIA

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Recuerdo llegar a aquel pequeño pueblo tras un largo camino. Los pies me pesaban y los gemelos me ardían… pero eso no me impidió caminar hasta encontrar un lugar desde el que poder observar el terreno en el que me encontraba: Jubera. Había leído el nombre de la villa en un cartel a las afueras de la misma.

Los bloques de viviendas de piedra y amplios balcones de hierro estaban tintados de un color rosáceo. Lo estaba también el cielo aunque su tono era más vivo, más humano.

De no ser por la inexplicable paz que este transmitía, cualquiera hubiese podido pensar que estaba en llamas.

Hay lugares que hacen del silencio algo agradable. A pesar de ello, si sabes escuchar, verás que, aunque hacen del silencio su trinchera, tienen ansias de explicar sus historias. Muchos lugares son capaces de cosas ininteligibles para quien no sabe apreciarlas; para quien solo escucha con la intención de responder.

Me senté bajo el ardiente cielo y escuché atentamente. Este me contó su historia; la del vecindario que custodiaba.

El pueblo y su castillo no siempre habían estado en ruinas. Un arzobispo había comprado hacía ya mucho tiempo ese espacio. De ese modo, en caso de guerra, los fieles tendrían un lugar en el que poder resguardarse.

A finales de siglo, se quemó la aldea. Me llegan los gritos de las familias: hay algunos de miedo, otros de angustia, otros indescifrables para mí, que jamás he sufrido la pérdida de algún ser querido. Y entonces entiendo por qué el cielo posee ese color… está recordando.

Recuerda las llamas y los gritos. Los llantos; los niños huérfanos y las casas derruidas. El crepitar de las enormes vigas de madera y de los troncos que, como las personas, gritaron pidiendo ayuda en vano. El humo negro, los días negros y las morales negras.

Todo fue negro un tiempo, tras ese incendio. ¿Y ahora? Rojo otra vez. El cielo se burlaba de aquel acontecimiento pues, a pesar de él, el pueblo, que en aquel entonces era una aldea, había prosperado como cualquier otro. Nadie se dio por vencido cuando el desastre ocurrió. Y eso, el cielo lo sabía. Y se mofaba, tornándose del mismo color que alguna vez destruyó el lugar.

Entendí entonces también a todas esas personas que, postradas ante el espectáculo en sus balcones, miraban hacia arriba. Recordaban, junto a mí, la historia de Jubera.

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