JUSTOS Y JUSTAS DE HOY

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     “En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía, un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”

Como otras muchas noches, la lectura de las andanzas del triste e iluso caballero, había acunado su terca vigilia. La preliminar frase repicaba en su mente, mientras caminaba absorto entre los descuidados setos y los artificiales senderos del, en estas horas, poco concurrido jardín público.

     El venerable anciano, se había sentido observado desde que inició el paseo por el parque. Un joven de preocupante aspecto, le había seguido y esperado a que sus pasos le llevaran a un lugar apartado y solitario, para allí intentar el asalto.

     Con torpe gesto, se plantó ante él, exclamando. “Viejo, ya estás aforando la guita, si no quieres que te meta en el cuerpo, el bicho que llevo en esta aguja”.

Aunque don Fidel de Aguilar, noveno conde de Urex, no estaba muy familiarizado con la jerga actual, creyó entender, que el joven le amenazaba con el sida y sus terribles consecuencias.

     Estaba próximo a cumplir los ochenta años, y más que asustarse, se ofendió, le pareció insultante que un mequetrefe como aquel, tratara de aliviarle del peso de su cartera, con la única ayuda de un alfiler ponzoñoso. Tiempo atrás, había sufrido varios atracos, pero en todos medió la intimidación de una pistola o la fuerza de una navaja trapera.

     Portaba en su mano diestra, un ligero pero robusto bastón. Desde hacia algunos años, algo había hecho mella en sus huesos y lo usaba, además de para asegurar su caminar, por la presencia que confería a su figura. No podía remedirlo, se quisiera o no, él era un viejo hidalgo español, le gustaba aquel bastón, le inspiraba confianza, y sin pensarlo dos veces, blandiéndolo con rabia, golpeó con toda su fuerza al bellaco, y aunque ésta no era mucha, la salud del asaltante debía de estar en precario, pues cayó como fulminado por un rayo.

     Satisfecho con su mandoble, don Fidel, estuvo a punto de rematar en el suelo, con un segundo golpe, a su asaltante, pero la inmovilidad de éste, retuvo su brazo a medio camino.

     Aquel malandrín, de una forma u otra, iba  a terminar dándole el día; se inclinó sobre el muchacho e incorporó levemente su cabeza, entonces pudo observar con claridad sus facciones de niño, su piel fina como el papel parecía tener problemas para mantener en el interior las tenues y azuladas venas, una nariz afilada que nacía en unas cuencas profundas demasiado grandes para contener con suficientes garantías aquellos ojos, que permanecían obstinadamente cerrados, completaba el retrato, un lacio y descuidado cabello, que caía desordenadamente a ambos lados de la cara.

     Así, con la cabeza en sus manos, la estampa, la podía haber aprovechado cualquier pintor renacentista para uno de sus descuelgues de cristos crucificados.

     Estaba seguro de haber asentado el golpe entre el cuello y el hombro, y no creía que las consecuencias fueran fatales, pero aquel joven parecía tan poca cosa, que empezó a preocuparse.

     Desde luego, él no le abandonaría en ese estado, pero tampoco estaba dispuesto a emplear con el muchacho, los conocidos métodos de resucitación, tan efusivos y tan poco propios entre caballeros.

     Por suerte, una pequeña sacudida y un ligero carraspeo, sirvieron para avisar de la vuelta a la vida del salteador de caminos.

     Los ojos del yacente se posaron en la arrugada y expectante cara de don Fidel, y con gran esfuerzo acertó a decir: “Dabuten  tronco, manejas el palo como el Bruslí”.

No parecía molesto, ni decepcionado por el fracaso de su plan, es más, parecía estar cómodo en brazos del anciano; pensó, que hacía mucho tiempo que nadie le tenia en su regazo, que hacía mucho tiempo que no sentía ese tipo de calor, y que ese olor que llegaba desde su pretendida víctima,  era el aroma más maravilloso que había llegado nunca a sus narices, y sintió ganas de prolongar aquello, cerró nuevamente los ojos, pero ahora lo hizo, voluntaria, pesadamente, como queriendo entregarse a una prolongada caricia.

    Don Fidel, al ver que retornaba al estado catatónico anterior, le instó a despertarse, a moverse, pero el muchacho respondió con un imperceptible movimiento de su mejilla contra la manga de la inmaculada chaqueta, al mismo tiempo acurrucaba sus piernas y adoptaba la posición fetal, mientras susurraba, cayendo en un relajante sopor: “Viejo, eres total, lo mas guay que le ha pasado a mi body en mucho tiempo”.

El anciano, no estaba seguro de comprender todo el significado de la frase, pero sí se apercibió que, de uno de aquellos apretados ojos, escapaba una enorme y sucia lagrima, y que ésta, una vez en la cara, desaparecía con celeridad, como no queriendo avergonzar a su creador.

     Con sumo cuidado, sin desprenderse del abrazo del muchacho, el caballero se quitó su elegante chaqueta y la colocó doblada bajo su cabeza, para que le sirviera de almohada, después apoyó su huesuda mano en la frente, la liberó del pelo, y a la vez que se ponía lenta y pesadamente de pie, iniciaba y terminaba una caricia tosca, pero calurosa, en la suave y transparente mejilla del muchacho.

     No se dijeron nada más, el joven permaneció allí tumbado, y don Fidel, apoyándose ligeramente en su bastón, se alejó reposadamente, despacio, sin mirar ni una sola vez atrás, pero con la alegre certeza de haber dejado olvidada, en el bolsillo interior de su chaqueta, la cartera que pretendía aquel desdichado desde el comienzo de esta cotidiana y repetida historia.

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