A TIEMPO

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Hacía mucho tiempo que no viajaba en metro, desde su etapa en la universidad. ¿Haría veinte años? Quizás alguno más. No era una hora punta y disfrutaba del trayecto. Jugaba a recordar mentalmente las estaciones y, en algunos casos, incluso acertaba. Estaba cambiado, parecía recién pintado y, tanto los asientos como el ambiente, inspiraban comodidad. Sí, definitivamente se sentía orgulloso de aquel transporte público.


Entonces, por casualidad, la vio. Una muchacha joven, con un tejano cuidadosamente rasgado y una camisa de cuadros con los faldones por fuera. Le estaba observando y sonreía como si estuviera adivinando sus pensamientos. Se sintió incómodo, pero mantuvo la mirada, no se iba a cortar por el descaro de una niñata. Cuando aflojó la mueca de su cara, fue cuando lo apreció, descubrió algo que no veía hacía mucho tiempo; la alegría reflejada en sus ojos, sus redondos pómulos salteados de pecas, su orgullosa nariz, la libertad de su desorganizado pelo, la rotundidad de sus piernas, su vitalidad.


Le calculó no más de diecinueve años, le tenía hipnotizado, no podía apartar los ojos.


Ella debió darse cuenta de su turbación, pues había bajado la vista y la escondía entre las largas lazadas de sus deportivas. Se sentía examinada y en un acto de autoprotección, apretaba contra su pecho una de esas horribles y dibujadas carpetas que hoy se usan para no llevar nada.


Según la miraba, notó un nudo en la garganta y perdió toda su seguridad, ya no veía el metro como aquel emigrante que regresa a su pueblo después de haber hecho dinero. Ahora sentía que debería haber seguido en él, que se perdía tanto…. Deseó las aulas de los tiempos sin dinero, los bancos de parque, los paseos sin termino, los besos robados.


Cerró los ojos y cuando creyó abrirlos, vio en el lugar de la muchacha a su compañera, como cuando él la conoció, nada había cambiado. Tuvo ganas de pasarle el brazo por los hombros y posarle la mejilla contra su pecho, y susurrarle al oído todas y cada una de sus pasadas y olvidadas ilusiones, le explicaría con toda la elocuencia que fuera capaz que eran posibles, que la amaba, que aún era tiempo.


Un brusco frenazo, el resoplido de unas puertas y el anuncio por una voz metálica de la estación de los Cuatro Caminos, le hizo volver a la realidad. Sintió que sus ojos se sorprendían por el inicio del ajetreo. Los más jóvenes del vagón, con sus libros bajo el brazo emprendían veloz carrera hacia las escaleras que les devolverían a sus vidas en las calles.


Había visto la cabeza de la muchacha confundida entre las otras y la siguió con la vista, como el naufrago que atisba un madero entre el oleaje.


El convoy, como la vida, reinició su marcha, lenta y metódicamente. Permanecía con su cara pegada a la puerta, que había vuelto a cerrarse marcando los límites

La chica había sido de las primeras en llegar a las escaleras, pero luego, sin saber porqué, confundida, se había detenido ante los peldaños y medio girada miraba interrogante al hermético tren, mientras la marea de cuerpos anónimos la sobrepasaban por ambos lados., ignorándola.


Él tenía que decírselo, aún era tiempo. Como ya había hecho en otras ocasiones, pero con la fuerza de ahora, aflojó la presión de las puertas con sus manos hacia afuera buscando el aire y asomó la cabeza entre sus hojas, como si de una doble guillotina se tratara y, sólo un segundo antes de que una oscura boca se tragara el movimiento, había gritado con todas sus fuerzas: “No permitas que ningún imbécil te cambie la vida”.

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