LA LEYENDA DE LOS LOBOS DEL CASTILLO DE ALMADEQUE

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La semana pasada nos pusimos las botas para recorrer El Sendero del Sacristán. Este camino recuperado por la Asociación Socio Cultural Alto Jalón, pone en valor el trabajo de una vida de Félix ‘el Sacristán’, al que se le ocurrió montar todo un Castillo en un barranco y poblar el camino de refugios, bancos, altares de culto y extraños adornos que amenizan el paseo. La puesta en valor de este entorno es ejemplo de lo que debemos hacer en nuestros pueblos. Algo que se habría acabado perdiendo, es ahora lugar de peregrinación para curiosos de otras zonas y también gente del pueblo.

Esta semana #MePongoLasBotas para escribir un cuento. El Castillo de Almadeque, o Casa Fuerte si somos más certeros, se encuentra entre Chaorna, Sagides, Aquilar de Montuenga, Arcos de Jalón y Somaén. Al final del camino de Chaorna desde Arcos de Jalón, escondido entre barrancos, se levanta en una loma esta edificación compuesta de una atalaya circular y un cuerpo habitable fabricado en mampostería. No hay más documentación que la inclusión de la Casa Fuerte en La Lista Roja de Patrimonio en 2010 y que fue propiedad de los Marqueses de Casablanca. Lugar de peregrinación de vecinos de toda la zona en días de excursión, nos vamos a inventar una historia alrededor de este castillo olvidado en la memoria de los archivos.


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Foto: José Javier Tejedor Miguel

La noche había caído. El camino de piedra y tierra, cuajado de curvas del infierno, se hacía estrecho flanqueado por muros de nieve. En las sabinas, que parecían estar negras y quemadas por el hielo, a penas algún cuervo o grajo y el canto de algún búho hambriento en búsqueda de su comida. El carruaje de hierro forjado se abría paso por el camino tirado por cuatro caballos negros, imponentes, casi fieros. Sus bramadas provocadas por el intenso galope atacaban al viento como a dentelladas calientes de vaho denso. El golpear de sus cascos con el suelo despertaba alguna chispa al rozar las piedras heladas. La niebla formaba un manto, y la luna escondida, huérfana de ella el cielo, hacía que la noche fuera más oscura. Las ruedas de la diligencia blindada dejaban surco sobre el duro lecho, era muy pesada, debía llevar algo muy valioso dentro. Hasta los lobos parecían seguirla como hipnotizados por aquel carruaje negro, conducido por un enorme cochero cubierto con capas y sayos, también negros, como negros los caballos, el carruaje, la noche y aquel tiempo.

Aquella era la única casa fuerte en la que no les conocerían y estarían resguardados y seguros de miradas curiosas y posibles ataques. En un claro, en la cima de una colina, se levantaba aquel hospedaje de mampostería con un torreón de vigilancia. Estaba compuesto por una cantina con un mostrador, tinajas de vino viejo y varias mesas y bancos alrededor de un fuego. Al piso superior, que tenía tres estancias con camastro y aparador, se subía por unas ajadas escaleras. Todo era viejo y crepitante. Estaba regentada por un rechonchete anciano viudo y sus dos hijos: Una hermosa doncella en edad de desposar y un vivaracho doncel de apenas doce años. En aquel lugar al que llamaban Castillo de Almadece (del desfiladero), en mitad del círculo que forman Somaén, Arcos de Jalón, Aguilar de Montuenga, Chaorna y Sagides se sentirían seguros.


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Foto: Ricardo Roldán www.arcosdejalon.info


Elsa era bella como la nieve del camino. Fresca como el viento del mes de abril. Sus ojos marrones rezumaban vida. Su pelo larguísimo no dejaba dormir a aquel al que su fragancia alcanzase. Y su cuerpo… su cuerpo… su cuerpo se movía como las hojas de un árbol acariciadas por el viento en tardes templadas de verano. Su padre la miraba atendiendo a los clientes. Más bien vigilaba que ninguno se propasase, ni de palabra, ni de obra, ni siquiera de pensamiento. Aquel era un lugar de paso, de viajeros anónimos, de bandidos de tiempo, de a saber qué maldades que temía aquel viejo.

El carro negro se detuvo y, con él, llegó la niebla que cubrió todo el claro del bosque donde se levantaba la posada alrededor de un arroyo. El imponente cochero tiró de las correas y detuvo los cuatro caballos que exhalaban exhaustos por el esfuerzo. Mientras el doncel, que hacía las veces mozo de cuadras y botones, atendía a las bestias y acomodaba el escaso equipaje del carruaje blindado, el cochero se internó en la posada golpeando las puertas de la entrada contra las paredes de la cantina. Al abrir la puerta, casi se apagó el fuego por una ráfaga de viento helado que vino anunciar al cochero. El viejo le puso vino y comida del puchero, acomodándole en una mesa, mientras su hija preparaba la habitación del nuevo y misterioso huésped. Era una suerte que alguien llegara. Aquel estaba siendo un duro invierno, y con la nieve y la helada, nadie había llegado en meses a su posada. Por fin ganarían algunas monedas con las que tener sustento. El cochero sólo se quedaría esa noche, pero pagó por adelantado con tres monedas de plata traídas de un lejano reino.


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Foto: Ricardo Roldán www.arcosdejalon.info


Mientras adecentaba la cama y repasaba la limpieza del cuarto principal del primer piso, la doncella de ojos marrones y vivos se sintió atraída por una fuerza misteriosa a través de la ventana. Le parecía oír llamadas de auxilio que parecían proceder de otro mundo. Intuía una voz dulce que la llamaba y la requería. Se asomó a la ventana y allí vio aquel carruaje negro de hierro forjado al que la nieve parecía no haber rozado siquiera, como si recién sacado de talleres estuviera, o como si un calor intenso emanase de él derritiendo todo hielo y nieve que pudiera caerle. Parecía que algo dentro de aquella caja estanca la estuviera llamando. La atracción que le provocaba aquello era tal que se quedó absorta mirando tras el cristal de la habitación. Tanto que cuando el cochero entró por la puerta ni se percató de ello. Una voz grabe recorrió su columna vertebral hasta llegar a sus oídos, generándole un fuerte escalofrío:

- “Ni se te ocurra, joven” – le dijo el cochero – “no debes ni acercarte a lo que llevo ahí dentro, estás advertida, soy capaz de todo para evitarte que puedas verlo…”.

El tono siniestro y firme del cochero y la fijeza de su mirada fría sobre sus ojos vivos lograron asustarla y, con la cabeza baja mientras daba pasos cortos y tímidos en retirada del aposento, dijo:

- “No se preocupe señor, aquí somos discretos, si usted lo dice, yo no me acercaré a su carruaje, pero… ¿qué lleva ahí dentro?”. – se atrevió a preguntar.

- “Nada que te incumba, no quiero tener que amenazar de nuevo, si alguien se acerca al carruaje tendrá muerte a través de esta tizona de plata y acero” – espetó mientras enseñaba tras su capa el estoque brillante como el hielo.

La muchacha se marchó asustada, cerrando a su paso la puerta del cuarto del cochero y, mientras bajaba las escaleras, no paraba de pensar en esa voz que la llamaba desde dentro del carruaje del infierno, como ella ya lo había bautizado.


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Foto: Ricardo Roldán www.arcosdejalon.info


Fuera, en las cuadras, el mozo estaba desatando a los caballos, dándoles de comer y beber y guardándolos bajo techo tanto del frío, como de los lobos hambrientos. Cuando terminó con los cuatro corceles negros, cerró la puerta del establo y se dirigió hacia el carruaje, intrigado, a verlo. Tenía mil remaches, negros también. Ni una puerta. Ni una ventana. Todo hierro forjado negro. A penas unas soldaduras fuertes y una pequeña abertura corredera que quizá dejase ver adentro. La curiosidad le mataba y no pudo más que hacerlo. Abrió la pequeña obertura y escudriñó dentro. Pero no pudo ver nada, estaba oscuro, había silencio. Se marchó desilusionado y, despistado, dejó el hueco abierto al escuchar a su hermana llamarle desde el porche trasero de la posada. Elsa se percató de ello y fue a cerrarlo, pero algo le invitó a mirar dentro.

Mientras subía los dos escalones que necesitaba para mirar por la abertura, notó que algo se iluminaba en el pequeño ventanuco. Como dos pequeñas luces que se acercaban desde dentro. Y sintió como si su corazón latiese doblemente, y al segundo se dio cuenta de que no sólo era su pecho, sino que algo en el carruaje, desde dentro, latía al mismo compás que lo que notaba en su cuerpo. Al instante de asomarse tras subir los escalones, cayó al suelo de un sobresalto. Había visto unos ojos que la observaban desde el agujero negro. Unos ojos azules brillantes, como el cielo despejado de un día soleado de invierno. Fríos, pero no muertos. Más vivos que el pasar del tiempo. Unos ojos azules que escudriñaban su cuerpo mientras Elsa se levantaba de la nieve y el barro del suelo. Se volvió a asomar, sin decir nada, pero no encontró al dueño de aquellos ojos, ni a nada, ni el latir, nada de nuevo. Pensó que quizá habría sido un sueño. Que quizá estar asustada por las amenazas del cochero la habría sugestionado para sentir aquello. Entonces cerró la pequeña ventana, o al menos creyó hacerlo, y se marchó a la posada para quitarse la nieve y el barro y calentarse con el fuego.


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Foto: Ricardo Roldán www.arcosdejalon.info

La noche era cerrada, media noche sin luna en el cielo. Las estrellas titilaban y el viento hacía juegos con las ramas de los árboles, haciendo sonar sus cuerpos entre crujidos y cantares de los búhos y los cuervos. En la posada el fuego del hogar casi se apagaba, lleno de ascuas de rojo intenso. El cochero se encaminaba a descansar en sus aposentos, tras dar buena cuenta de una cena copiosa a base de corzo que había cazado Marco la otra mañana. El pequeño doncel solía salir de cacería con otros mozos del pueblo de Arcos de Jalón que, a más de tres leguas de la posada, alrededor de un castillo de una sola torre, se levantaba. También bebió bien de vino el cochero, muy sediento, ya no de hidratar su cuerpo, mas sí de apaciguar su alma de algún fuerte tormento.

Una vez se hubo dormido y estaba todo en silencio, tan sólo el leve viento en las ventanas y el chasquido del débil fuego, creaban algún sonido en aquella noche de helado invierno. Tras recoger los aperos, los cubiertos y los platos, fregar las ollas del puchero y preparar los atavíos del desayuno, el posadero y sus hijos se dirigieron también a sus aposentos. Elsa dormía arriba, en la habitación de al lado su padre y Marco, que había dejado su cuarto para el descanso del caballero, dormiría al lado del hogar con unas mantas en el suelo. Estando Elsa acostada lo escuchó de nuevo. Era un latido intenso, una llamada. Se asomó por la ventana y allí los vio de nuevo. A través de la pequeña abertura, que al parecer habían dejado sin cerrar, esos ojos azul intenso no paraban de brillar. Parecían tener luz propia. Eran algo descomunal. Y al verlos Elsa de nuevo no pudo más que bajar presurosa a acercarse. Era una persona, seguro, pero ¿por qué la quisieron encerrar? ¿Por qué querría alguien encerrar algo tan hermoso? ¿Por qué no la dejaba de llamar?


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Foto: Ricardo Roldán www.arcosdejalon.info


Elsa bajó despacio para no despertar a nadie. Los escalones crujían levemente mientras descendía a la calle. Una vez fuera, descalza pues no acertó ni a vestirse, se acercó al carruaje y se asomó. Entonces le vio. Era hermoso. Era un joven de ojos azules intensos, de cabellera rubia y fuerte, con el torso descubierto y apenas unos paños para taparle sus zonas más sensibles.

- “¿Por qué estás ahí joven?” – preguntó Elsa extrañada

- “Me ha encerrado ese cochero, es el demonio, tiene una espada, y me quiere ver muerto cuando yo… yo no he hecho nada” – respondió el joven bello con una voz aterciopelada.

A Elsa no hizo falta decirle muchas más cosas. Era enamoradiza y vivaracha, quizá algo despreocupada y temeraria, y se decidió a ayudar a aquel joven a escapar de las garras del cochero con espada.

- “¿Cómo te llamas?” – preguntó la joven

- “Mi nombre es Denis, Elsa de mi alma”

- “Pero… ¿Cómo sabes mi nombre?” – Le espetó Elsa extrañada.

- “Tengo muy buen oído, y también buen olfato para oler el guiso que preparaste de corzo en la hoguera”

- “Es cierto, tendrás hambre, te traeré de comer y después intentaremos abrir esta maldita caja de hierro en la que te tienen preso” – dijo la joven mientras bajaba los dos escalones del carruaje y se encaminaba hacia la posada a por un plato de comida.

- “No, no tengo hambre, no te vayas, necesito salir de aquí, ayúdame a salir” – gritaba en silencio mientras la veía alejarse hacia la entrada de las caballerizas entre el bramar de los caballos negros.

Elsa, como en trance por aquellos ojos que la tenían hipnotizada, mientras se alejaba se convenció de su mensaje y se dirigió hacia la habitación del cochero para robarle las llaves.

Cogió su capa al salir y empezó a andar ligero hacia el carruaje apretando en sus manos las llaves recién robadas. Cuando llegó a la cochera, Denis la estaba esperando. Sabía que conseguiría su propósito, era Elsa a quien tanto había estado buscando. A causa de esas búsquedas estaba en aquella jaula de hierro. La había esperado tanto, había ido tanto a su encuentro… Pero siempre encontraba a otras que nunca lo fueron. Sin embargo, ella sí era… Ella era… Lo sabía, lo había conseguido. Por fin había encontrado a su compañera.

Tras su huida, habían buscado a Elsa y a Denis por todas partes. Organizaron batidas con la gente de los pueblos y sus perros. Siguieron sus huellas por la nieve, pero se perdieron. Cerca del río Blanco encontraron la capa de Elsa y sus ropajes. Estaban destrozados a jirones, entre fluidos viscosos, algo de sangre y pelos. Estaban convencidos de que estarían muertos. Se los habrían comido los lobos y habían desaparecido sus cuerpos. Buitres y otros carroñeros darían buena cuenta de sus restos y no quedaba nada, salvo los jirones de ropa y un dolor interno en Marco y en su padre del que no podían librarse. La luna recién creciente no ayudó a las búsquedas, pues en seguida anochecía y no se podía buscar casi a tiento, de modo que cuando encontraron las ropas, a los tres días, les dieron por muertos, y todo el grupo de búsqueda volvió a su casa salvo el envejecido posadero, que la había seguido buscando cada día, durante meses y meses, hasta el anochecer.


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Foto: Casa Rural Sierra del Solorio de Iruecha


Una tarde, muy lejos ya de la posada, en el monte de Iruecha, a varias leguas del río donde encontraron el ropaje de Elsa, le pareció divisarla a lo lejos, creyó escuchar su voz y reconoció sus movimientos. Estaba exhausto de caminar deprisa para llegar más allá antes de que anocheciera. Había ido demasiado lejos y debía seguirla más adentro. Estaba viva, era ella, estaba seguro. Incluso le había parecido que no estaba sola, que estaba con alguien más, pero la densidad del sabinar no le permitió vislumbrar. Se adentró en el bosque repleto de zarzas y de sabinas nevadas, donde el sol apenas entraba y la oscuridad se hacía patente. Tanto que no se dio casi cuenta y ya estaba anocheciendo. Se había perdido en el bosque y la noche estaba cayendo. Pensó, mientras intentaba orientarse para salir de allí, que había demasiado silencio. Ni si quiera un ulular de búho mientras está cazando. De pronto, tras de sí, un aullido agudo se le clavó en la espina dorsal, provocando que toda la piel de su cuerpo, cada centímetro, cada vello, se erizase firmemente, premonitor de peligro y muerte, en aquel bosque del infierno. Casi sin poder reaccionar se vio rodeado por una manada de lobos hambrientos, lobos de basto y frondoso pelo blanco y gris, alguno con mechones negros. Lobos de ojos azules brillantes como el cielo de un soleado día de invierno.

El viejo se venció a la muerte, se arrodilló, cerró los ojos y comenzó a rezar entre silencios esperando dentelladas, dolores agudos y sufrimiento. Pero no encontró de eso nada. Escuchó alaridos, quejidos, aullidos ahogados, desgarro, fluir de sangre a borbotones y luego… luego nada, luego silencio. No se atrevía aún a abrir los ojos mientras escuchaba los pasos de algo que se le acercaba de frente y le escupía un aliento caliente que le calentaba la cara. Abrió los ojos y, ante los suyos, unos azules iris le empañaron la mirada. Fijamente aquel lobo se le quedó mirando, se dio la vuelta y desapareció en el bosque como si nada mientras emitía aullidos de dolor y tristeza. Había dejado tras de sí un rastro de muerte, al menos una docena de lobos estaban muertos, con sus cuellos desgarrados a crueles y salvajes dentelladas por aquel lobo que le había salvado. El hombre se puso en pie y comenzó a caminar, aún tembloroso, muerto de miedo. Eran las diez de la mañana cuando el posadero abrió la puerta de la Casa Fuerte de Almadeque dejando entrar dentro de la posada al invierno. Marco se abalanzó sobre él, y acercándole al hogar, tras asegurarse de que volvía entero y escuchar atropelladamente de boca del viejo la experiencia vivida, le dijo:

- “Papá, ha vuelto” – expresó con voz emocionada – “hace apenas dos horas la he encontrado tirada en la puerta, desnuda en la nieve y algo magullada. Pero está bien, Elsa ha vuelto papá”

- “No te puedo creer, ¿es eso cierto?” – le preguntó emocionado.

- “Está arriba, en su cuarto, durmiendo. No he podido hablar con ella, la he subido y envuelto en mantas”

Casi sin dejar terminar a Marco, el viejo tiró las mantas con las que su hijo le había envuelto y subió raudo las escaleras que le llevaban a la primera planta. Abrió aquella puerta en la que ese día la dejó encerrada y allí la vio, bajo la ropa de cama. Elsa yacía en su lecho, dormida, descansando apaciblemente como ajena a todo lo ocurrido. No había duda, había vuelto. El posadero decidió dejarla descansar, y descansar algo él también de su ajetreada noche en el bosque. Se lavó con agua caliente y se metió en la cama, quedándose dormido al instante. Tenía a su hija en casa, estaba exhausto y muy contento.


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Foto: Ricardo Roldán www.arcosdejalon.info


Cuando despertó era medio día, pero no escuchaba ruido alguno salvo el chasquido del fuego en el hogar. Olía al guiso de carne de corzo que Elsa solía preparar y a la mezcla de carne fresca y sangre que emana de un animal recién sacrificado. Pensó que los cazadores del pueblo, avisados por Marco, habrían traído el venado y que Elsa habría despertado y estaría preparando la comida. Al bajar las escaleras hacia la cantina y la cocina, el silencio se hacía más patente, se podría cortar con una espada. La hoguera crujía cada vez más fuerte, como avivada por las grasas que saltaban del perol del guiso que nadie vigilaba. Gritó a voces a su hijo, el cual no respondía y entonces llamó a Elsa.

- “Elsa, Elsa!” – gritaba – “¿Estás ahí?, huele de maravilla – exclamó.

Entonces escuchó tras él unos pasos y allí estaba ella, la miró desde los pies a la cabeza para cerciorarse de que era ella mientras la oía:

- “Papá, estoy guisando, tenía mucha hambre y no había en casa nada de comida con la que preparar el guiso, lo siento, he tenido que hacerlo.” – le dijo ella en tono algo irónico, con voz que no era suya, sino que parecía falta de humanidad.

Escuchando esto llegó con sus ojos a la mirada de Elsa, que se clavó en la suya… y ahí vio a esos ojos azules que aquellos lobos tenían. 

“Te salvé papa, te quiero, vendrás conmigo, ¿verdad?, Marco no ha querido, no había comida…” – se excusó señalando al perol que en la hoguera hervía.

- “¿Qué has hecho hija mía? No lo entiendo” – pregunto con lágrimas en los ojos el posadero.

- “Papá, fue Denis, le amaba, lo sabía. Hemos estado juntos todo este tiempo. Hemos tenido hijos. Me quería. Pero eres mi padre y te quiero. Nunca le dejaría… Le he matado por ti, qué osadía. A él y a nuestros lobeznos, querían comerte, no podía permitirlo. Ahora vagaré por el mundo buscando una nueva pareja guiada por mi instinto de maldita. Sólo pudiendo ser Elsa las noches y días de luna nueva. Volviendo a mi forma de lobo cuando llegue el siguiente día.”

Su padre cayó al suelo, víctima de su corazón, que le explotaría, al descubrir a su hijo muerto en el perol, a su hija maldita de por vida, y a él, que la buscó insistente, provocando así que Elsa terminase con su familia. Desde entonces, se cerró el Castillo de Almadeque y ha servido siempre de palomar, almacén o corral de ganado. Se ha degradado tanto de que ningún humano quiere acercarse, que está en la Lista Roja de Patrimonio desde 2010 sin que nadie haga algo.

La semana que viene nos pondremos las botas para mostrar el potencial del Alto Jalón para atraer turismo de naturaleza. Parece que la lluvia nos va a dejar disfrutar de un día de cascadas y ríos en el Valle del Mesa. ¿Te vienes conmigo? Hasta la semana que viene.

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