UNA DE CAL Y OTRA DE ARENA

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       La primavera sorprendió a todos los del poblado. El mugriento montón de chapas, maderas y cartones que conformaban las viviendas, amaneció sin su brillante capa diaria de escarcha.

       Aquella mañana fue la primera en que nadie se acerco a calentarse al fuego comunal que, diariamente, presidía el destartalado campamento. Éste, se consumía lenta e inútilmente, y el centro neurálgico desde el que otros días parecía nacer la actividad, permanecía solitario.

       Todos los durmientes, cómo avisados por un único y puntual despertador se desperezaban delante de sus puertas agradeciendo el tibio sol que reavivaba los entumecidos cuerpos.

       El atravesado invierno había sido especialmente crudo y, en algunos, aún seguía patente su huella, las ruidosas toses y los liberadores salivazos se mezclaban acompañando a los escuetos saludos matutinos.

        Uno de aquellos descamisados era Raulillo “El Presumío”. Se había instalado en aquella comunidad tratando de cambiar su mala racha. Recién cumplidos cuarenta años, su vida estaba sazonada a base de reveses y sinsabores. El último había sido el de su hembra. Tras compartir con él doce años de su precaria existencia, le había abandonado para marcharse con aquel maldito payo engreído.

        En caliente, pensó en tomar cumplida venganza, pasar por su casa y reventarlos a los dos. La justicia gitana no hubiera puesto ningún inconveniente a la sentencia, pero su instinto de conversación le advirtió que aquel veredicto no le traería nada más que malas consecuencias y no contribuiría a cambiar su ya de por si lastimosa situación, así que recogió sus pocos enseres, tragó su orgullo herido y salió de su vacía casa de Lisboa, camino a Badajoz.

          Fue muy bien acogido por sus parientes extremeños. Pertenecían a una de las ramas de “Los Peñascales”, y ésta, como otras muchas familias de etnia gitana, hacía gala de su proverbial hospitalidad.

        Procuraron no mencionarle el desagradable incidente con su exmujer, y él a su vez, trató de halagar sin ofender a todas las gitanas que, sin tener compromiso, se interesaban por su persona.

       Tenía decidido no volver a relacionarse con nadie que pudiera causarle el menor trastorno por eso, pese a lo cortés de su trato, se mantuvo apartado de todo de lo que entre su gente pudiera considerarse un cortejo serio.

       La herida aún no estaba cerrada y él procuraba no hacer honor a su mote, no quería asumir compromisos, ni añadir más dolor a su existencia.

       Su vida, antes de llegar a Badajoz, sólo tuvo retazos de felicidad gracias a su tiempo en compañía de la huida compañera, Rosarillo “La Campechana”. No dispuso nunca de muchos posibles no quiso entrar en el trapicheo con drogas ni en el contrabando de tabaco, y mercadeando con frutas y hortalizas, difícilmente se sale de pobre.

        La poca luz de su oscura vida la encendió aquella mujer, y por ello pese a lo pasado, él se negaba a recordarla con rencor. Desde el primer momento en que la vio, no descansó hasta hacerla suya. Al principio las cosas parecieron distintas, mejores. En realidad, nada cambió. La alegría que ella ponía en todo lo que hacía, confundía la vulgar realidad de sus rutinarios días.

       Ningún negocio, ningún cambalache, nada de lo que emprendió parecía estar bendecido por la suerte.

       El tiempo fue quitando interés y emociones a su relación y “La Campechana” siguió trasmitiendo vida a todo lo que le rodeaba, hasta que un día, la rodeó con su brazo aquel mal nacido y, sin más explicaciones que una escueta nota que ponía: “Te dejo”……, le dejó.

        No quería pensar más en ella. Por fin había pasado aquel horrible invierno y él, que seguía siendo un gitano apuesto, había resistido todas las tentaciones. Como todo hombre que vive en la calle, confiaba que, con el buen tiempo, llegaría también su buena fortuna.

       El precioso día invitaba a un desocupado paseo y, saliendo de entre las hacinadas chabolas, emprendió camino entre piedras y trigos.

        Empezaba a notarse la fuerza del sol. Sus arremangados brazos disfrutaban de la brisa y sus zancadas, sin dirección premeditada, se acortaban o alargaban dependiendo sólo de los obstáculos con que tropezaba en su matinal garbeo.

        Primero la adivinó, y luego se explayó contemplándola. Allí estaba, como si hubiera brotado de la tierra, entre las aplastadas amapolas, la más esplendida gitana que la imaginación pudiera componer. Se ofrecía al sol buscando calentar hasta el último de sus rincones.

        Le pareció reconocerla, sin duda era de su poblado, pero no recordaba su nombre. Fue un impulso irrefrenable. Como si su cuerpo actuara sin su consentimiento, se deslizó entre ella, se amoldó, y al rozarse contra su carne tibia y acogedora, sintió la sensación prematuramente olvidada con tal intensidad, que el equilibrio alcanzado por sus sentidos con tanto sufrimiento, se rompió al instante entre suspiros, caricias y besos.

       Comieron con ansia y bebieron con desesperación. Después, el vacío, como si dentro no tuvieran nada, sólo piel y huesos molidos. El sopor holgazán que impide cualquier intento de movimiento y el mutuo silencio, acomodan la fatiga y les conduce al sueño. Una vez despiertos, se abrazan recordando los recientes momentos.

       Esa misma noche, una vez hechas las presentaciones, Raulillo “El Presumío” y Lola “La Recata”, que así se llamaba la aspirante a veinteañera, abandonaban apresurada y silenciosamente el campamento camino del Puerto de Santamaría, con la esperanza de encontrar a familiares o amigos que les ocultaran mientras aguardaban que “El Pocaspenas”, actual compañero de “ la Recata”, fuera adquiriendo una perspectiva menos racial de los recientes acontecimientos.

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