EL BUENO, EL TEO Y EL GALO

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A mi amigo Pepe Cabrera; el sol de cada amanecer y el viento, sea gélido o cálido, nos trae tu recuerdo, cariño y amistad. Los personajes de esta novela son totalmente ficticios y cualquier parecido con la realidad es mera asociación del lector. El lenguaje usado es el propio de las novelas del clásico género novela del oeste. No recomendado para menores de 16 años.


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I. LA PESADILLA DE RENÉ, EL GALO

Una única detonación. Un disparo. Un orificio de cinco centímetros de diámetro en el pecho y un borbotón de sangre que salió directamente despedido hacia la cara de aquel muchacho espigado que acababa de cumplir trece años.

El tren seguía su cadenciosa marcha, ajeno a la tragedia sucedida. Los cortados abruptos del terreno de Jalons Valley a su paso por Río Blanco, paraje cercano a Arcobriville, fueron testigos mudos de la escena, con el sol ya recién nacido.

“Papá, papá, no te vas a morir, ¿verdad?”. Y repitió aquella frase varias veces.

“No sé si me voy a morir, René, pero debes saber tres cosas: cuida de tu madre, haz caso de lo que te diga tu hermano y la última... las personas que han asaltado el tren y me han disparado van detrás de un pequeño cofre que contiene una joya muy valiosa. Está situado en el primer vagón, cerca del montón principal de carbón, ahí hallarás un simple saco… era un buen plan, hijo… debes esconderlo… rápido, y no olvides… que te quiero, corre, René, corre…”.

Y el chaval miró a su padre por última vez. Giró la cabeza rápidamente hacia el jinete que empuñaba un rifle aún humeante y se acercaba a la máquina. Un hombre extremadamente delgado, tocado con un característico sombrero de fieltro rojizo con la copa muy alta y las alas puntiagudas que hacían juego con sus poblados bigotes y abundante barba pelirroja. Una imagen inconfundible.

“Papá, papá, no te vas a morir, ¿verdad?”. Aquella frase todavía seguía repitiéndola nueve años después. A menudo, el sueño se producía en diferentes lugares, incluso acompañado de personas conocidas, en días lluviosos; otros, soleados, con distintos sonidos… El disparo original no pudo escucharlo, pero era diferente en cada sueño. Lo reproducía su mente de formas variopintas: en ocasiones, como un disparo seco, sordo, grave, impacto súbito… otras veces era un balazo acompañado de ese característico tintineo que rasga el viento y deshace los tejidos de la piel de forma violenta. El disparo nunca era el mismo, pero las palabras y, sobre todo, la cara del padre era siempre igual, idéntica a la de aquel día de 1863, la última vez que lo vio con vida.

Alguna extraña fuerza sobrenatural hizo que actuara con enorme rapidez. Los que habían asaltado el tren y disparado al progenitor, encabezados por el del sombrero de alta copa y barbas de color casi jijón, como el rabo de una ternera Hereford, ya estaban saltando desde los caballos a la locomotora para detener el convoy. El chaval también saltó como una ardilla al vagón del carbón. Comprobó que los dos ayudantes habían recibido sendos balazos y yacían inertes, con sus caras ennegrecidas y el blanco de los ojos resaltando sus rostros sin vida. Introdujo la mano en el saco y halló el cofrecito, extrajo la joya y saltó del vagón en marcha. Corrió y corrió hasta que las fuerzas se lo permitieron. Quizá fueran dos kilómetros, tres a lo sumo, sin querer mirar atrás. Se escabulló entre los pastos de forraje, que casi eran más altos que el muchacho y, jadeante, agitado y desconcertado, llegó a Arcobriville.

***

Despertó empapado en sudor. El sueño no por ser más recurrente era menos estremecedor. Habían pasado casi diez años desde aquel suceso y aún seguía obsesionado con acabar el sueño, pero no podría lograrlo sin terminar la misión que se había propuesto desde ese fatídico día del asesinato de su padre, el maquinista del Tren Correo Nocturno 1863, a su paso por el término de Arcobriville, en el condado de Jalons Valley.



II. UN CORRAL, DOS GALLOS Y UNA POLLITA

Arcobriville no había cambiado tanto en una década, seguía siendo un pueblo en torno al ferrocarril. Por eso fue creado, para que las viejas locomotoras descansaran, así como los maquinistas y demás trabajadores de la compañía ferroviaria.

Quizá el mayor cambio se había producido en las personas que pretendían gobernar el pueblo a su antojo. Por un lado, Arístides Bueno, conocido por el sobrenombre de El Bueno, un septuagenario orgulloso y cada vez más resentido con la vida, probablemente debido a que sus piernas habían dicho basta y combinaba dos elegantes bastones con la silla de ruedas que, cuando no tenía más remedio y resuello, conducía con la misma agilidad que desdén.

Arístides Bueno se había convertido en el hombre más rico de la zona. Sus negocios le habían reportado mucho dinero y poder. Al poco de llegar, compró el mejor rancho y supo sacarle partido. Además, era el propietario del periódico local, el hotel Plaza Estación y de todos era conocido que manejaba las fuerzas de la autoridad a su antojo. El sheriff Malcom no hacía nada sin consultarle y el cacique poseía un numeroso equipo de cowboys entre los que se encontraban varios pistoleros a sueldo que completaban la nómina de los hombres de El Bueno. Parte de sus trabajadores se habían ganado la acreditada fama y reputación en todo el valle gracias al uso de las artes de la cría y conducción de ganado. Pero la última remesa de hombres contratados era muy improbable que manejaran el lazo o supieran asistir a una vaca pariendo, porque su pinta de pistoleros no dejaba lugar a dudas de que se trataba de expertos jornaleros del colt.

Los dos hijos varones de El Bueno se situaban al frente del equipo de vaqueros. Joel Bueno, capataz del rancho y primogénito, parco en palabras y reconocido trabajador. Lutter Bueno, el pequeño de la familia, asiduo del salón y las tabernas, más preocupado de marcar los naipes que las reses del rancho de su padre. Inquieto joven con las armas, a las que daba uso en numerosas ocasiones, alardeando de su rapidez al desenfundar, aunque no había tenido ocasión de disparar más que en los concursos y festivales organizados en Arcobriville y los pueblos del alrededor.

La terna de los hermanos Bueno la completaba Manuela, una veinteañera con un atractivo evidente y arrestos suficientemente conocidos en el pueblo. Debajo de su inmaculada tez morena y encantadora sonrisa también cundía un enorme temple y saber hacer, tanto con las sartenes como con el lazo y el hierro de marcar.

El segundo hombre fuerte de Arcobriville era Teófilo Fernández, también de antepasados mexicanos. En un primer momento, a su llegada a Arcobriville junto a El Bueno, trabajó para este, siendo su mano derecha, pero poco a poco esa mano cobró un rumbo propio y creó sus negocios independientes. El más reconocido es la Posta, parada de numerosas diligencias que enlazaban con la salida de los trenes hacia el este. Así mismo era el dueño del local de Susi, la Colorá, famosa taberna de Arcobriville. Las malas lenguas contaban que la taberna fue un regalo de Arístides Bueno por algunos favores prestados en tiempos pasados, pero Teo era persona intrépida, frío como una jarra helada de cerveza, y emprendedor singular. Sin duda, de aquella lejana amistad desde su llegada al pueblo, ahora solo restaban atisbos de recelo, intereses comunes y el respeto propio de quien se sabe en posiciones privilegiadas.

Teófilo Fernández se había rodeado, sobre todo en los últimos meses, de un nutrido grupo de agentes colaboradores, que por su aspecto con las pistoleras bajas y las cananas cargadas de plomos, eran de la misma ralea que los sicarios de su ahora enemigo, Arístides Bueno.

El equipo de El Bueno frecuentaba el local de este, el Hotel Plaza Estación. Adosado al hotel se situaba el lujoso salón con mesas de juego y servicio de restauración, probablemente el mejor de todo Jalons Valley.

La sede de los hombres de El Teo era la taberna de la Colorá, un establecimiento mucho más sencillo y discreto en cuanto a lujo y dimensiones, pero que gozaba de enorme popularidad en Arcobriville gracias, tanto al gracejo como al buen hacer culinario de su propietaria, Susi, la Colorá. La taberna de Susi se situaba cerca de la Plaza de la Estación y anexo a ella se ubicaba, en la planta baja, el almacén donde guardar licores y viandas, y en las dos plantas superiores se hallaban las habitaciones donde podía encontrarse las chicas más guapas de todo el valle, deseosas de ganarse la vida gracias a los encantos de sus cincelados cuerpos. Este preciado servicio, con cerca de una docena de estancias destinadas a satisfacer artes y desastres amatorios, hacía que el local fuera muy frecuentado y gozara de merecida fama en la zona. Además, los guisos de la propietaria, Susi, la Colorá, conformaban el complemento ideal para el local, en el que, últimamente, corría la pólvora con más frecuencia de la necesaria y deseada.

Teo ya había cumplido medio centenar de años, pero bien parecido y conservado, no aparentaba muchos más de cuarenta. Su pelo, al igual que su refinada barba, mitad canosa mitad colorada, su elegante porte al vestir, del que resaltaba su lujoso sombrero de copa marrón y sus gafas redondeadas con montura dorada. Quizá, ese aspecto maduro y de galán frío le reportaba numerosas admiradoras. Y para nadie pasaba desapercibido sus asiduos galanteos con la señorita Manuela Bueno.

Arcobriville aumentaba sus habitantes casi a diario. El ferrocarril, en plena expansión, atraía a multitud de personas a las que daba trabajo de forma directa o indirecta en todo el territorio de Jalons Valley. Las viejas cafeteras de primeros de siglo se habían renovado, así como la seguridad de los viajes, los raíles y la comodidad de los vagones hacían que fuera mucho más agradable, más rápido y efectivo medio de transporte en estos tiempos ya finales del siglo XIX. Arcobriville se convirtió en pocos años en la mejor estación para embarcar el ganado hacia mataderos como el de Ceting City o Arizana. La estación ideal y los negocios boyantes de los dos gallitos del pueblo, El Teo y El Bueno. Una difícil mezcla, como el aceite y el agua, uno debía quedar por encima del otro, porque nada hay más adictivo que el poder.

Y como reza el dicho del pueblo “chaornés pies negros”: dos gallos en el mismo gallinero son el fin de los buenos huevos.

Un gallo, El Bueno, delicado ya de salud, pero queriendo controlar todo el pueblo. Y El Teo, gallo más joven, con la intención de desbancar al viejo, y mariposeando con la hija de su rival, presagiaban acontecimientos, cuando menos, inquietantes para una población pacífica que siempre había vivido entre surcos de cereal y ganado ovino pero que, ahora, con el constante hervidero de personas de acá para allá, se mostraba más turbada y amenazada que nunca.



III. EL SERMÓN DEL REVERENDO

El día de fiesta en Arcobriville comenzaba temprano con la misa de acción de gracias en honor a la Virgen de las Almendras.

“…Satanás cometió su peor pecado: la codicia. Ya era el ángel más apreciado, hermoso, y tenía todo cuanto cualquier ser anhelaba poseer. Pero no se conformó y quiso asemejarse, incluso, ser más que Dios. La codicia lo llevó a ser arrojado del cielo. Así ocurrirá con todo aquel que albergue la codicia en su ennegrecido corazón. Más pronto que tarde, la vida insatisfecha le pasará la factura correspondiente. Cuidaos de la codicia, hermanos, cuidaos de ella. Así, también, cuidemos de nuestra iglesia, este humilde templo a Dios, que pronto demolerán para construir la nueva estación. Esperemos que la codicia no se instale entre nosotros, amén”.

La noticia de la inminente demolición de la iglesia, no por conocida, hizo que los feligreses se mirasen y murmuraran entre dientes.

Eran muchos los intereses para que el anexo de la nueva estación de Arcobriville ocupara el lugar de la iglesia.

Arístides Bueno, flanqueado por el inoperante y sumiso Sheriff Malcom y su bella hija, ni se inmutó al escuchar el sermón del reverendo Howard. Más le inquietaron las enquistadas miradas que El Teo le mandaba a Manuela, quién agarrada a su brazo, probablemente no parecía ajena a las mismas, ni siquiera preocupada, al contrario, hueca como una magdalena al saberse admirada y remirada.

Algunos hombres del equipo de El Teo y El Bueno aguardaban a sus respectivos amos en la parte más alejada al reverendo, a la entrada de la iglesia. Se notaba a la legua que a ninguno de ellos les interesaban los oficios religiosos. Su única religión era cuidar sus ásperas vidas; su Dios, el colt 45; su biblia, las balas, y su templo, cualquier taberna o salón donde emborracharse y pasar un rato eructando tropelías al oído de una mujer a cambio de un par de dólares.

Del grupo de sicarios de Teo Fernández destacaba uno con cuerpo de oso, precisamente le apodaban acertadamente así, Oso. De su desaliñada indumentaria y maneras sobresalían sus afiladas uñas que, según algunos comentarios, eran capaces de matar a una persona de un zarpazo rasgándole con sus puntas afiladas las venas del pescuezo. Junto a él, un hombre fibroso de cuya fisionomía destacaba un penacho de pelo rubio coronando su morena cabellera; su nombre, Delicado Kane. A su lado, su inseparable sombra, Duke, un mestizo al que jamás se le había oído mencionar ni una sola palabra, pero sus cuchillos rebanaban gaznates con el mismo sigilo que eficacia. Otros dos sayones más, de dudosa limpieza física y moral, componían el tétrico grupo de la nómina de secuaces de El Teo.

En la otra fila de bancos, en paralelo, se situaban los hombres de El Bueno. Al frente, el jefe del grupo, Mike Bravo, con su característico sombrero bombín y pertrechado de varias Derringer diminutas por sus bolsillos, mitad gentleman y mitad reconocido pistolero de la zona. A su lado, Franklin Álvarez, originario de las Sierras de Nevada, habitualmente vestido de blanco impoluto, contrastando con su piel casi negra, su despejada cabellera y el rostro salpicado de numerosas costras de viruela. Su especialidad, meter plomo en las espaldas ajenas.

Lobo Brown era como conocían al siguiente esbirro. Se santiguaba constantemente y escupía con disimulo al suelo de tarima de madera. Sin duda, mataría a su propia madre por un poco de tabaco. Otros tres tipejos armados componían el catálogo andante de los hombres de El Bueno y por su alcurnia tampoco merecen media línea de descripción.

***

Y detrás de estos, un hombre muy joven, de unos seis pies de altura, con el pelo suelto, largo y ligeramente ensortijado. Su tez morena lucía lustrosa, contrastando con unos dientes extraordinariamente blancos, un torso bien formado y unas piernas ligeramente arqueadas de los que pendían sendos colt 45 atados a la pernera con una tira de cuero rojo que no pasaba desapercibida para nadie. Su chaqueta de cuero negro muy desgastado, con multitud de flecos a ambos lados de la pechera, denotaban gusto al vestir. El calzado lo componían un par de botas de piel de búfalo, así mismo cubiertas con flecos marrones. Uno de tantos forasteros que acudían a diario al reclamo del trabajo ferroviario de Arcobriville, aunque su aspecto y maneras educadas no pasaron inadvertidas en la localidad.

El aspecto poco importaba para morir. La mayoría de los hombres en aquel estado y en todo el país, no solían morir de viejos. Solo algunos granjeros alejados del tumulto y las numerosas viudas llegaban a los setenta años. La vida valía un soplo y cualquier mirada mal interpretada acababa en reyerta sangrienta en un baile de plomo.

El reverendo terminó de orar: “…Y si las numerosas víboras que habitan entre nosotros, desean morder la misma manzana, cada una recibirá su propio veneno y no alcanzará la preciada fruta a través del mal.”

Los ornamentos del retablo de la iglesia dibujaban numerosas serpientes trepando sobre racimos de uvas y otras frutas, árboles o columnas repujadas en falso oro. Las miradas de los hombres de los dos equipos confluyeron en los mencionados reptiles y tal vez se vieran reflejados en ellos.

En un lateral del altar, la talla de la Virgen de las Almendras, en madera noble policromada. La cara de la señora de las Almendras con una sonrisa tranquilizadora y una lágrima roja recorriendo su mejilla izquierda que contrastaba con el rostro macilento y relajado de la santa dama.

Al finalizar el oficio religioso, el forastero se acercó al reverendo:

- Muy acertado su sermón, gracias por recordarnos que la codicia puede ser la peor enemiga.

- Gracias a ti, hermano, por venir a la casa común. La Colorá estará encantada de ponerte al corriente de lo que necesites saber sobre este pueblo.

Y el forastero se caló su sombrero suavemente, hizo un gesto de asentimiento hacia el reverendo, saludó cortésmente a Malcom, el de la placa, y dedicó una leve sonrisa a la pareja de padre e hija de los Bueno, y se marchó de la iglesia para dirigirse al local de Susi.



IV. EL SECRETO DE LA COLORÁ

Susi había prestado en sus años más jóvenes su cuerpo a cambio de dinero. Su ex profesión, conocida por todos, no le comportaba ningún escrúpulo ni vergüenza. La mayoría de los ciudadanos de Arcobriville la respetaban, quizá porque sus estómagos agradecidos se llenaban de suculento alimento cada vez que la visitaban. Comida, mucho whisky, excelente cerveza y sexo al alcance de cualquier bolsa.

René pidió una jarra de cerveza y se acomodó en la barra haciéndose hueco como pudo gracias a su gran envergadura. Bebió un largo trago saboreando el jugo de cebada y echó una moneda de veinticinco centavos al aire. Susi, la Colorá, la atrapó al vuelo y apoyó sus dos pechos sobre la barra, mirando al recién llegado.

- Tienes estilo, muchacho… Maneras diferentes al resto de estos pazguatos. El reverendo Howard me ha comentado sobre ti, pero no recuerdo tu nombre…

- René, de apodo El Galo. Hablo francés, lo aprendí de pequeño aunque jamás he estado en París. Mi padre me lo prometió, pero no vivió lo suficiente como para cumplir su promesa. El reverendo me ha dicho que conoces los secretos del pueblo como pocas personas por aquí.

- Ahora solo se les va la lengua a los borrachos. En aquellos primeros tiempos de la taberna, al venir a este pueblo, ejerciendo la profesión más antigua del mundo, cada uno te contaba lo suyo. Y créeme que pasaron por mis piernas la mayoría de muchachos, señores, mequetrefes, mandamases y alfeñiques de la región. Ahora se han cerrado para siempre… por lo menos, por dinero, no. Ya nada es igual, ahora beben y beben, se acuestan y ni siquiera preguntan cómo se llama la chica. Pero nadie se pasa de maleducado sin que yo le reprenda. O respetan a las mujeres o no vuelven por aquí.

- Y… ¿Algún secreto de confesión, quizá? –preguntó El Galo sorbiendo la cerveza nuevamente.

- Muchacho… ¿Seguro que quieres cumplir los veinticinco?

- Quiero cumplir el objetivo que me ha traído hasta este pueblo.

Susi le hizo una seña al forastero para que la acompañara al almacén contiguo donde se apilaban por decenas las cajas de botellas de licor, los sacos de cereal y las banastas de fruta.

- Ya sabes que este pueblo está dividido en dos grupos que quieren mandar. No solo buscan el poder sino la maravillosa joya del Tren Correo Nocturno 1863. Aquel asalto al tren quedó incompleto incomprensiblemente. Jamás encontraron la joya que viajaba desde Bilbilisville hasta la capital. Robaron una suculenta cantidad de dinero, pero la joya se esfumó. Alguno dice que se trataba de un diamante de incalculable valor, por lo que ha sido codiciado por muchos. Yo sé de primera mano que está en la iglesia. Lo sé porque me lo dijo el anterior pastor después de una noche de pasión diabólica. El derribo de la iglesia y la construcción de los nuevos hangares acabarán con el misterio, pero correrá la sangre por Arcobriville, seguro, y deseo que no sea la tuya.

- Muchas gracias por confirmármelo. Si corre la pólvora, estaré prevenido, no te preocupes por mí –respondió, acariciando uno de sus colt.

René, El Galo, sacó un billete de cinco dólares, pero Susi negó con la cabeza.

- Eres un buen muchacho, cuídate mucho, espero seguir viéndote por aquí. Lástima que haya perdido interés por los hombres, porque eres muy guapo… Adiós, René.

El forastero salió del almacén, apuró su jarra de cerveza y encaminó sus pasos al Hotel Plaza Estación.

***

Quien no llegó a salir del almacén fue La Colorá. Unas toscas y rudas manos amordazaron su boca y le impidieron proferir gritos de socorro.

- Perra, has estado con el forastero… ¿Y ahora no quieres hacernos favores a los demás?

- Vamos, Lobo, echémosla sobre esos sacos de centeno.

La enérgica mano de Mike Bravo ató la boca de la mujer con un pañuelo y empezó el salvaje festín.

Lobo Brown, con los ojos desorbitados por la excitación provocada por la aparición indefensa de los turgentes pechos de la mujer, llevó sus sucias y zafias zarpas a ambos, mientras escupía al aire de forma compulsiva.

Franklin apartó a su compañero de un empujón y con la bragueta de su pantalón blanco impoluto ya abierta, buscó el certero balazo en la entrepierna de Susi, que aullaba de rabia aunque nadie podía escuchar sus quejumbrosos gemidos.

Tras la salvaje penetración del mexicano, Lobo Brown tomó el relevo mientras sus tics y sus continuos gestos de santiguarse apenas le dejaron concentrarse más de un minuto. Dejó de escupir por un momento, complacido por el instante de éxtasis. Y volvió a escupir un salivazo marrón repleto de jugo de tabaco sobre el saco de centeno. Y se santiguó. Amén, diablo.

El cuarto esbirro lucía una aparatosa cicatriz debajo del ojo. Comenzó sus maniobras y las concluyó con brevedad y una tremenda frialdad, aunque al final, sin explicación alguna abofeteó a la mujer con violencia aunque, posiblemente, Susi ni sintiera dolor.

- No hay que pegar a las damas. Ya no hace falta que me la sujetéis –bramó Mike Bravo–. Se ha rendido la muy zorra, creo que le está gustando.

Susi, con la mirada perdida en las maderas del techo del almacén, sabía que no tenía escapatoria, simplemente dejó que pasara el tiempo, el mal sueño.

Mike Bravo volvió a bramar tras eyacular pírricamente sobre los exuberantes pechos de Susi.

- Vámonos, ya basta por hoy. Espero que cuando nos veas por tu local nos invites a unos vasos, ha sido un placer –se despidió el jefe de equipo de Arístides Bueno.



V. UNA BODA SIN NOVIA

Despertó sudando, como era habitual tras el recurrente sueño. La frente y el torso empapados tras la pesadilla que le perseguía desde aquel trágico día de 1863. La despedida con su madre: “disfruta del viaje en tren con papá, René”. La despedida con el hermano mayor: “hasta el próximo mes, hermano, pórtate bien, qué lástima que tenga que regresar a Bilbilisville para continuar con mis estudios”. El agradable viaje en tren, el rótulo de la vieja estación de Arcobriville que se divisaba al fondo, el eterno chirrido de las ruedas frenando y echando chispas al fundirse con los raíles, el disparo seco sobre el pecho del padre, el latigazo de sangre directo a la cara del niño, sus últimas palabras y consejos, la interminable carrera con la preciada joya, la oportuna entrega al reverendo en la iglesia del pueblo…La idea de buscar justicia rondando durante una década hicieron que se aplicara extraordinariamente en el manejo de disparar, con el convencimiento de que sería muy útil en esta empresa llamada venganza que había emprendido, sin marcha atrás.

Retiró las cortinas de la ventana de la habitación del hotel Plaza Estación en el que se alojaba. Desde allí pudo comprobar el ajetreo que discurría en la taberna de la Colorá. Susi se situaba en la puerta de su establecimiento, sentada en un sillón de mimbre, mientras una camarera curaba alguna herida leve de su rostro.

René se encaminó de nuevo hasta el local de Susi. Ella misma le contó lo sucedido con los esbirros de El Bueno.

- Cobardes, nadie se burla así de Susi, los mataré como sea –repitió Susi un par de veces sin dibujar mueca alguna de ira en su rostro.

- No. Lo haré yo –le aseguró El Galo–, pero todo a su tiempo… Debemos pensar bien los detalles de la venganza para que esta sea lo más educativa posible y acabemos con este tipo de comportamientos tan machistas como vejatorios y vomitivos. Dejemos que se confíen, no hay prisas, antes tendremos que presenciar un acontecimiento, ahora mismo, enfrente de nuestras narices. Mira, Susi, un gallo sale de cortejo…

***

El Teo ya estaba harto de esperar. Era un hombre ambicioso e impaciente. Ambicioso era evidente al no haberse conformado con ser la mano derecha de Arístides Bueno. Sus prósperos negocios no parecían otorgarle la calma precisa. Su corazón le palpitaba por la hija menor de su ex socio. Una doble excitación martilleaba su cuerpo. Por una parte, la belleza de la joven y sus flirteos, que más que placer le provocaban desazón. Por otra, y no menos baladí, el ser la hija de su, ahora, competidor por el mando de Arcobriville, lo que le inducía a presentarle formal e inmediatamente la candidatura a ser su marido. Pretensión complicada, sin duda, porque muchos otros hombres soñarían con abrazar a la joven y bella Manuela. Pero Teo estaba dispuesto a abordar la ofensiva definitiva en este día festivo en Arcobriville.

Manuela caminaba por la Plaza de la Estación acompañada de su inseparable amiga Melisa.

Teófilo Fernández se atusó su cuidada barba y las abordó tocándose ligeramente el ala de su sombrero de copa marrón cobrizo.

- Buenas tardes, señoritas –saludó escuetamente mirando fijamente a los ojos de su amada Manuela–. Ahora, si me lo permite, tengo que hablarle a solas.

- Nada tengo que esconder a mi mejor amiga. Diga lo que tenga que decir, señor Fernández –contestó Manuela con una pizca de inescrutable rubor.

- Llámeme, Teo, por favor… Más que decir… Tengo algo para usted, algo que no me puede rechazar.

Teo rebuscó mínimamente en su bolsillo y sacó un camafeo labrado en oro sus bordes con una preciosa imagen de la Virgen de las Almendras de Arcobriville.

- Ella guiará nuestro destino. Y el de nuestros hijos… Le pido formalmente su mano, señorita Manuela.

El rostro de la joven expresó un mohín de rechazo.

- Es usted muy amable, señor…Teo, pero no puedo aceptar ni su regalo y, mucho menos, su petición. Lo siento.

La escena no pasaba desapercibida para nadie. Los hombres de El Teo tomando cervezas en la taberna de Susi. El equipo de El Bueno al otro lado de la plaza, en el porche del hotel pasándose de mano a mano unas botellas de wiski caro.

La cara de El Teo, enrojecida como en otro tiempo, a buen seguro lo fueron sus luengos bigotes, de enojo y desaire, contrastaba con la palidez y serenidad de la que creía madre de sus futuros hijos.

Guardó el camafeo estrujándolo con una de sus manos. Tras un breve e intenso impasse, El Teo se mordió los labios, tal vez para no increpar al cielo, tal vez por saberse observado. Dio media vuelta y se marchó con la dignidad herida de muerte.

Mike Bravo bebió un largo trago de licor. Sacudido por la escena que había presenciado en la distancia y por la ira y la bebida mal digerida, dirigió sus pasos hacia el centro de la Plaza de la Estación donde aún caminaban parsimoniosamente Manuela y Melisa.

- ¿Les ha molestado ese cerdo? Las acompañaré hasta que crucen las vías –dijo con tono galante al tiempo que se trastabillaba por los efectos del alcohol.

- Nos las arreglamos nosotras solas, ¿verdad, Meli?

Mike Bravo insistió y siguió en paralelo a ambas mujeres.

Desde los aledaños de la taberna de Susi, Delicado Kane se tomó la jarra de cerveza casi de trago sin desparramar ni una sola gota por su camisa.

- Es hora de un poco de acción. Estad atentos, muchachos…

Su inseparable amigo, Duke, dejó su botella de wiski al tiempo que apretaba ambos puños.

Delicado Kane se acercó con su calmado caminar hasta el trío. Hizo una reverencia casi excesiva a las dos damas, mientras daba la espalda a Mike. Este quiso abalanzarse sobre él, pero se vio sorprendido por el final de un frío y férreo cañón en su nariz.

- Sin tonterías… Es día festivo, no es el ideal para que nadie muera. Mejor sin armas, ¿no crees? Así que deja tus pistolitas Derringer ahí en el suelo.

Mike obedeció y sacó hasta tres diminutas pistolas de su chaleco y el bolsillo interior de la chaqueta.

Los pistoleros de ambos equipos se movieron con rapidez y en pocos segundos la Plaza de la Estación quedó sembrada de mamporros. Una densa polvareda salpicaba los rostros marcados de puñetazos y golpes hasta que tres detonaciones contuvieron los ánimos. Desde su silla de ruedas, en el porche del hotel, Arístides Bueno empuñaba su novísimo rifle Winchester 73. La función había concluido. Cada grupo, a su refugio a reparar las heridas con más alcohol y una buena siesta.

Las hostilidades se habían declarado de forma oficial. La posible boda de Manuela y El Teo había terminado en un rosario de golpes. La próxima vez, probablemente, serían las armas las que impartieran su dramática y tajante ley.



VI. SECRETO DE CONFESIÓN

Manuela sabía que el reverendo Howard se encontraba en la iglesia, seguramente afinando el viejo órgano o decorando con flores recién cortadas la imagen de la Virgen de las Almendras.

El olor a pintura delató que el pastor acababa de iniciar el barnizado de uno de los dos destartalados confesionarios de la iglesia.

Manuela se reclinó y besó la mano del pastor.

- Ave María Purísima.

- Sin pecado… hasta el momento. Padre Howard, seré directa y sincera. Me siento una pecadora por mis actuaciones con los hombres… Sobre todo, con Teófilo Fernández, al que di motivos para la esperanza y ahora…

El reverendo Howard carraspeó antes de decir:

- Y ahora no sabes cómo deshacerte de él, ¿verdad? Eso no es ningún pecado, es una estupidez. A veces, como ocurre en el desierto, vemos espejismos, aguas que son realmente arena.

- Yo no quería… –balbució Manuela.

- Mi misión es ayudar a todos mis feligreses, incluida a usted. Son tiempos turbulentos en Arcobriville. Me contaron el suceso de la negación de su mano a Teófilo Fernández. ¿Cree que ese hombre se conformará?

- Me da igual lo que piense ese hombre. No estoy enamorada de él. Hace años, cuando era socio de mi padre, me caía bien, es atractivo… pero no lo amo, aunque confieso que me halagan sus sentimientos y requiebros hacia mí

- Es usted sincera… Mire, yo también le haré una confesión. Es necesario abandonar o perder algo para sentirnos liberados. Yo, por ejemplo, debo dejar ir la gran joya que está en este templo… Dentro de pocos días, se producirá su traslado de la iglesia… Recuerde, secreto de confesión, Manuela. Esta iglesia será derruida muy pronto y su lugar lo ocupará parte de la gran estación. Pero esa joya es tan valiosa que desatará la ira de satán, no lo dude. Ahora vaya con Dios, enamorada o no, dicharachera, viva de forma humilde y honesta. Recé lo que sepa cuando le venga bien, nada más…

- Lo mismo le digo, gracias y rece por mí usted también.

- Rezo por todas las personas de Arcobriville, es mi devoción y mi profesión –acabó despidiéndose el reverendo al tiempo que dirigía el gesto de la señal de la cruz hacia la cara de Manuela.

Es sorprendente lo que las palabras no dicen, pero sí los gestos.

El reverendo Howard movió la cabeza contemplando a la joven salir del templo. No había creído tanta sinceridad de la confesión de la joven, por eso no le había mandado penitencia. Sin embargo, él sí que se arrodilló y pidió antes de rezar, “señor, perdona que tenga que emplear a esta feligresa de correo, pero es necesario que sepan de una vez que la gran joya está aquí y será trasladada inminentemente. Padre nuestro que estás en los…

***

- ¡Cielos, Manuela! –exclamó, Joel, el hijo mayor del Bueno–. Se lo diré a papá. Llevo muchos años en este pueblo esperando el momento. No creo que hubiera dudado en marcharme al este hace mucho tiempo.

- Siempre has sido un soñador, Joel, te quiero mucho.

- Y yo a ti, Manuela, pero te expones demasiado al cortejar con Teo Fernández. Ya ha llegado a mis oídos el suceso de la Plaza de la Estación. Espero que le haya quedado claro.

Joel buscó a su padre, que estaba ante un buen montón de papeles, delante del lujoso escritorio de época española.

- Ya sabíamos que la gran joya se encontraba en el pueblo. Pero no era fácil de suponer que estuviera en terreno sagrado. Reúne a los muchachos, vayamos cuanto antes a la iglesia. Esta misma noche… –anunció Arístides Bueno.

- Padre, no quisiera enojarle –repuso Joel–, pero esa gran joya no nos acarreará más que problemas. ¿Más dinero, en cualquier caso? Mire sus piernas… ¿necesitan otro puñado de dólares, una joya o un milagro? Tal vez paz y descanso, padre.

- Entiendo lo que me dices, hijo, tú no eres como tus hermanos, ni como los pistoleros, pero para mí esa joya es cuestión de honor. He esperado mucho tiempo que la tapadera saltara por los aires. Si no quieres venir, lo entenderé, siempre serás mi hijo.

- Siempre serás mi padre –respondió con buen temple Joel–. Iré a la iglesia, pero tal vez me vaya del pueblo muy pronto. Hay otro mundo lejos de Jalons Valley, más allá de Bilbilisville, donde no es necesario ir armado para vivir.

Arístides Bueno se acercó hasta su hijo y de forma condescendiente sonrió y, al momento, le ordenó:

- Reúne a los muchachos, Joel, cada uno hará lo que deba de hacer.

***

La taberna de la Colorá rebosaba de actividad. Las mesas repletas de jugadores de cartas, la barra atiborrada de varias filas de clientes esperando como fieras el whisky, la zarzaparrilla, el aguardiente o la cerveza. Susi, detrás de la barra, escuchaba al reverendo Howard.

- Susi, debes tener paciencia y no precipitarte en castigar a los hombres que te violaron. Quizá Dios les tenga reservado algo en el futuro.

- De momento, padre, su castigo será tener que encontrarse en la iglesia con los hombres de El Teo.

- Veo que eres una persona inteligente. No hay mejor estrategia que enojar a dos osos para que peleen entre sí. Yo me encargué de decírselo a la joven Manuela…

- Y yo me las he apañado para hacerles saber lo de la gran joya a quienes, sin dudarlo, habrán ido con la canción a El Teo. Observa, ya están reunidos en el almacén, no hace falta ser muy listo para saber que esta noche acudirán a registrar la iglesia en pos del preciado botín –acabó diciendo La Colorá.

***

Efectivamente, el grupo de El Teo ya estaba bien avisado.

- Cuidado con las cervezas, mejor las tomáis después de la visita a la iglesia –sugirió Teo Fernández–. Si encontramos la gran joya, disfrutaréis de barra libre durante varios días y la paga extra prometida.

Los hombres de Teófilo Fernández se miraron con los ojos henchidos de codicia.

Oso pulía sus largas uñas frotándolas contra la chapa de una mesa, mientras Duke afilaba el cuchillo bajo la mirada de su inseparable Delicado Kane.

- Ahora mostraos tranquilos y disfrutad de la tarde festiva y los concursos del pueblo –concluyó aconsejando el patrón.



VII. EL CONCURSO DE ESQUILO

Uno de los concursos más famosos de los alrededores estaba a punto de comenzar: el concurso de esquilo de ovejas.

- ¡Señoras y señores…! El gran concurso de esquilo va a dar comienzo. Todas las parejas ya están dispuestas. El orden será el siguiente…

El presentador vociferaba intentando que los espectadores prestaran atención e hicieran silencio antes de dar comienzo el concurso. Tras presentar a las parejas locales y de los pueblos de alrededor de Arcobriville, le tocó el turno a los esquiladores foráneos.

- Desde Augustville, los hermanos Almarzsson; desde Fort Yelo, los campeones de la edición anterior, John Vellón y Albert Jergón… y para terminar, una pareja inédita, René, el Galo y la señorita Susi, la Colorá. Por primera vez una mujer participará en el concurso. Tengan en cuenta que no solo sirve esquilar rápido y sin provocar cortes al animal, es muy importante recoger bien la lana y presentarla ante el jurado.

Susi y René se aplicaron en afilar bien los dos pares de tijeras cortadoras de lana. Se los veía muy tranquilos a ambos. La mujer echó alguna mirada heladora al grupo de violadores, a la vez que saltaban chispas al chocar la piedra de afilar contra el metal de las hojas de la tijera. El destello llegó a los ojos de Mike Bravo quien, deslumbrado, apartó la mirada y sorbió de su petaca un largo trago de licor. Susi le sonrió postizamente y Mike Bravo le devolvió otra, mucho más sincera y envuelta en turbios pensamientos.

Los esquiladores locales acapararon el aplauso del numeroso público asistente, pero no eran candidatos a ganar el concurso.

Los hermanos Almarzsson habían actuado con su acostumbrada rapidez y eficacia al rasurar a los óvidos. Sin duda, se habían convertido en los favoritos para ganar la prueba.

Pocos conocían la faceta de Susi como esquiladora. Y poco tardaron los asistentes en quedarse boquiabiertos ante la exhibición de la pareja. Su compenetración al atar a las ovejas, la agilidad y precisión al usar las tijeras, dejando la justa capa de grasa al animal para que estuviera protegido y, al mismo tiempo, preparado para los rigores del estío.

Susi dispuso con gran rapidez y habilidad varios vellones con la lana de las diez ovejas esquiladas por René.

El inesperado triunfo de la pareja mixta local en el concurso de esquilo fue aclamado por los asistentes. Los hermanos Almarzson también saludaron deportivamente a los ganadores admitiendo su triunfo.

- Hemos participado en numerosos concursos y jamás habíamos visto nada parecido. Sin duda, merecéis la victoria. ¿Qué tipo de tijera has usado? –preguntó el mayor de los Almarzsson.

- Gracias, el secreto no son las tijeras sino el metal con el que afilarlas.

- ¿Metal? Todos afilamos las tijeras con piedra –repuso el menor Almarzsson.

- Cada uno tiene sus trucos. Una tijera bien afilada y un poco de práctica, nada más –se despidió René con una sonrisa.

Guardó el metal de afilar en una pequeña bolsa de cuero y se dirigió junto a Susi a recoger el premio.

El equipo de hombres de Arístides Bueno miraba con gesto contrariado y receloso a los vencedores de la prueba. Lobo Brown no dejaba de escupir y Franklin Álvarez se sacudía su chaqueta blanca de lino al tiempo que bebía licor con la diestra y la zurda hurgaba en su picada cara de viruela. Una nueva y forzada sonrisa de Susi a Mike Bravo hizo que el hombre desatara su calenturienta imaginación y después de tomar un trago de su petaca, bramó

- Esa zorra no tuvo bastante… Quizá tengamos que visitarla de nuevo. Parece que le gustó y ahora goza exhibiéndose.

El presentador, nuevamente, tomó la palabra para anunciar el concurso de tiro.

- Si quieren ver a las pistolas más precisas y rápidas de Jalons Valley, vengan y compruébenlo: el concurso de colt y rifle está a punto de comenzar.

Los hombres de El Bueno y El Teo se hicieron acreedores de todos los premios. Demostraron que con un arma en la mano eran los dueños del pueblo.

Los vítores y muestras de asombro de los habitantes de Arcobriville y curiosos de toda la zona, aún motivaron más la precisión de los pistoleros haciendo unos ejercicios prácticamente perfectos.

A diferencia del concurso de esquilo, la deportividad brilló por su ausencia. Ambos equipos se sabían enemigos y más pronto que tarde suponían con certeza que deberían enfrentarse, quizá de forma letal.

Delicado Kane, sin duda el hombre más resuelto de El Bueno, y ganador del concurso de rapidez al desenfundar, se aproximó a Mike Bravo, la pistola más vertiginosa del grupo de El Teo.

- No ha estado mal, amigo, espero no tener que enfrentarme a ti cara a cara, eres muy rápido.

- Lo mismo digo… amigo… –respondió con tono irónico Mike Bravo–. No es lo mismo un concurso que tener que matar a un hombre para defender tu vida.

- Por cierto, Mike –habló con sorna Delicado Kane, mientras se tocaba instintivamente su peculiar mechón rubio–. Creo que también eres rápido en otros menesteres… con las mujeres, por ejemplo. He oído hablar de tus hazañas, junto a tus compañeros, en el almacén del local de la Colorá.

- Hijo de pe… veremos si tienes tanta frialdad en otro momento –espetó Mike Bravo.

En ese instante apareció Oso, limpiándose las afiladas uñas.

- ¿Algún problema con mi amigo? Vamos, rubio, no merece la pena malgastar el tiempo con perdedores.

Al mismo tiempo, Franklin Álvarez, que había ganado el concurso de tiro con rifle a larga distancia, se unió a la escena:

- Tengamos la fiesta en paz… de momento… cada uno que celebre lo que pueda y como le dé la gana –espetó tocándose una pústula de su cara.

Mike Bravo se marchó junto a Franklin y varios de sus secuaces, sin perder de vista a los hombres de El Teo. Las miradas amenazantes y gestos agresivos delataban que la paz no duraría demasiado tiempo y el plomo podría ser la indeseable semilla que brotara en Arcobriville.


VIII. NOCHE SANGRIENTA

René, El Galo, tomaba una cerveza en el salón del Hotel Plaza Estación ante las numerosas miradas de admiración de muchos curiosos y la descarada vigilancia de Mike Bravo.

Las últimas nubes añiles se difuminaban en la hora azul dando paso a una noche serena, sin viento y que pronto salpicaría el cielo de Arcobriville de un mar de estrellas.

Parecía imposible que la belleza de la noche pudiera romperla ni tan siquiera el odio de las dos bandas enemigas del pueblo o un error de la naturaleza. Pero el enemigo, aquella noche, vestía de mujer y el error tenía nombre propio, Mike Bravo.

- Ponle otra cerveza al esquilador –ordenó el jefe de equipo de El Bueno al barman.

- Gracias, todo un detalle… –repuso René, El Galo–. La verdad es que tengo sed y no solo de esquilar ovejas, ya me entiendes…

- No, no te entiendo, explícate.

- Mi pareja de esquileo me deja exhausto, es una ternera en celo… Por cierto, me ha dicho que se acuerda de ti, que puedes ir ahora mismo si lo deseas, pero tú solo, no le gustan tus amigos.

Los ojos de Mike Bravo centellearon al tiempo que echaba diez centavos sobre el mostrador.

- Gracias por la información, te has ganado la cerveza, esquilador.

Por la mente de Mike paso, por un momento, comentárselo a sus amigos.

- Recuerda, tú solo… No le gusta el que escupe ni el que pega bofetadas…

- Entiendo...

Mike se despidió de René y se dirigió a la puerta del hotel. Pensó si no sería una torpeza ir a visitar a Susi, podría ser una trampa para cazarlo en solitario. Pero los pechos de Susi inclinaban más la balanza hacia el peligro. Al menos, estaba dispuesto a comprobar las posibilidades de diversión.

Se acercó a la taberna y fuera vio a varios esbirros de El Teo bebiendo y riendo despreocupadamente.

Susi salió a la puerta vestida con una preciosa blusa de raso escotada y sonrisa generosa dibujada en sus labios totalmente encarnados. Un gesto de aprobación invitó a entrar a Mike Bravo hasta el almacén. Susi bajó su escote hasta la cintura y sus dos tetas se removieron al son que la Colorá entendió de forma más provocadora. Mike se lanzó hacia los dos tesoros sin rubor. Y consiguió acariciarlos durante unos segundos con la aquiescencia de la mujer. Al momento, Mike, sin quitarse la canana, bajó sus pantalones lo justo para iniciar una nueva maniobra de aproximación. Susi tomó el arma genital de Mike con la mano izquierda mientras que con la diestra blandió el cuchillo tocinero que albergaban sus enaguas e hizo un corte rápido y feroz. El miembro de Mike quedó en la mano ya ensangrentada de Susi ante los ojos de pavor del hombre, que miraba el apéndice carnoso cimbrearse en sus últimos movimientos nerviosos, de forma ya totalmente aleatoria e involuntaria.

La Colorá aún práctico otro corte, esta vez menos preciso, y destrozó los cojones de Mike Bravo, provocándole una densa hemorragia.

- ¿Prefieres morir desangrado o quieres que te siegue la yugular ahora mismo, escoria?

Mike no podía articular palabra, se le ocurrió echar mano de su Derringer de uno de los bolsillos de la chaqueta, pero el cuchillo le penetró a dos centímetros del bajo vientre e inició un viaje casi recto desde el abdomen hasta el esternón, donde la hoja metálica se detuvo inevitablemente. Una certera y última cuchillada alojó el acero en el cuello de Mike. Allí, con la nuez partida en dos y sangrando abundantemente, como el cerdo que era, Mike se retorció por última vez y abrió la boca queriendo encontrar el aire que le faltaba.

- Toma, que yo no lo quiero. Muérete con todo lo tuyo.

Y Susi le introdujo el pene ensangrentado en la boca, hasta dentro. Y así, de esta guisa trágico-cómica, Mike dio dos pasos grotescos y cayó sobre un saco de cebada sin poder sacar el miembro viril de su boca.

Lobo Brown había seguido a su capataz hasta el local de Susi. Ante la tardanza en salir del almacén y comprobando que el barman de Susi le impedía el acceso al almacén, esperó pacientemente su momento desde la barra sin parar de soltar salivazos a la tarima de madera que conformaba el suelo.

- Ahora, vamos, te toca –le indicó el barman.

- Aún no ha salido Mike… no le gustará.

- Sí, hombre, os gusta ir en manada, seguro que te está esperando –le apremió el barman.

Nada más entrar al almacén, Lobo, desconfiado, quiso tocar su colt, pero El Galo ya lo había desarmado.

- ¿Te gusta escupir, eh? Pues ahora podrás hacerlo a tu medida.

Entre Susi y René sumergieron a Lobo Brown en una destartalada y sucia bañera, bien atado, con la nariz justo por debajo del agua.

Lobo daba respingos para poder respirar y escupía borbotones de agua que apenas podía achicar de sus pulmones.

Susi volvió a sumergirlo unos segundos.

- ¿Así te sientes mejor? Muérete ya, pedazo de basura, no volverás a escupir cerca de una mujer.

Y lo sumergió empujando su cabeza durante un minuto, mientras las botas chapoteaban al ritmo de su postrera agonía.

René sabía que el de la cicatriz debajo del ojo esperaba su turno. Aguardaba en una esquina de la barra. René lo condujo hasta el almacén, donde Susi lo recibió con una tremenda patada en los genitales. El de la marca quiso desenfundar a pesar del dolor provocado, pero fue lo último que hizo. El Galo le alojó un plomo en pleno corazón y le segó su cochina vida.

El disparo alertó a los hombres de El Teo, que quisieron entrar al almacén para ver qué pasaba, pero Susi se lo impidió.

- Este muchacho estaba practicando el tiro para poder ganaros el próximo concurso. Vamos, una ronda para los chicos de Teo Fernández. ¡Todos a beber! –invitó Susi.

Pero Oso no se quedó conforme con la explicación. Miraba con recelo a René y le mostraba las uñas, orgulloso, para desafiarle.

El Galo se le acercó y Oso escupió a sus pies.

- No me gustas desde el momento que te vi, niñato –bramó con los ojos cegados en odio.

René arqueó sus piernas esperando el golpe de Oso. Efectivamente, pudo esquivarlo moviendo la cintura ágilmente. Oso quiso acabar la pelea por la vía rápida. No logró acariciar su pistolera. Dos certeros proyectiles impactaron en ambas manos.

- Mis manos, has destrozado mis dedos… mis uñas…

- Y si no quieres perder la vida, lárgate de una vez, yo no quería pelear, bravucón.

Teófilo Fernández llegó en ese momento y puso paz.

- Oso, toma la paga de un mes y lárgate del pueblo, así, sin manos, no eres más que un estorbo. Y tú, francés, manejas bien el colt, lástima que no quieras pertenecer a mi equipo…

Delicado Kane y Duke miraron con desconfianza a René, pero permanecieron quietos ante la intervención de su patrón.

Susi acabó la escena diciendo:

- No merece la pena llamar al de la placa, el Sheriff Malcom es un pelele, avisen al enterrador. Los que me violaron, menos uno, han sido castigados.

- Me parece bien, Susi –afirmó El Teo.

La noche prosiguió con algunos escarceos y peleas sin muerte. El alcohol circuló como el aire por el local de Susi y el salón del Plaza Estación. El viejo maquinista que debía tomar el relevo para conducir el Tren Correo también tomó más whisky que el que podía digerir su corpachón, invitado botella tras botella por Susi.



IX. PLOMO EN LA IGLESIA

La noche se desgastaba tras la agitación y algarabía provocadas por los concursos y posteriores celebraciones. La Plaza de la Estación y la calle principal se fueron quedando desiertas, así como la taberna de la Colorá y los demás locales de alterne.

Como si se hubieran puesto de acuerdo, las dos bandas rivales se sincronizaron en el tiempo para hacer una visita a la Iglesia, y no precisamente para confesar pecados ni comulgar como buenos hermanos.

Teófilo Fernández y sus hombres entraron por la puerta principal y, casi al mismo tiempo, la banda de Arístides Bueno lo hizo por la trasera, que daba a la sacristía.

Apenas se hicieron patentes las sombras dentro del recinto sagrado cuando se desató el tiroteo. Las astillas de la madera de los bancos saltaba por los aires y el tañido del plomo integrándose en el metal de las columnas y el altar mayor compusieron durante unos minutos una sinfonía de revolver y rifle que se saldó con varias bajas y algún herido en cada bando.

Cuando por un momento dejaron de atronar las pistolas y escopetas, desde la segunda planta, en el coro, junto al órgano, una recortada escupió todo su cargador hacia el techo abovedado de la iglesia. Al momento, la música del órgano sirvió de fondo para que la voz de René, El Galo, llegara a los oídos de todos los presentes:

- Si quieren limar sus diferencias, no es este el lugar idóneo. Desde aquí tengo blanco perfecto sobre ambos patronos, así que señores Bueno y Teo, no manchemos con su sangre el templo.

- ¡Alto, que nadie dispare! –se escuchó la voz de El Teo.

- Enfundad las armas –gritó de inmediato Arístides Bueno apoyado en sus muletas.

Ambos cabecillas se dejaron ver cuando el reverendo Howard, que ya había bajado del coro, encendió dos hermosos cirios sobre la mesa del altar.

- Haya paz, hermanos… creo que todos buscamos lo mismo, paz. Bueno, también una joya muy valiosa que solo yo sé dónde está. Y me encargaré personalmente de trasladarla hasta Bilbilisville mañana, en el Tren Correo. Pueden acompañarme si lo desean, señores. Sería una escolta perfecta para que nada le sucediera a la joya de la Virgen de las Almendras.

- Por mi parte no hay inconveniente –dijo El Bueno.

- De acuerdo –repuso El Teo–, mañana nos veremos en la estación. Por cierto, reverendo, que su monaguillo sabe usar las armas con igual soltura que las tijeras de esquilar ovejas…

- Siempre hay que estar al lado de los débiles, sean óvidos o humanos –acabó diciendo El Galo.

***

Los dos bandos, nada más salir de la iglesia, esperaban órdenes de sus patronos.

Ambos, El Teo y El Bueno se pusieron rápidamente de acuerdo. Escoltarían al Tren Correo hasta asaltarlo y repartirse posteriormente el botín que suponía la gran joya. Ante el desarrollo de los acontecimientos, no cabía otra posibilidad. Unirse para después repartir si los ánimos y el temple lo permitían. Para ello, ya no debían cometer más errores ni enfrentarse entre ellos.

- Tres de mis hombres cometieron una torpeza y la han pagado con sus vidas –bramó El Bueno ciertamente destemplado– Tú, Franklin, has tenido más suerte. Ahora no hay tiempo para lamentaciones. Hemos perdido manos ágiles para disparar, pero somos más, y están mis hijos para ayudar, ¿verdad, Joel, Lutter?

Joel sonrió con frialdad, dio media vuelta y se marchó inopinadamente.

Lutter se tocó sus dos colts antes de decir con entusiasmo:

- Estoy deseando entrar en acción, papá.

- Ahora, todos a dormir unas horas antes de que amanezca, el Tren Correo nos espera.



X. EL ÚLTIMO TREN

El Tren Correo hizo su aparición lentamente por la recta de la estación de Arcobriville.

La Virgen de las Almendras lucía radiante su colorido mantón blanco satén de gala. Cuadros, maderas del retablo mayor y algunas otras piezas de dudoso valor aguardaban para ser cargados en el primer vagón.

Mientras los mozos de estación procedían al embalaje de la Virgen y los efectos de la iglesia, el maquinista del tren buscaba a su relevista. Misión imposible, ya que el conductor seguiría ebrio durante muchas horas más debido al alcohol ingerido.

- Yo conduciré el tren –le comunico René–. Miré, tengo un permiso especial del gobernador para conducir trenes.

El maquinista, un hombrecillo menudo y cascarrabias, no puso pegas aunque se marchó a la cantina refunfuñando:

- Hoy en día cualquiera conduce trenes… Llegará el momento en que se conducirán solos, ni el carbón será necesario…

- Lleven cuidado con esa pieza, colóquenla en la máquina –ordenó René, el Galo, refiriéndose a una saca pesada que debía contener alguna pieza del retablo del siglo XVII.

El Tren Correo inició la marcha. El pitido se prolongó durante un minuto y muchos fueron los curiosos que se arremolinaron en la vetusta estación para despedir al convoy.

Los dos grupos de caballistas, encabezados por el patrón, El Teo, y el hijo menor de El Bueno, Joel, escoltaban, a sendos costados, al tren.

A tres kilómetros de la estación de Arcobriville, el terreno rocoso se tornaba cada vez más escabroso y empinado, provocando que el tren perdiera velocidad aunque la máquina funcionara a máximo rendimiento. Era el momento elegido. Ambos equipos lo sabían. René, también.

No hubiera sido difícil hacerse con el control del tren a no ser por el contenido de la saca que ya abría El Galo.

Los asaltantes se situaron muy cerca de la máquina. Sin duda, su intención era desenganchar el primer vagón para adueñarse de la gran joya que debía contener la imagen de la Virgen de las Almendras.

El metal de la ametralladora que colocó René con destreza en su trípode relució al unirse con el resplandeciente sol de la mañana.

La máquina bélica comenzó a balear con certera precisión a los salteadores. Los dientes blancos de René, El Galo, se apretaban con fuerza ante el concierto de plomo que ejercía la metralleta. El muchacho comprobó que los equipos ya estaban diezmados. Especial ilusión le hizo ver caer al suelo a Franklin Álvarez, con media docena de balas repartidas por su torso y cómo su vestimenta blanca se teñía de rojo y su cara marcada de viruela esgrimía un último mohín de incredulidad.

El pequeño de los Bueno, Lutter, también probó la medicina de René. Demasiado joven para empuñar las armas con ese desparpajo y demasiado joven para morir tiroteado por dos proyectiles que le alcanzaron la frente y el temporal derecho, arrancándole de cuajo la oreja.

Los hombres de El Teo no corrieron mejor suerte. Delicado Kane tiñó su mechón rubio de un luctuoso carmín y sus ojos desorbitados se despidieron de este mundo con un rictus de cierta sorpresa.

La ametralladora dejó de vomitar fuego. Se había encasquillado.

- ¿Qué pasa, hermano? –quiso saber el reverendo, que ya estaba a la altura de René.

- El señor nos ha abandonado, así que nos tocará hacer uso de armas más pequeñas –se limitó a decir El Galo.

Los dos dispusieron sendos colts entre sus manos, esperando la inminente llegada de los que aún quedaban con vida.

Duke hizo gala de su enorme valentía y habilidad sobre el caballo y fue el primero en saltar al vagón donde se encontraban el reverendo y René. Su mano izquierda estaba punto de lanzar el cuchillo directo al corazón de El Galo, cuando una detonación del revolver del reverendo lo impidió. Duke soltó el cuchillo y se palpó su pecho ensangrentado antes de morder el polvoriento y árido suelo de los cortados de Jalons Valley por los que aún circulaba el tren.

Los revólveres de los dos defensores de la Virgen de las Almendras resolvieron el trabajo a la perfección. El tren, definitivamente, se detuvo.

El Teo lanzó su último ataque. Escondido tras la imagen de la Virgen, casi consiguió el éxito de su maniobra, pero una bala del colt de René le atravesó el estómago. El patrón, herido de muerte, se llevó las manos al agujero provocado por el disparo. Se le tiñeron de sangre y, como queriendo comprobarlo, las apoyó en la blanca túnica de la Virgen, logrando una composición abstracta que podría titularse rojo sobre blanco, muerte lenta.

Antes que nada, René le caló su sombrero de copa de marrón, le colocó sus diminutas lentes en su nariz aguileña y le mostró una foto.

- Era mi padre… nuestro padre –dijo mirando con cariño al reverendo.

Teófilo Fernández abrió mucho los ojos.

- Y tú lo mataste en aquella máquina del Tren Correo Nocturno 1863 para conseguir lo mismo que hoy anhelabas y también te ha conducido a la muerte –terminó diciendo el reverendo Howard.

Los ojos de El Teo se abrieron desmesuradamente y miró de hito en hito a René y al reverendo. Fue su puntilla… se desvaneció para agonizar a los pies de la imagen de la Virgen de las Almendras.

Ya no quedaba nadie en los rocosos cortados que reinaban entre la vía férrea y el río, solo algunos buitres revoloteaban en el despejado cielo, esperando acercarse para comerse los ojos y otras vísceras de las víctimas. El Tren Correo regresó marcha atrás hasta Arcobriville.

***

En la estación se encontraba Arístides Bueno, sentado en su silla de ruedas, conducida por su hija Manuela. A su lado, Malcom, el de la placa, con cara de circunstancias.

- Supe que si el tren regresaba, sería doloroso, y sabía que era una opción… –dijo El Bueno.

- Señorita… se ha librado definitivamente de los galanteos de Teófilo Fernández –argumentó El Galo mirando a la hija de El Bueno.

- ¿Y mi hermano Lutter? –se apresuró a preguntar la muchacha. - Su hijo, Lutter Bueno… –respondió con voz algo más grave y dirigiendo la firme mirada hacia el padre–… ha perdido la vida, lo siento, pero él y usted&n

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