CAMPEONES

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El calor era sofocante, estaban por encima de los dos mil metros y entre aquellas rocas peladas, ni corría el aire, ni se adivinaba un oasis de sombras. Apenas quedaban cinco kilómetros para la meta y estaba en cabeza, solo cinco mil metros más y se metería la etapa y la carrera en el bolsillo, ese pensamiento le animó.

       Controló en la pantalla del monitor sus constantes, comprobando que todas estaban dentro de los márgenes de seguridad: ritmo cardiaco, transporte de oxígeno a los músculos, ácido úrico, los azucares un poco bajos, no importaba, llevaba tabletas de glucosa de sobra por si fueran necesarias.

        Su traje bioenergético mantenía sin problemas la temperatura a dieciséis grados centígrados. La eliminación del sudor, que durante los primeros días de carrera le había dado algunos problemas, se solucionó con la intervención de los mecánicos químicos y en las últimas etapas no había vuelto a notar ni una sola gota, ni siquiera en las axilas.

        Quizás debiera moderar algo más la velocidad, pero…. ¡se sentía tan fuerte!

       El nuevo cuadro era una maravilla, aquella múltiple aleación había sido un acierto, era como ir montado sobre el aire.

       Desconectó la radio, su jefe de filas seguía creyendo en la motivación psicológica y no había parado de animarle durante toda la ascensión. Cuando cortó la conexión le pareció que ni siquiera pedaleaba. Entre tanto silencio sintió la ingravidez, no tenía límites.

         Subió un poco la temperatura del climatizador del casco, se le estaban quedando heladas las orejas y su visor de cristal de cadmio se empezaba a empañar.

       Lo que no podía comprender Van Roldánk, era lo del ciclista que llevaba a rueda. Ricardo Tudela, había aguantado todos sus cambios de ritmo y, como veía por los retrovisores seguía allí, desencajado, empapado en sudor y bebiendo continua y ansiosamente de su bidón de líquido.

       Apenas tres kilómetros para meta. Su ordenador de ruta le indicó el punto exacto donde debería dar el demarraje definitivo. Estaba seguro, su rival no podría responderle en esa ocasión.

       No pudo evitar seguir mirándole por los espejos. Por su equipo se asemejaba a un ciclista del siglo XX. Cada pedalada se marcaba en su rostro, pero no aflojaba. En varias ocasiones creyó haberlo distanciado, pero de inmediato el mini-radar le informaba de su, aunque costosa, continua aproximación.

       Pensó en olvidar el plan preestablecido por los tácticos informáticos y rematarle, pero según el procesador, sus constantes estaban perfectas y no quería que empezaran a sonar las alarmas, total, ¡era cuestión de tiempo!

      No sabia mucho de su rival. Nunca había ganado nada importante, pero en el pelotón tenía reputación de irreductible, de buen compañero y todos le respetaban.

      Boqueaba como un pez fuera del agua y el gesto de su cara, cada momento que pasaba reflejaba verdadero dolor, pero incomprensiblemente no cedía, ¡aguantaba!

        Al fin, el punto del último salto. Su pantalla indicaba las rampas más duras, hizo los cambios pertinentes en sus platos trasero y delantero mientras el sistema automático acomodaba los piñones de la doble cadena. Sin grandes esfuerzos incrementó su velocidad y vio a su contrincante levantarse del sillín e intentar seguirle. No mantenía una línea fija, daba continuos tumbos que intentaba corregir con impulsos desacompasados de sus riñones, ¡estaba vencido!

        Cada mirada lo veía mas lejos, su figura se empequeñecía en el contorno de sus cristales y él se aproximaba a su enésima victoria.

        Estiró su maillot, alzó los brazos y poco después, lo de siempre; fotos, felicitaciones, abrazos, firmas……en fin, la rutina del campeón.

        Cuando bajaba del cajón, después de recibir los trofeos, vio a su rival. Estaba sentado en el suelo con una manta sobre los hombros, las piernas estiradas e inertes permanecían anormalmente hinchadas tras el brutal esfuerzo. En cada una de sus manos, sendas botellas de agua que ya hacía rato no contenían nada. El rostro parecía el de un anciano y su mirada ausente, perdida en un lejanísimo vacío.

       Sus pasos le dirigían hacia él. No quería herirle recordándole su derrota. Se detuvo para cambiar de dirección, pero entonces la cabeza del vencido se giró como accionada por un resorte, pareció volver la vida a sus ojos y con una voz clara e inimaginable en aquel despojo de cuerpo, retó: “Al año que viene, al año que viene nos volveremos a ver”.

        Pasó por delante y le sostuvo la mirada. Mientras se alejaba rodeado de su cohorte de aduladores, supo que ese hombre que yacía hundido y solitario en el suelo, aún no había llegado a su meta y, algún día, tal vez no el año que viene, pero sin duda, algún día llegaría y…..¡le derrotaría!

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