LA FRAGUA DE ARRIBA

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En mi pueblo había una fragua

que ya no tenía herrero.

Un día, el azar dio en que apareciera

un erudito y rico fogonero,

entendido, según todos, en llamas y fuegos.


Plació el derruido caserón

al adinerado extranjero,

y decidió hacerlo suyo

por apenas cuatro dineros.


La noticia llenó de satisfacción

a orfebres y demás vecinos.

Por fin, se encenderían los hornos

y chocarían chispas y martillos.


Cauteloso el edil del concejo,

quiso refrendar el negocio.

Preparo legajos y redactó documentos

asegurando la venta y fijando los convenios.


Así dictó tal testamento:

“El portalón del taller

permanecerá siempre abierto,

herrara sin coste alguno

a nuestros descalzos jumentos.

El fuego en la forja

siempre dispuesto.

En lo demás consiento”.


Firmose el contrato

entre jolgorios y verbenas,

pues el desconocido artesano

que presumía de mecenas,

juró dedicar doblones y entretenimientos,

en recuperar viejas ocupaciones

y en restaurar, hundidos monumentos.


Refrendo las condiciones

y añadió de su talento,

que a todos los que le ayudaran

en tan altruista empeño,

nunca les faltaría, ni trabajo, ni sustento.


Pasó el despiadado tiempo,

y como suele pasar

con las palabras de los hombres,

cambiaron sus predicamentos.


En los papeles escritos

variaron algunos conceptos,

para así adaptarse mejor

a los actuales momentos.

Ya de todos es sabido,

que después del Antiguo,

vino el Nuevo Testamento


Así rezó, el restaurado documento:

“Si quieres abrir la puerta,

primero la has de cerrar.

Ni en haciendas, ni ciudades,

quedan acémilas por herrar.

Y el fuego eterno,

en el infierno debe estar,

pues no es cosa que acomode

a ningún ser terrenal.

Las demás cuestiones,

quedan sin tocar”.


Cómo cambian las promesas

y se transforman las aspiraciones,

las palabras se tropiezan

y mudan sus intenciones.


Sólo con esperar un poco,

dejando al tiempo actuar,

las cosas confluyen

siempre en el mismo lugar.


Lo único que siento

y no acabo de asimilar,

es que en mi pueblo

ya no haya fragua

y si un pomposo calderero,

que se gusta de adornar,

con los fogones, que nunca quiso encender

y con los hierros, que no supo templar.



                                                                                          El Residente.

Estos ripios van dedicados

con inocente maldad

a todos los que,

teniendo un gusto envidiable, dinero y capacidad,

transformaron el legado histórico de nuestros antepasados,

según su arbitraria voluntad,

sin muestra de sonrojo ante sus actos,


ni respeto con nuestro patrimonio cultural.

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