LAS 'NO FIESTAS' DE ARIZA

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De vez en cuando, Fran me pone ojitos y me pide que escriba para el Alto Jalón sobre algún tema. “Oye”, me dice, “habrá que hablar de las Fiestas de Ariza, ¿no?”, “buf, qué pereza!”, le respondo, “creo que este año, cuanto menos se hable de fiestas, mejor”. Y vuelve a la carga: “venga, habla de cómo deberían de haber sido, seguro que a la gente le gusta recordar”. Y al final, como me conoce, insistiendo un poco más, termino aceptando.

Pero como hace ya años que soy de las que abandona el pueblo en estas fechas y aprovecho para despedirme de la playa hasta el verano siguiente, me tengo que montar en mi particular DeLorean como buena boomer y viajar hasta los ’90, para traer a mi memoria cómo eran las Fiestas a mis veinte años y realizar un ejercicio de empatía para ponerme en el lugar de esos chicos y chicas a los que oigo desde mi cocina coreando a Camela en medio de la calle.

Porque sí, quizás no deberían salir de fiesta como lo hacen en medio de una pandemia, pero también es cierto que la mayoría están vacunados, que las cifras de contagios siguen bajando y que pedirles un año más de cautela a lo mejor es pedir demasiado. Porque nosotros también teníamos nuestras particulares epidemias: el VIH, las drogas de diseño y la conducción bajo los efectos del alcohol, que era entonces de lo más común, y sin embargo salíamos cada fin de semana como si fuera el último de nuestras vidas.


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Durante mis años de Universidad, coincidía el inicio de las Fiestas con mi regreso de Madrid tras algún examen que me había dejado para septiembre, y los nervios aumentaban con cada kilómetro que el coche devoraba. Era ver nuestra querida torre de la Iglesia bajando la cuesta del toro, y comenzar la diversión: las horas en el murete del barranco en Angel Face, peña anárquica por excelencia, donde el visitante se tenía que servir él mismo mientras nosotros luchábamos contra alguna corteza asesina que se atascaba en la garganta, o bailábamos ajenos a todo con alguna canción de los Pixies o de los Ramones. Siempre siendo los raros, con nuestras charangas mudas y las carreras intentando evitar que te cayera encima esa bayeta pringosa de babas de cerveza, que salía volando en cualquier momento y a la que bautizamos como “el bicho”. Y pasar la noche de peña en peña, “machacar” en los Desmadre o ir a ver a los Boys de los Stragoss... dejar pasar las horas en la discoteca o en Rosales para terminar de madrugada en uno de esos interminables encierros, con las vacas más resabiadas del mundo recorriendo solas las calles... Por dos años se escaparon y aparecieron por la vega hacia Cetina o por el Hortal mientras la gente estaba comprando...

Y sí, como en otros pueblos, también había carrozas, jotas, revista y Misa, pero para nosotros el día empezaba con el tiempo justo para tomar una sopa e irnos con la peña a los toros, sólo por el gusto de estar con nuestros amigos otra vez, recordando las anécdotas de la noche anterior y sin mirar ni una sola vez al ruedo. Y volver a ir de peña en peña con la charanga y al murete o a perderse en la noche con el ligue de turno, en un bucle que se repetía día tras día, hasta la cena del toro.


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Y es que ésa es, al final, la esencia de las Fiestas: celebrar la vida, la amistad, la alegría sin más. Justo lo que ahora necesitamos, cuando esa otra epidemia silenciosa que son los problemas de salud mental tras el aislamiento forzoso, comienza a dar la cara. Por eso, cuando vemos a la gente salir y celebrar las prohibidas Fiestas en nuestros pueblos, quizás sintamos miedo de lo que pueda venir después, pero cojamos aire, echemos la vista atrás, y luego sonriendo, levantemos nuestra mirada a ese Cristo de la Agonía que cuelga de los balcones de Ariza desde los días más duros del confinamiento y confiemos en que nos seguirá cuidando como hasta ahora.


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Felices Fiestas a todos.

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