EL CALENTAMIENTO GLOBAL Y LOS CASQUETES POLARES

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       Aquella mañana seria la esperada entrevista. Le había costado muchos esfuerzos y hacer uso de todas sus influencias para conseguir esa cita. Sus muchas experiencias, la habían convertido en un personaje de la lucha pro- derechos humanos y una líder en todo lo relacionado con la causa feminista. Se había significado en multitud de frentes. En el Sahel era el terror de los islamistas y en muchos lugares del lejano Oriente, las mujeres iniciaban con su nombre, las oraciones que ofrecían al conservador Buda.

       Hoy daría el salto cualitativo y se entrevistaría con Quinuck, jefe de las tribus esquimales del Ártico. Para ella y para el movimiento que lideraba era muy importante, pues estas comunidades aisladas representaban los buques insignias de los que, basándose en sus ideas misóginas y machistas, decían querer preservar y proteger el orden natural de las cosas. Estaba acostumbrada, ya le paso en África con una tradicional tribu bosquimana, cuando salió de allí el “hombre medicina” tenía parangón con la “mujer sanadora”. En la altiplanicie peruana creó un modelo distinto de venta y distribución de los famosos y artesanales ponchos, que puso en manos de las mujeres aimara. Ellos tejían y ellas, diseñaban y administraban los beneficios.

       La prueba de fuego sería los esquimales, se había tropezado con grandes problemas, la inaccesibilidad de sus asentamientos, el clima, el idioma. Durante algún tiempo, éstos fueron obstáculos insalvables, pero ella, Concepción Encuesta, con su tenacidad habitual había podido con todos los inconvenientes.

       A través de la embajada danesa, hizo unos cursillos de supervivencia en Groenlandia y se familiarizó con algunos de los múltiples dialectos esquimales. Lo demás vino rodado. Gracias a sus muchas relaciones, mantuvo una charla con la ministra de asuntos sociales española y resultó fácil convencerla de cuán importante y trascendental era su proyecto. Sólo necesitaba un poco de dinero y mucha publicidad, de lo demás se encargaría ella; conseguiría abrir los ojos de aquellas pobres mujeres, que como concubinas consumían sus tristes vidas sirviendo a aquellos que presuntuosamente se hacían llamar “hombres verdaderos”.

        Se reuniría con Quinuck y emprendería viaje hasta los inhóspitos páramos polares. Saldrían en avión desde zaragoza hasta una recóndita estación meteorológica, último punto de civilización occidental. Desde allí, iniciarían una aventurada expedición en trineo hasta el asentamiento de esas tribus, muy próximas según sus averiguaciones, al mismísimo Polo Norte.

       El encuentro satisfizo sus mejores expectativas, estaba segura de haber impresionado gratamente a la representante del gobierno en Aragón, Parificación Mañas, tanto por sus enrevesados conocimientos lingüísticos, como por el hábil manejo de la tensa y comprometida situación. Con su personalidad arrolladora condujo desde el primer momento la entrevista y dejó claro quien mandaba allí. El jefecillo esquimal era en apariencia bastante poca cosa; bajito, cabeza redonda, cejas pobladas y ojos muy rasgados, sostenía continuamente una estúpida sonrisa que dejaba entrever una estropeada dentadura, debajo de sus amplios ropones se adivinaba un fornido cuerpo y unas piernas exageradamente arqueadas.

       Ella llamaba su atención, con frases cortas y concisas, usando varios dialectos a la vez, en la confianza de que, en alguno de ellos, comprendiera sus peticiones. El hombrecillo, parado delante de ella, parecía asentir y consentir a todo lo propuesto por la enérgica dama. En todos los idiomas, el silencio parece tener el mismo significado.

       El viaje hasta la remota estación resultó más cómodo de lo esperado, pues al tratarse de un vuelo especial se suavizaron todas las molestias que suelen acompañar a tan extraños destinos.

       Quinuck, una vez puestos los pies en las glaciares tierras, pareció transformarse. Sus movimientos, hasta entonces torpes y ridículos se tornaron ágiles y oportunos, se sentía feliz después de tantos días fuera de casa. Corrió hacia sus perros, que le recibieron entre alegres ladridos. con expertas manos les uncía los arneses de tiro, a la vez que acariciaba sus duras y peludas pieles. Estaba iniciando los preparativos para la larga travesía.

       Había aceptado ir a las tierras cálidas para así. Poder pagar la deuda que tenía en pólvora y sal con el comprensivo tendero de Arköjalún, además de por un rifle nuevo que le prometieron al regreso.

       Resultó duro, más de lo que imagino: los largos trayectos en las gaviotas metálicas, las adornadas e irreconocibles comidas, las costumbres infantiles de los hombres de cara sonrosada y, por último, aquella enorme mujer que se dirigía continuamente a él, en aquel extraño idioma que solo parecía entender ella y que, intuía, pretendía volver con él. No le importaba tener que llevarla, de hecho, le gustaba y recordaba con agrado que, durante uno de los encuentros que sostuvieron, sus ojos cayeron fortuitamente, justo a la altura de sus insinuados pechos y mientras ella continuaba con su severa alocución, él no pudo reprimir una gloriosa erección. ¡¡ La llevaría, pero tendría que hablar menos!!

       Durante muchos días viajaron por el mar de nieve, adentrándose cada vez más en la larga noche polar que acababa de comenzar. Pese a lo inclemente del tiempo, el frío y las continuas ventiscas no parecían afectarla, se sentía cómoda, iba muy bien pertrechada y durante el tiempo de descanso, él pescaba y construía unos pequeños “vivac” con bloques de hielo donde, además de confortarse, reponían fuerzas antes de volver a reiniciar el viaje.

        El esquimal conducía con destreza el trineo y los perros arrastraban su carga con cómodo esfuerzo y suficiente velocidad. Disfrutaban de la inmensidad del vacío, era como viajar hacia la nada. Ella sólo sentía preocupación cuando le asaltaba una inquietante pregunta, ¿Qué haría si se quedaba sola en aquel océano de soledad? La serena seguridad que emanaba su guía, disipaban al momento sus temores.

       Presentía que se aproximaba el final del viaje. Desde que se levantaron, los perros inquietos olisqueaban nerviosamente el aire y aceleraban la marcha como sabiendo que se acercaba su largo y merecido descanso. Quinuck reflejaba en sus mongólicos ojos, un brillo distinto al de días anteriores.

       El jefe tocó con su enguantada mano, el mullido hombro de la mujer y señaló al confuso horizonte.

       Poco a poco, ante sus ojos, se fueron concretando redondeadas y simétricas formas y, entre ellas, arropadas figuras que al apercibirse de su presencia parecían tomar vida y corrían hacia ellos irrumpiendo en alborozado griterío.

       Los “hombres verdaderos” daban la bienvenida a su esperado jefe.

        Se detuvo el trineo y al instante, estaban totalmente rodeados. Quinuck se abrazaba y rozaba su cara con todos y cada uno de los allí presentes. Se atropellaban frases que, sin duda celebraban su llegada. A ella le extraño no entender nada de aquel dialecto, aunque en situaciones como esa no es necesario conocer el significado de las palabras.

       Luego la cercaron a ella, por sus gestos y la forma en que la tocaron, supo que fue tan elogiada como el nuevo rifle del jefe.

       Cansado, pero satisfecho, entró con la “mujer grande” en su amplio iglú. En el centro entre acogedoras pieles, seis alegres mujeres aguardaban a que el “hombre verdadero” las premiara con una de sus cálidas miradas.

        El esquimal cogió de la mano a la que parecía de mayor edad y dijo:” dask, erckuln dien sei majorjën ay dênostab kargum. Key term glüng rimtem sarâ disen ex e toren am busch.”

         “La mujer grande” tampoco en esta ocasión echó luz sobre las cripticas palabras, pero oyó claramente por primera vez, la voz del jefe inuit y eso la tranquilizó, pues llegó a pensar que fuera mudo y que ahí estuviera la causa de su prolongado silencio.

      Para los no versados en lenguas vernáculas circumpolares, traduciremos a lenguaje cristiano su escueta y clara orden: “Preparadla”.

       La sorprendida visitante, con su prefabricada jerga se dirigía continua e insistentemente a las solicitas mujeres esperando ver en sus ojos algo de comprensión. Poco a poco, ante la inutilidad de sus esfuerzos, cayó en el silencio y dejo hacer.

        La “mujer grande”, aquella noche adquirió una visión nueva, diferente y pormenorizada sobre el significado del calentamiento global y su influencia en los casquetes polares.

       Cuentas los anales glaciares que  la primavera siguiente, cuando el gran Quinuck, hijo de Almark y jefe de todos los inuit u hombres verdaderos de las tierras polares  del Norte, descendió a los páramos de los hombres de piel rosada para aprovisionarse de aquello que no se da en las tierras de las nieves perpetuas, llevó consigo a sus siete mujeres y, entre ellas, destacaba una de mayor estatura y silenciosa expresión, que se mantenía respetuosamente dos pasos por detrás y bajaba la mirada, con encantador recato, cuando el guía de los” hombres verdaderos”, la premiaba con una de sus serenas sonrisas.

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